El cochero detuvo los caballos y miró hacia la derecha donde, al pie de un carro, en un campo de centeno, había un grupo de campesinos. El administrador hizo intención de apearse, pero luego se lo pensó mejor y se puso a llamar a uno de ellos con gritos imperiosos, haciéndole señas para que se acercara. La brisa levantada por la marcha del vehículo se calmó cuando se detuvieron. Los tábanos se abalanzaron sobre los sudorosos caballos, que trataban rabiosamente de desembarazarse de ellos. El sonido metálico de una guadaña que estaban afilando cesó de golpe. Uno de los campesinos se incorporó y se acercó a la calesa.
—¿Es que no tienes sangre en las venas? —gritó irritado el administrador al campesino, que avanzaba con parsimonia, pisando con los pies descalzos los montículos del camino seco y mal apisonado—. ¡Ya podías darte un poco más de prisa!
El anciano, con los cabellos rizados sujetos por una tira de corteza de árbol, la espalda encorvada y ennegrecida por el sudor, apretó el paso, se aproximó a la calesa y apoyó la atezada mano en el guardabarros.
—¿Vozdvízhenskoie? ¿La casa del señor? ¿La residencia del conde? —replicó—. Está justo al otro lado del recodo. No hay más que girar a la izquierda y, siguiendo uno todo derecho, llega a la avenida. ¿A quién van a ver? ¿Al conde en persona?
—¿Están en casa, amigo? —preguntó Daria Aleksándrovna en términos un tanto vagos, pues no sabía cómo debía referirse a Anna.
—Supongo que sí —respondió el campesino, dando unos pasos y dejando en el polvo del camino una huella perfecta de la planta del pie, con los cinco dedos marcados—. Supongo que sí —repitió, con el deseo evidente de entablar conversación—. Ayer llegaron más invitados. Y en buen número. ¿Qué quieres? —añadió, volviéndose hacia uno de sus compañeros, que le había gritado algo desde el carro—. ¡Ah, sí! Hace poco pasaron por aquí a caballo. Iban a ver la segadora mecánica. Ahora deben de estar en casa. Y ustedes ¿de dónde vienen?
—De muy lejos —respondió el cochero, apeándose del pescante—. Entonces, ¿no queda mucho?
—Ya te he dicho que está ahí mismo. En cuanto salgas… —respondió el campesino, pasando la mano por el guardabarros.
Un mozo sano y robusto se acercó también.
—¿Habrá algún trabajo para la cosecha en vuestras tierras? —preguntó.
—No lo sé, amigo.
—Entonces tienes que girar a la izquierda y luego seguir recto —dijo el campesino, intentando retener a los viajeros, pues quería charlar un rato más.
El cochero sacudió las riendas, pero apenas habían llegado a la curva cuando se oyeron las voces de los dos campesinos:
—¡Alto! ¡Eh, muchacho! ¡Alto!
El cochero se detuvo.
—¡Vienen por ahí! ¡Son ellos! —volvió a gritar el campesino—. ¡Mira qué deprisa van! —añadió, señalando cuatro jinetes y un charabán en el que viajaban dos personas.
Los jinetes eran Vronski, su jockey, Veslovski y Anna; los ocupantes del charabán, la princesa Varvara y Sviazhski. Volvían de los campos, adonde habían ido para ver cómo funcionaba la segadora que acababa de llegar.
Cuando el coche se detuvo, los jinetes aminoraron la marcha. Anna iba delante en compañía de Veslovski, llevando a paso lento su jaca inglesa, pequeña y robusta, de cola corta y crines cuidadas. La magnífica cabeza de Anna, con los cabellos morenos asomando por debajo del alto sombrero, sus anchos hombros, su esbelto talle en el traje negro de amazona y la donosura y serenidad de su porte asombraron a Dolly.
En un primer momento le pareció inconveniente que Anna montara a caballo. Atribuía a la equitación, en el caso de una mujer, cierta dosis de coquetería juvenil que, en su opinión, no cuadraba bien con la situación de Anna; pero cambió de opinión en cuanto la contempló de cerca. A pesar de su elegancia, todo resultaba tan sencillo, sereno y digno, no sólo en la postura, sino también en el vestido y los ademanes, que no podía pensarse en algo más natural.
Al lado de Anna, montado en un fogoso corcel de color gris, como los del cuerpo de caballería, iba Vásenka Veslovski, con su gorrita escocesa de cintas flotantes, las gruesas piernas extendidas hacia delante, por lo visto muy satisfecho de sí mismo. Daria Aleksándrovna no pudo reprimir una alegre sonrisa al reconocerlo. Los seguía Vronski, a lomos de un purasangre bayo, al parecer excitado por el galope. Vronski trataba de refrenarlo, tirando de las riendas.
Un hombrecillo vestido de jockey cerraba la marcha. Sviazhski y la princesa, en un charabán nuevecito tirado por un trotón negro de gran tamaño, estaban a punto de alcanzar a los jinetes.
En el momento en que Anna reconoció la pequeña figura de Dolly, agazapada en un rincón de la vieja calesa, su rostro se iluminó con una alegre sonrisa. Se le escapó un grito, se estremeció en la silla y lanzó su jaca al galope. Al llegar a la altura de la calesa, descabalgó por su propio pie y, recogiendo la falda de su traje de amazona, corrió al encuentro de su amiga.
