—Razón de más para que regularices tu situación, si es posible —dijo Dolly.
—Sí, si es posible —replicó Anna con un tono de voz triste y resignado, muy diferente del que había empleado hasta entonces.
—¿Acaso es imposible obtener el divorcio? Me han dicho que tu marido está de acuerdo.
—¡Dolly! No quiero hablar de ese tema.
—Bueno, pues lo dejamos —se apresuró a decir Daria Aleksándrovna, notando la expresión de sufrimiento en el rostro de Anna—. Lo único que te digo es que lo ves todo demasiado negro.
—¿Yo? En absoluto. Estoy muy contenta y satisfecha. Como ves, je fais des passions[56]. Veslovski…
—Si te soy sincera, no me gusta nada el tono de Veslovski —objetó Daria Aleksándrovna, deseando cambiar de conversación.
—¡Ah, no tiene la menor importancia! Halaga el amor propio de Alekséi, no hay nada más. No es más que un muchacho y hago con él lo que se me antoja. Para mí, es igual que tu Grisha… ¡Dolly! —exclamó de pronto, volviendo al tema de antes—. Dices que lo veo todo demasiado negro. Pero tú no puedes entenderlo. Mi situación es horrible. La verdad es que procuro no pensar demasiado.
—Pues, en mi opinión, es necesario que lo hagas. Es preciso hacer cuanto sea posible.
—¿Y qué se puede hacer? Nada. Me hablas como si yo no hubiera pensado en casarme con Alekséi. Pero ¡si no pienso en otra cosa! —exclamó, y sus mejillas se cubrieron de arrebol. Se levantó, irguió el pecho, emitió un profundo suspiro y se puso a recorrer la habitación de un extremo al otro con pasos ligeros, deteniéndose de vez en cuando—. ¡Si no pienso en otra cosa! No hay un solo día, una sola hora en que no me asalte ese pensamiento y en que no me cubra de reproches por albergar esas ideas… porque van a acabar volviéndome loca. Volviéndome loca —repitió—. Cuando me pongo a pensar en esa cuestión, soy incapaz de dormir sin morfina. Pero qué más da. Hablemos con calma. Me aconsejan que me divorcie. En primer lugar, él no consentirá. Ahora está bajo la influencia de la condesa Lidia Ivánovna.
Daria Aleksándrovna, después de erguirse en la silla, volvió la cabeza y siguió las idas y venidas de Anna con una expresión en la que se entreveraban el sufrimiento y la compasión.
—Hay que intentarlo —dijo en voz baja.
—Supongamos que lo intento. ¿Qué sucedería? —Era evidente que estaba expresando ideas que había sopesado miles de veces y que se había aprendido de memoria—. Pues que tendría que rebajarme a escribir a ese hombre al que odio, a pesar de que lo considero magnánimo y me reconozco culpable ante él… Supongamos que, haciendo un esfuerzo, redacto esa carta. En tal caso recibiría bien su consentimiento, bien una respuesta ofensiva. Imaginémonos por un momento que me da su consentimiento… —En ese momento Anna, que estaba en el otro extremo de la habitación, se detuvo y arregló algo en la cortina de la ventana—. Me da su consentimiento, pero ¿qué pasa con mi… hijo? No me lo darán. Crecerá en casa del hombre al que yo he abandonado y aprenderá a despreciarme. Debes entender que hay dos personas en este mundo a quienes quiero más que a mí misma, Seriozha y Alekséi. La verdad es que no sabría decir a cuál de los dos quiero más. —Llegó al centro del cuarto y se detuvo delante de Dolly, apretándose el pecho con las manos. Envuelta en esa bata blanca, su figura parecía especialmente alta y ancha. Inclinó la cabeza y miró de soslayo, con sus ojos húmedos y brillantes, a Dolly, pequeña, delgada y lastimosa, que temblaba de emoción bajo su blusita zurcida y su gorro de noche—. Sólo quiero a esas dos personas, y una excluye a la otra. No puedo unirlos, y eso es lo único que necesito. Si no puedo conseguirlo, todo lo demás me da igual. Todo, todo. Esa situación acabará de cualquier manera. Por eso no puedo ni quiero hablar de ella. Así que no me hagas reproches ni me juzgues. Eres demasiado pura para comprender lo mucho que sufro. —Se acercó, se sentó al lado de Dolly, la miró a los ojos con expresión culpable y le cogió la mano—. ¿Qué piensas? ¿Qué piensas de mí? No me desprecies. No merezco que me desprecien. Sólo soy desdichada. Sí, no puede haber nadie más desdichado que yo —dijo y, dándose la vuelta, se echó a llorar.
