XVI

Daria Aleksándrovna no abandonó su proyecto de visitar a Anna. Lamentaba mucho apenar a su hermana y disgustar a Levin. Entendía que los dos hacían muy bien en no tener ninguna relación con Vronski; pero consideraba que su deber era visitar a Anna y demostrarle que sus sentimientos no podían cambiar, a pesar de que la situación de su amiga ahora fuera otra.

Como no quería recurrir a los Levin para hacer el viaje, envió a un criado a la aldea para que alquilara unos caballos. No obstante, cuando Levin se enteró, fue a verla para expresarle su malestar.

—¿Por qué crees que me desagrada tu viaje? Y, aunque así fuera, me desagradaría más aún que no aceptaras mis caballos —le dijo—. No me has dicho ni una vez que habías tomado la resolución de partir. Me disgusta que alquiles caballos en la aldea. Pero lo que más me preocupa es que, aunque te prometan llevarte, no cumplirán su palabra. Yo tengo caballos. Si no quieres que me enfade, debes aceptarlos.

Daria Aleksándrovna tuvo que dar su consentimiento. El día señalado Levin preparó cuatro caballos y otro de repuesto. Unos eran de labor y otros de silla, nada imponentes de aspecto, pero capaces de llevarla en un solo día. No le resultó fácil conseguirlos, porque en esos momentos también se necesitaban caballos para la princesa y para la comadrona, pero su sentido de la hospitalidad no le permitía que su cuñada alquilara caballos estando en su casa; además, sabía que los veinte rublos que le habían pedido por el viaje constituían un gasto muy oneroso para ella, y los asuntos financieros de Daria Aleksándrovna, que los Levin sentían como propios, no marchaban nada bien.

Siguiendo el consejo de Levin, Daria Aleksándrovna salió poco antes del amanecer. El camino era bueno; la calesa, cómoda; los caballos avanzaban a buen ritmo, y en el pescante, al lado del cochero, iba sentado el administrador, al que Levin había enviado en lugar de un criado para mayor seguridad. Daria Aleksándrovna se quedó traspuesta y sólo se despertó cuando llegaron a la posada en la que debían cambiar de caballos.

Después de tomar el té en la casa de aquel campesino rico en la que había hecho alto Levin de camino a las tierras de Sviazhski, de charlar con las mujeres acerca de los niños y con el dueño acerca del conde Vronski, a quien el anciano cubrió de elogios, a eso de las diez Daria Aleksándrovna reanudó su viaje. Cuando estaba en casa, la preocupación constante por sus hijos no le dejaba tiempo para pensar. En cambio ahora, en esas cuatro horas de trayecto, todos los pensamientos acumulados le vinieron de pronto a la cabeza, y pasó revista a su vida como no lo había hecho nunca, desde los ángulos más diversos. Hasta ella misma se extrañó de lo que se le ocurría. Al principio pensó en sus hijos, por los que estaba preocupada, a pesar de que la princesa y, sobre todo, Kitty (tenía más confianza en esta última) habían prometido ocuparse de ellos. «Con tal de que Masha no haga ninguna travesura, Grisha no reciba ninguna coz y Lily no sufra otra indigestión…». Pero al poco rato las cuestiones actuales cedieron su lugar a las del futuro inmediato. Se puso a pensar en que ese invierno tendrían que mudarse de piso en Moscú, cambiar los muebles del salón y encargar una pelliza para la hija mayor. Luego le vinieron a la cabeza diversas cuestiones relacionadas con un futuro más lejano: cómo haría para introducir a sus hijos en el mundo cuando crecieran. «Con las niñas no es tan difícil —se decía—, pero ¿y los chicos?