—¡Pensaba que eras tú, pero no acababa de creérmelo! ¡Qué felicidad! ¡No puedes imaginarte la alegría que me has dado! —decía, tan pronto acercando su rostro al de Dolly y besándola como apartándose y contemplándola con una sonrisa—. ¡Qué alegría, Alekséi! —añadió, volviéndose hacia Vronski, que se había apeado del caballo y se aproximaba a ellas.
Vronski se acercó a Dolly con el sombrero de copa gris en la mano.
—No sabe lo mucho que nos alegramos de verla —dijo, concediendo una importancia especial a cada una de sus palabras, y a continuación esbozó una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes blancos y fuertes.
Vásenka Veslovski, sin apearse del caballo, se quitó la gorra escocesa y saludó a la recién llegada, agitando jovialmente las cintas por encima de la cabeza.
—Es la princesa Varvara —dijo Anna, en respuesta a la inquisitiva mirada de Dolly, cuando se acercó el charabán.
—¡Ah! —exclamó Daria Aleksándrovna, sin poder ocultar su contrariedad.
La princesa Varvara era la tía de su marido. Dolly la conocía desde hacía tiempo y no la respetaba. Sabía que la princesa se había pasado toda la vida abusando de la hospitalidad de sus parientes ricos. Que ahora se hubiera instalado en casa de Vronski, un hombre que no era nada suyo, la ofendió, pues al fin y al cabo era familia de su marido. Al notar la expresión de Dolly, Anna se turbó, se ruborizó, soltó su falda de amazona y se enredó en ella.
Daria Aleksándrovna se acercó al charabán, que se había detenido, y saludó con frialdad a la princesa Varvara. También conocía a Sviazhski. Éste le preguntó qué tal le iba a su extravagante amigo con su joven esposa y, después de echar un vistazo al abigarrado grupo de caballos y a los guardabarros cubiertos de parches, propuso a las señoras que tomaran asiento en el charabán.
—El caballo es manso y la princesa conduce muy bien —dijo—. Yo iré en este vehículo.
—No, quédense donde están. Iremos nosotras en la calesa —intervino Anna, cogiendo a Dolly del brazo y llevándosela de allí.
Daria Aleksándrovna miró con asombro el carruaje, de una elegancia nunca vista, los magníficos caballos, los rostros radiantes y distinguidos que la rodeaban. Pero lo que más le sorprendió fue el cambio que se había operado en su querida Anna, a quien tan bien conocía. Una mujer menos observadora, que no hubiera tratado a Anna en el pasado y, sobre todo, que no se hubiera entregado a las reflexiones que habían ocupado a Dolly a lo largo del camino, no habría notado nada especial en ella. Dolly se quedó perpleja ante esa belleza fugitiva, que sólo brilla en las mujeres cuando aman, y que ahora advertía en el rostro de Anna. Toda su persona emanaba un encanto especial: los marcados hoyuelos de las mejillas y el mentón, la línea de los labios, la sonrisa que parecía flotar en su cara, el brillo de los ojos, la gracia y ligereza de los ademanes, la plenitud de su voz, hasta el tono entre enfadado y afectuoso con que respondió a Veslovski, que le había preguntado si le permitía montar su jaca para enseñarle a galopar con la pata derecha por delante. Parecía que Anna era consciente de ese atractivo y que se sentía satisfecha.
Cuando se acomodaron en la calesa, las dos mujeres se sintieron de pronto turbadas: Anna, por la mirada inquisitiva y atenta de Dolly; y ésta, por la vergüenza que le daba la vieja y sucia calesa, después de las palabras de Sviazhski sobre el «vehículo». Al cochero Filipp y al administrador les embargaba el mismo sentimiento. Para ocultar su confusión, este último redobló sus atenciones con las señoras; Filipp, en cambio, se tornó sombrío y trató de no dejarse intimidar por esa magnificencia externa. Miró el trotón negro con una sonrisa irónica y decidió en su fuero interno que tanto el caballo como el charabán sólo valían para dar un paseo, pero que no serían capaces de recorrer cuarenta verstas de un tirón en una jornada calurosa.
Todos los campesinos se levantaron y contemplaron con curiosidad y alegría la acogida que los anfitriones dispensaron a la invitada, al tiempo que hacían observaciones.
—Están contentos, porque hace mucho tiempo que no se ven —dijo el anciano de pelo rizado, con la tira de corteza en la frente.
—Mira ese potro negro, tío Guerásim. ¡Qué bien nos vendría para llevar las gavillas!
—¿Has visto eso? ¿Es una mujer con calzones? —preguntó uno de ellos, señalando a Vásenka Veslovski, que en ese momento se subía a la silla de señora de la jaca de Anna.
—No, es un hombre. ¡Con qué ligereza ha montado!
—Entonces, muchachos, ¿no vamos a echar un sueñecito?
—¡Cómo vamos a dormir a estas horas! —replicó el anciano, mirando de soslayo el sol—. ¡Ya es más de mediodía! ¡Coged las guadañas y a trabajar!