—Creo que la princesa está cansada y que los caballos no le interesan —le dijo Vronski a Anna, que había propuesto que visitaran la cuadra, pues quería que Sviazhski viera el nuevo potro—. Vayan ustedes, y yo acompañaré a la princesa a casa. Así podremos charlar un rato. Si le parece bien —añadió, dirigiéndose a Dolly.
—Por mí encantada, porque no entiendo nada de caballos —replicó Daria Aleksándrovna, un tanto sorprendida.
Se daba cuenta, por la cara que ponía Vronski, de que quería pedirle algo. Y no se equivocaba. En cuanto atravesaron la cancela y volvieron a entrar en el jardín, Vronski miró hacia el lugar donde se encontraba Anna y, convencido de que no podía oírlos ni verlos, dijo mirándola con ojos risueños:
—Habrá adivinado que quiero hablar con usted. Sé que aprecia de verdad a Anna.
Vronski se quitó el sombrero, sacó un pañuelo y se enjugó la cabeza, en la que el cabello empezaba a ralear.
Daria Aleksándrovna, sin responder palabra, lo miró con ojos asustados. En cuanto se quedaron solos, la invadió un repentino temor: esos ojos risueños y esa expresión grave le daban miedo.
En un instante se le pasaron por la cabeza las suposiciones más diversas sobre lo que Vronski quería pedirle. «Me propondrá que pase aquí una temporada con los niños y tendré que negarme. O que, una vez en Moscú, forme un círculo de amistades para Anna… ¿O se tratará de las relaciones de Vásenka Veslovski con Anna? Tal vez quiera hablarme de Kitty, confesarme que se siente culpable ante ella». Sólo era capaz de imaginar cosas desagradables, pero no logró adivinar el asunto que Vronski se disponía a abordar.
—Ejerce usted una gran influencia sobre Anna y ella la quiere mucho; por eso le ruego que me ayude —dijo.
Daria Aleksándrovna miró con expresión azorada e inquisitiva el rostro enérgico de Vronski, tan pronto iluminado por un rayo de sol que se filtraba entre los tilos como cubierto de sombra, y se quedó esperando la continuación de sus palabras, pero él ahora caminaba en silencio a su lado, levantando la grava con el bastón.
—Si ha venido usted a vernos, y es la única de las antiguas amigas de Anna que se ha animado a dar ese paso (a la princesa Varvara no la cuento), entiendo que no lo habrá hecho porque considere normal nuestra relación, sino porque es consciente de lo penosa que es la posición de Anna y, como le tiene afecto, quiere ayudarla. ¿Es así o me equivoco? —preguntó, volviéndose hacia ella.
—Es así —contestó Daria Aleksándrovna, cerrando la sombrilla—, pero…
—No —la interrumpió Vronski y, sin darse cuenta de que con eso ponía a su interlocutora en una situación incómoda, se detuvo, obligando a que Dolly hiciera lo mismo—. Nadie es más consciente que yo de lo penosa que es la posición de Anna. Y es comprensible, si me hace el honor de considerarme un hombre de corazón. Al ser el causante de tales circunstancias, soy más sensible que nadie a sus consecuencias.
—Lo entiendo —dijo Daria Aleksándrovna, conmovida, a pesar suyo, de la sinceridad y firmeza con que había pronunciado esas palabras—. Pero, precisamente por sentirse responsable, es posible que exagere usted. Desde luego, su posición en sociedad es penosa.
—¡En sociedad es un infierno! —se apresuró a replicar Vronski, frunciendo el ceño con aire sombrío—. No es posible imaginar tormentos morales más crueles que los que ha tenido que soportar Anna a lo largo de las dos semanas que hemos pasado en San Petersburgo… Debe usted creerme.
—Sí, pero aquí, mientras Anna… y usted no necesiten de la sociedad…
—¡La sociedad! —exclamó Vronski con desprecio—. ¿Y para qué puedo yo necesitarla?
—Hasta ese momento, que puede no llegar nunca, serán ustedes felices y vivirán en paz. Veo que Anna es feliz, completamente feliz. Ya ha tenido tiempo de comunicármelo —dijo Daria Aleksándrovna, sonriendo; y al pronunciar esas palabras, no pudo dejar de preguntarse si Anna sería realmente feliz.
Vronski, en cambio, no parecía albergar la menor duda al respecto.
—Sí, sí —dijo—. Me doy cuenta de que ha vuelto a la vida después de tanto sufrimiento. Es feliz. En estos momentos es feliz. Pero ¿y yo?… Temo lo que nos espera… Perdone, ¿quiere usted que sigamos andando?
—No, me da lo mismo.
—Entonces, sentémonos aquí.
Daria Aleksándrovna se sentó en un banco, en un recodo de la alameda. Vronski se quedó de pie delante de ella.