»No cabe duda de que ahora me ocupo mucho de Grisha, pero sólo porque, al no estar embarazada, dispongo de tiempo libre. Naturalmente, con Stiva no se puede contar. Los sacaré adelante con la ayuda de algunas personas de bien. Pero si vuelvo a quedarme encinta…». Y llegó a la conclusión de que no era justo considerar los dolores del parto como una señal de la maldición que pesa sobre las mujeres. «Dar a luz no es nada; lo duro son los meses de gestación», pensaba, recordando su último embarazo y la pérdida de su hijo. Luego repasó la conversación que había tenido con la campesina joven de la posada. Cuando le preguntó si tenía hijos, aquella hermosa muchacha le respondió alegremente:

—Tenía una niña, pero Dios se la llevó. La enterramos por la Cuaresma.

—¿Y te da mucha pena? —preguntó Daria Aleksándrovna.

—¿Por qué? El viejo tiene ya muchos nietos. No me daba más que preocupaciones. No me dejaba trabajar ni hacer nada. Era como tener las manos atadas.

A Daria Aleksándrovna le había parecido odiosa esa respuesta, a pesar del aspecto bondadoso de la joven, pero ahora, a su pesar, la recordaba. Esas palabras tan cínicas no dejaban de encerrar una parte de verdad.

«En general —se decía Daria Aleksándrovna, pasando revista a sus quince años de matrimonio—, mi vida ha discurrido entre embarazos, mareos, fases de embotamiento mental e indiferencia por todo y, encima, con esa deformación del cuerpo. Kitty, la joven y bonita Kitty, ya ha perdido buena parte de sus encantos; en cuanto a mí, sé que los embarazos me vuelven horrible. Los partos, los sufrimientos terribles y ese instante postrero… Luego la lactancia, las noches en vela, esos dolores espantosos…».

Sólo de pensar en los dolores que le causaban las grietas en los pechos, de los que no se había librado en ninguno de sus embarazos, Daria Aleksándrovna se estremeció. «Después las enfermedades de los niños, ese temor constante; más tarde la educación, las inclinaciones perversas —se acordó del estropicio de Masha con las frambuesas—, los estudios, el latín, todas esas cosas tan incomprensibles y difíciles. Y por encima de todo, la posibilidad de la muerte». Por su imaginación volvió a pasar ese recuerdo que desgarraba su corazón de madre: el fallecimiento de su último hijo, que murió de difteria; el entierro, la indiferencia general ante ese pequeño ataúd rosado, su corazón destrozado y su dolor solitario delante de esa pálida frente, con rizos en las sienes, y esa boquita abierta y sorprendida en el momento en que colocaban la tapa rosa con un galón dorado en forma de cruz.

«¿Y todo eso para qué? ¿Qué sentido tiene? Viviré sin gozar de un instante de reposo, tan pronto embarazada como ocupada con la crianza, siempre enfurruñada y de mal humor, atormentándome a mí misma y atormentando a los demás, haciéndome odiosa a mi marido… Y encima para que mis hijos sean desgraciados, no completen su educación ni tengan dónde caerse muertos. Ya este año, de no haber sido porque nos han invitado los Levin, no sé dónde habríamos pasado el verano. Desde luego Kitty y Kostia son tan delicados que apenas se da uno cuenta, pero esto no puede seguir así. En cuanto empiecen a tener hijos, no estarán en condición de ayudarnos. Incluso ahora pasan algunos apuros. Y ¿cómo va a ayudarnos papá, cuando apenas le ha quedado nada? No seré capaz de sacar adelante yo sola a los niños, a no ser que recurra a la ayuda ajena y me someta a humillaciones de todo tipo. Pongámonos en el mejor de los casos, que no muera ninguno de los niños y que, mal que bien, consiga educarlos. Como mucho, lo único que habré conseguido es que no sean unos haraganes. Esto es lo único que puedo esperar. Y para eso, ¡cuántos sufrimientos y trabajos!… ¡La vida entera arruinada!». De nuevo recordó lo que le había dicho la muchacha de la posada y volvió a sentir la misma repugnancia, aunque no pudo por menos de reconocer que había un fondo de verdad en esas crueles palabras.

