XII

Levin se levantó con las primeras luces del alba y se dispuso a despertar a sus compañeros. Vásenka, tumbado boca abajo, una pierna con el calcetín puesto fuera de la manta, dormía tan profundamente que no hubo manera de sacarle una palabra. Oblonski, medio en sueños, le dijo que se negaba a partir tan temprano. Hasta Laska, que dormía hecha un ovillo en un rincón del pajar, se levantó de mala gana, estirando una tras otra las patas traseras. Después de calzarse, coger la escopeta y abrir con mucho cuidado la chirriante puerta del pajar, Levin salió al exterior. Los cocheros dormían al lado de los carruajes, los caballos dormitaban. Sólo uno de ellos comía avena perezosamente, desparramándola con sus resoplidos por el pesebre. Fuera del pajar todo estaba todavía gris.

—¿Por qué te has levantado tan de mañana, amigo? —le preguntó en tono afectuoso, como si se tratase de un viejo conocido, la anciana dueña de la casa, que en ese momento salía de la isba.

—Voy a cazar, abuela. ¿Tengo que seguir ese camino para llegar al pantano?

—Vete todo derecho por detrás de las cabañas, mi querido señor, atraviesa la era y luego los cañaverales. Allí encontrarás el camino.

Pisando cuidadosamente con sus pies descalzos, tostados por el sol, la anciana acompañó a Levin y ella misma le abrió la cancela que daba paso a las eras.

—Yendo todo recto llegarás al pantano. Nuestros muchachos llevaron allí los caballos por la noche.

Laska echó a correr alegremente por el camino; Levin la siguió con pasos rápidos y ligeros, mirando cada dos por tres el cielo. No quería que saliera el sol antes de llegar a su destino. Pero el sol no se demoró. La luna, que aún brillaba cuando salió, ya sólo relucía como un pedazo de mercurio; el lucero del alba, que antes se imponía a la vista, palidecía cada vez más. Las manchas indeterminadas que se divisaban a lo lejos empezaban a adquirir contornos netos: eran montones de centeno. Invisible hasta que salieron los primeros rayos del sol, el rocío que empapaba el alto y oloroso cáñamo, del que ya se habían desprendido las flores masculinas, humedecía los pies y la camisa de Levin por encima de la cintura. En el silencio límpido de la mañana se oían hasta los sonidos más leves. El zumbido de una abeja que pasó cerca de su oreja le pareció el silbido de una bala. Aguzó la vista y divisó otras dos más. Las tres atravesaban el seto del colmenar, levantaban el vuelo por encima del cañaveral y desaparecían en dirección al pantano. El camino le llevó directamente a las marismas, que se reconocían por el vapor que se elevaba del agua, tan pronto denso como ralo, en el que los esparganios y los sauces arbustivos fluctuaban como islotes. Al borde del pantano y del camino los muchachos y los campesinos, que habían pasado la noche en vela, se habían quedado dormidos antes del amanecer, envueltos en sus caftanes. A poca distancia deambulaban tres caballos con las patas trabadas, uno de ellos con un tintineo de cadenas. Laska iba al lado de su amo, mirando a uno y otro lado, y parecía pedirle permiso para adelantarle. Al pasar al lado de los campesinos dormidos y llegar a los primeros juncos, Levin examinó las cápsulas y dejó marchar a Laska. Uno de los caballos, un robusto potro castaño de tres años, se espantó al ver a la perra, levantó la cola y relinchó. Los otros caballos también se asustaron y empezaron a chapotear con sus patas trabadas y salieron dando brincos del pantano; cada vez que levantaban los cascos del espeso barro hacían un ruido semejante a un batir de palmas. Laska se detuvo, dirigió a los caballos una mirada burlona y a continuación observó a su amo con expresión inquisitiva. Levin la acarició y, con un silbido, le indicó que podía iniciar el rastreo.

Laska, con aire alegre y a la vez preocupado, echó a correr por el barro, que se hundía bajo sus patas.