Cuando se quedó sola, Dolly dijo sus oraciones y se fue a la cama. Mientras hablaba con Anna, la compadecía con toda el alma; pero ahora no conseguía pensar en ella. El recuerdo de su casa y de sus hijos, aureolado por una especie de resplandor inusitado, asaltaba su imaginación con un encanto novedoso y especial. Ese mundo suyo se le antojaba ahora tan querido y precioso que por nada del mundo se habría decidido a pasar un solo día más fuera de él. Por esto tomó la decisión de partir sin falta al día siguiente.
En cuanto a Anna, una vez en su gabinete, cogió una copa y vertió varias gotas de un medicamento cuyo componente principal era la morfina. Después de beberlo, pasó un rato sentada sin moverse, tratando de recobrar la compostura. Al pasar al dormitorio se había serenado ya del todo y se sentía de buen humor.
Cuando entró en la habitación, Vronski la miró atentamente. Buscaba indicios de la conversación que debía de haber tenido con Dolly, dado el tiempo que había pasado en su habitación. Pero en su expresión excitada y contenida, que ocultaba algo, no encontró nada más que esa belleza a la que ya estaba acostumbrado, pero que seguía seduciéndole, la conciencia de su hermosura y el deseo de que actuase sobre él. No quiso preguntarle de qué habían estado hablando, pero albergaba la esperanza de que ella misma le contara algo. Pero Anna se limitó a decir:
—Me alegro de que Dolly te haya gustado. Porque te cae bien, ¿verdad?
—Pero si la conozco desde hace mucho tiempo. En mi opinión es una mujer muy bondadosa, pero excesivement terre-à-terre[57]. En cualquier caso, me alegro mucho de su visita.
Vronski cogió la mano de Anna y la miró a los ojos con expresión inquisitiva.
Ella, interpretando esa mirada en otro sentido, le sonrió.
A la mañana siguiente Daria Aleksándrovna se dispuso a partir, por más que insistieron los dueños en que se quedara. La calesa de guardabarros parcheados y caballos desparejados, conducidos con aire sombrío y resuelto por el cochero de Levin, que llevaba un caftán ya bastante usado y un gorro parecido al de los postillones, apareció en la entrada cubierta de arena.
Despedirse de la princesa Varvara y de los hombres no resultó nada agradable para ella. Después de pasar un día juntos, tanto Dolly como los dueños de la casa se daban perfecta cuenta de que no congeniaban y de que lo mejor era separarse. Sólo Anna estaba triste. Sabía que, una vez que se fuera, nadie despertaría en su alma los sentimientos que la habían embargado con la visita de su amiga. Le resultaba doloroso remover esos sentimientos, pero era consciente de que constituían lo mejor de sí misma, y que esa parte de su personalidad no tardaría en quedar sepultada por la vida que llevaba.
Una vez en campo abierto, Daria Aleksándrovna experimentó una agradable sensación de alivio. Estaba a punto de preguntarles a sus compañeros de viaje qué impresión les había causado la casa de Vronski, cuando el cochero Filipp dijo de pronto:
—Puede que sean muy ricos, pero sólo nos han dado tres medidas de avena. Los caballos se las zamparon antes de que cantara el gallo. ¿Qué son tres medidas? Poco más que un bocado. En las estaciones de postas venden la avena a cuarenta y cinco kopeks. En nuestra casa, cuando recibimos visita, damos a los caballos toda la avena que quieren.
—Un señor avaro —confirmó el administrador.
—¿Y qué me dices de los caballos? ¿Te han gustado? —preguntó Dolly.
—Los caballos eran excelentes. Y la comida estaba bastante bien. Pero lo he encontrado todo un poco aburrido, Daria Aleksándrovna. No sé lo que pensará usted —dijo, volviendo hacia ella su rostro agraciado y bonachón.
—A mí me ha pasado lo mismo. ¿Y qué? ¿Llegaremos al atardecer?
—Seguro.
Una vez en casa, donde encontró a todos bien de salud y más encantadores que nunca, Daria Aleksándrovna les contó con gran animación su viaje, la cordial acogida que le habían dispensado, el lujo y el buen gusto que reinaba en el lugar, las diversiones con que se entretenían los Vronski, y no permitió que nadie los criticara.
—Hay que conocer a Anna y a Vronski, y yo a él lo conozco mejor ahora, para comprender lo simpáticos y lo conmovedores que son —decía con total sinceridad, olvidándose de su vago sentimiento de insatisfacción e incomodidad cuando estaba allí.