—¿Queda mucho, Mijáila? —preguntó Daria Aleksándrovna al administrador para ahuyentar esos angustiosos pensamientos.

—Dicen que desde esta aldea sólo hay siete verstas.

La calesa atravesó la calle de la aldea y llegó a un puentecillo, por el que avanzaba un jovial grupo de campesinas con bultos al hombro, intercambiando comentarios alegres y ruidosos. Al pasar el coche a su lado, se detuvieron y lo miraron con curiosidad. A Daria Aleksándrovna todos esos rostros vueltos hacia ella se le antojaron rebosantes de salud y contento, y el ansia de vida que se adivinaba en ellos la irritó. «Todos viven, todos disfrutan de la vida —prosiguió con sus reflexiones, cuando la vieja calesa, dejando atrás a las mujeres, enfilaba una cuesta y avanzaba de nuevo al trote, sacudida por el agradable traqueteo de las suaves ballestas—. Yo, en cambio, como una prisionera que sale de la cárcel, liberada de un mundo de preocupaciones que me está matando, sólo ahora dispongo de un momento para reconsiderar mi pasado. Todos viven: esas campesinas, mi hermana Natalia, Várenka, Anna, a la que voy a ver ahora. Sólo yo carezco de vida propia. Todos se ensañan con Anna. ¿Por qué? ¿Acaso soy yo mejor? Al menos yo tengo un marido a quien amo. No tanto como quisiera, pero le amo. En cambio, Anna no quería al suyo. ¿De qué es culpable? Quiere vivir. Dios nos ha inculcado esa necesidad en el corazón. Es más que probable que yo hubiera hecho lo mismo. Hasta ahora sigo sin saber si tomé la decisión correcta al seguir sus consejos, cuando vino a verme a Moscú en aquellos momentos terribles. Tendría que haber abandonado a mi marido y haber empezado una vida nueva. Habría podido amar y ser amada de veras. ¿Acaso es mejor mi situación actual? No respeto a mi marido, sólo lo necesito —pensaba—. Por eso lo aguanto. ¿Acaso es eso mejor? Entonces aún podía gustar, conservaba parte de mi belleza», siguió diciéndose. De pronto sintió deseos de mirarse en el espejito de viaje que llevaba en la bolsa e hizo intención de sacarlo; pero, al ver la espalda del cochero y del administrador, que se bamboleaba en el pescante, le dio miedo de que se volvieran y la sorprendieran, y lo dejó donde estaba.

Pero no necesitaba mirarse para saber que ya era demasiado tarde. Se acordó de Serguéi Ivánovich, que la distinguía con una particular estima, y del bueno de Turovtsin, amigo de Stiva, que la había ayudado a cuidar de sus hijos cuando cogieron la escarlatina y que estaba enamorado de ella. Había también un muchacho muy joven que, como su marido le había dicho en broma, había juzgado que era la más guapa de las tres hermanas. Y por su imaginación desfilaron las historias de amor más apasionadas e inverosímiles. «Anna ha actuado bien, y no seré yo quien le haga ningún reproche. Es feliz, hace feliz a otra persona, y no se ha abandonado como yo. Seguro que no ha perdido su lozanía ni su inteligencia y que sigue mostrándose abierta a todo», pensaba Daria Aleksándrovna, y una sonrisa maliciosa y satisfecha asomó a sus labios, porque, al tiempo que repasaba el idilio de Anna, se representaba otro casi idéntico, protagonizado por ella misma y un hombre imaginario que la adoraba, suma de diversos hombres conocidos. Lo mismo que Anna, se lo confesaba todo a su marido. Y sonrió al figurarse la cara de sorpresa y perplejidad que pondría Stepán Arkádevich al enterarse de la noticia.

En tales ensoñaciones ocupó el tiempo hasta que llegaron al giro del camino real que conducía a Vozdvízhenskoie.