Una vez dentro del pantano, Laska reconoció al punto, entre los olores conocidos de las raíces, las hierbas pantanosas, el moho y el estiércol de caballo, tan extraño en ese ambiente, el olor a ave, que impregnaba todo aquel lugar y que era el que más la excitaba. Aquí y allá, entre el musgo y la bardana, ese olor era particularmente intenso, pero no había manera de determinar en qué lado aumentaba o se debilitaba. Para encontrar el rastro tenía que seguir adelante en la dirección del viento. Sin sentir el movimiento de sus propias patas, Laska echó a correr a galope tendido, para poder detenerse en cualquier momento en caso de que fuera necesario, torció a la derecha, alejándose de la brisa matinal, que soplaba desde el este, y entonces se volvió de cara al viento. Después de aspirar el aire con los orificios de la nariz muy abiertos, se dio cuenta de que no era necesario seguir buscando: las aves, en un número considerable, estaban allí delante. Laska aminoró la velocidad de la marcha. Sabía que estaban allí, pero no podía determinar dónde. Para encontrar el lugar preciso, empezó a moverse en círculos, pero de pronto la distrajo la voz de su amo: «¡Laska, aquí!», gritó Levin, señalándole una dirección diferente. Se detuvo, como preguntándole si no sería mejor continuar por donde había empezado, pero Levin repitió la orden con enfado, indicándole un montículo inundado de agua donde no podía haber nada. Laska le obedeció y fingió buscar, sólo por darle gusto; después de recorrer el montículo, volvió al mismo lugar de antes, y al momento percibió la presencia de las aves. Ahora que Levin no la molestaba, sabía lo que tenía que hacer. Sin mirar bajo las patas, tropezando irritada en los altos montículos y metiéndose en el agua, pero incorporándose en seguida sobre sus patas ágiles y fuertes, empezó a trazar el círculo que acabaría aclarándoselo todo. El olor de las aves cada vez era más fuerte y más preciso. De pronto comprendió que había una a cinco pasos de allí, al otro lado de un montículo; se detuvo y se quedó totalmente inmóvil. Sus cortas patas no le permitían ver nada, pero por el olor sabía que no podía estar a más de cinco pasos de distancia. Percibía con intensidad creciente la presencia del ave y se recreaba en la espera. Tenía la cola tensa y sólo la punta se estremecía. La boca estaba ligeramente entreabierta, las orejas erguidas. Una de ellas se le había doblado durante la carrera. Respiraba trabajosamente, pero con cautela; con más cautela aún se volvió hacia su amo, más con la mirada que con la cabeza. Levin, con su expresión habitual y sus ojos siempre terribles, avanzaba muy despacio, según le parecía a la perra, tropezando con los montículos. Pero Laska se equivocaba: su amo iba corriendo.

Al advertir esa postura tan peculiar de Laska, con el cuerpo casi pegado al suelo, la boca entreabierta, las patas traseras rastrillando la tierra, Levin comprendió que había olfateado una agachadiza. Suplicando a Dios que no le permitiera fallar ese primer tiro, se acercó corriendo. Una vez a su lado, dirigió la vista al frente y vio con los ojos lo que Laska había percibido con el olfato. En el espacio comprendido entre dos montículos descubrió a una agachadiza. Había vuelto la cabeza y escuchaba. Después abrió un poco las alas, las plegó de nuevo, sacudió la cola con torpeza y desapareció detrás de un recodo.

—Busca, busca —gritó Levin, empujando a Laska por detrás.

«Pero si no puedo —pensó la perra—. ¿Adónde iba a ir? Desde aquí puedo olerlas, pero si me muevo perderé el rastro y no sabré dónde están ni qué clase de aves son». Pero Levin la empujó con la rodilla y le susurró muy agitado:

—¡Busca, Laska, busca!

«Bueno, lo haré, si eso es lo que quiere, pero ya no respondo de mí», pensó la perra y se lanzó con todas sus fuerzas entre los dos montículos. Ya no olfateaba. Sólo oía y veía, pero no entendía nada.

A unos diez pasos del lugar en el que se encontraba antes, alzó el vuelo una agachadiza, con un graznido ronco y el batir de alas tan peculiar de esas aves. Levin disparó y la agachadiza se desplomó, golpeando el húmedo barro con su pecho blanco. Sin necesidad de que la espantara la perra, una segunda echó a volar por detrás de Levin.

Cuando éste se volvió, ya estaba lejos. Pero el disparo la alcanzó. Después de volar unos veinte pasos, se paró en seco y empezó a caer, dando vueltas como una pelota, hasta estamparse en un lugar seco.

«¡Esta vez irá bien! —pensó Levin, metiendo en el morral las dos agachadizas, gruesas y aún calientes—. ¿Verdad que tendremos suerte, Laska?».

Cuando Levin, después de cargar la escopeta, se puso de nuevo en camino, el sol ya había salido, aunque unas nubecillas lo tapaban. La luna, que había perdido su resplandor, se distinguía en el cielo como una mancha blanca; ya no se veía ni una sola estrella. Los cañaverales, antes plateados por el rocío, ahora se habían vuelto dorados. El moho de las aguas tenía una tonalidad ambarina. El color azulado de la hierba se había transformado en un verde amarillento. Las aves del pantano se agitaban en los arbustos resplandecientes de rocío, que proyectaban largas sombras a lo largo del riachuelo. Un gavilán, despierto ya, se había posado en un almiar, y movía la cabeza de un lado al otro, mirando el pantano. Las cornejas sobrevolaban el campo, un muchacho descalzo conducía los caballos hasta el lugar donde un anciano acababa de despertarse y se rascaba, después de haber retirado el caftán. El humo de los disparos blanqueaba sobre la hierba verde como un reguero de leche.

Uno de los muchachos se acercó corriendo a Levin.

—¡Ayer estaba esto lleno de patos, señor! —le gritó, siguiéndole a cierta distancia.

Levin se sintió doblemente satisfecho de matar tres becadas, una tras otra, en presencia de ese muchacho, que le expresaba su entusiasmo.