—Veo que Anna es feliz —repitió, y las dudas que asaltaban a Daria Aleksándrovna se recrudecieron—. Pero ¿puede prolongarse esta situación? No es cuestión de entrar a juzgar ahora si hemos obrado bien o mal. La suerte está echada —añadió, pasando del ruso al francés—. Estamos unidos para toda la vida. Unidos por los vínculos del amor, que para nosotros son los más sagrados. Tenemos ya una hija, y podemos tener más. Pero las leyes y las condiciones de nuestra situación hacen que surjan miles de complicaciones. Y Anna, que después de tantos sufrimientos y pruebas goza de unos instantes de sosiego, no puede ni quiere verlas. Es comprensible. Pero yo no puedo mirar para otro lado. Según la ley, la niña no es mía, sino de Karenin. ¡No puedo soportar ese engaño! —exclamó con un enérgico gesto de rechazo, al tiempo que contemplaba a Dolly con expresión sombría e inquisitiva. Ésta no respondió y se limitó a mirarlo. Vronski prosiguió—: Si mañana tenemos un hijo, según la ley será un Karenin. No heredará mi apellido ni mi fortuna. Por muy feliz que sea nuestra vida familiar y muchos hijos que tengamos, no habrá ningún vínculo entre nosotros. Llevarán el apellido de Karenin. ¡Hágase usted cargo de lo odiosa y terrible que me resulta esa situación! He intentado hablar con Anna. Pero se irrita. No lo entiende, y yo no soy capaz de decírselo todo. Veamos ahora las cosas desde otro punto de vista. Su amor me hace feliz, pero necesito tener una ocupación. Aquí he encontrado una actividad que me enorgullece y que considero más noble que la de mis antiguos compañeros en la corte y en el ejército. No cambiaría mi posición por la de ellos, se lo aseguro. Trabajo aquí, sin moverme de mis tierras, me siento feliz y contento, y para nuestra dicha no necesitamos nada más. Me gustan las actividades de las que me ocupo. Cela n’est pas un pisaller[45], al contrario… —Daria Aleksándrovna se dio cuenta de que al llegar a ese punto de su explicación Vronski se embarullaba. No acabó de entender la digresión, pero no se le escapó que, una vez que había empezado a hablar de asuntos íntimos que no podía discutir con Anna, no pararía hasta habérselo contado todo y que la cuestión de su actividad en el campo era para él un asunto tan íntimo como las relaciones con Anna—. Lo que quiero decir —continuó, retomando el hilo de sus ideas— es que para consagrarse a una actividad hay que tener el convencimiento de que la obra nos sobrevivirá, de que tendrá continuadores. Y eso es lo que a mí me falta. Imagínese la situación de un hombre que sabe de antemano que los hijos que ha tenido con la mujer a la que ama no serán nunca suyos, sino de una persona que los odia y no quiere saber nada de ellos. ¡Es horrible!
Vronski guardó silencio, presa, por lo visto, de una gran agitación.
—Sí, claro que lo comprendo. Pero ¿qué puede hacer Anna? —preguntó Daria Aleksándrovna.
—Sí, eso me lleva al objeto de mi conversación con usted —respondió Vronski, esforzándose por recobrar la calma—. Todo depende de Anna… Hasta para presentar ante el emperador una petición de adopción, se necesita primero el divorcio. Y eso depende de Anna. Su marido había aceptado concedérselo. La verdad es que en aquella ocasión lo había arreglado todo. Y estoy convencido de que tampoco ahora se negaría. Bastaría con que Anna le escribiera. Entonces dijo con toda claridad que, si ella lo deseaba, no se opondría. Naturalmente —añadió con aire sombrío—, es una de esas crueldades farisaicas de las que sólo son capaces las personas sin corazón. Sabe cuánto la atormenta cualquier recuerdo relacionado con él y, conociéndola como la conoce, le exige una carta. Entiendo lo doloroso que es para Anna. Pero las razones son tan importantes que es preciso passer par dessus toutes ces finesses de sentiment. Il y va du bonheur et de l’existence d’Anna et de ses enfants[46]. Ya no hablo de mí mismo, aunque sufro mucho, muchísimo —dijo con una expresión retadora, como si estuviera amenazando a alguien por lo mucho que sufría—. Por eso me agarro a usted con tanto descaro, princesa, como a un áncora de salvación. ¡Ayúdeme a convencerla de que le escriba y le reclame el divorcio!
—Sí, claro —dijo Daria Aleksándrovna, con escasa convicción, recordando vivamente su último encuentro con Alekséi Aleksándrovich—. Sí, claro —repitió con decisión, pensando en Anna.
—Sírvase de su influencia para convencerla de que le escriba. Yo no sería capaz, aunque quisiera, de abordar esta cuestión con ella.
—Vale, lo intentaré. Pero ¿cómo es posible que ella misma no lo vea? —preguntó Daria Aleksándrovna, recordando de pronto, por alguna razón, la extraña y nueva costumbre que tenía Anna de entornar los ojos. Y le vino a la memoria que ésta recurría precisamente a ese gesto cuando hablaba de algún aspecto íntimo de su vida. «Es como si cerrara los ojos ante su propia existencia, para no verla en su totalidad», pensó—. Hablaré con ella sin falta, tanto por mí misma como por ella —añadió en respuesta a la mirada agradecida de Vronski.
Se levantaron y se dirigieron a la casa.