—Entonces, ¿cuál será nuestro itinerario? Explícanoslo con detalle —dijo Stepán Arkádevich.
—El plan es el siguiente: iremos primero hasta Gvózdevo. A este lado del pueblo nos encontraremos con un pantano en el que abundan las agachadizas, y al otro con unas marismas magníficas para la caza de las becadas, y en las que también suele haber agachadizas. Ahora hace calor, pero como llegaremos a la caída de la tarde (el lugar queda a unas veinte verstas), podremos salir al campo en seguida. Pasaremos la noche allí y por la mañana nos dirigiremos a los pantanos grandes.
—¿Y no hay nada por el camino?
—Sí, pero nos entretendríamos. Y hace demasiado calor. Hay dos lugares preciosos, pero no creo que haya mucha caza.
A Levin le apetecía pasar por esos dos sitios, pero estaban más cerca de casa y podía ir por allí en cualquier momento; además, eran tan pequeños que apenas habría espacio para que dispararan los tres. Por eso había tratado de engañarles, diciendo que no merecía la pena pasar por allí. Cuando llegaron al pantano pequeño, Levin quiso pasar de largo, pero Stepán Arkádevich, con su ojo de cazador experimentado, reparó en seguida en unos juncos que se divisaban desde el camino.
—¿Por qué no hacemos un alto? —dijo, señalando el pantano.
—¡Sí, Levin, por favor! ¡Sería estupendo! —le rogó Vásenka Veslovski, y Levin acabó cediendo.
En cuanto se detuvieron, los perros echaron a correr uno en pos del otro en dirección al pantano.
—¡Krak! ¡Laska!
Los perros volvieron.
—Habrá poco espacio para los tres. Yo me quedaré aquí —dijo Levin, con la esperanza de que no encontraran nada, a no ser algunas avefrías, que habían levantado el vuelo al acercarse los perros, y trazaban círculos por encima de las aguas, lanzando graznidos lastimeros.
—¡No! ¡Vamos, Levin! Iremos juntos —insistió Veslovski.
—Les aseguro que no habrá sitio para los tres. ¡Laska, ven aquí! ¡Laska! ¿No necesitan otro perro?
Levin se quedó al lado del coche, contemplando con envidia a los cazadores, que recorrieron todo el pantano, pero sólo encontraron una gallina de agua y varias avefrías. Vásenka consiguió abatir una.
—Ya ven que no mentía —dijo Levin—. No ha sido más que una pérdida de tiempo.
—No, lo hemos pasado bien. ¿Ha visto usted? —preguntó Vásenka Veslovski, subiendo torpemente al coche, con la escopeta y la avefría en las manos—. Ha sido un buen disparo, ¿no es verdad? Bueno, ¿queda mucho para llegar al lugar a donde nos dirigimos?
De pronto los caballos se encabritaron. Levin se golpeó la cabeza con el cañón de una escopeta ajena y oyó un disparo. Eso fue lo que le pareció a Levin, pero en realidad el disparo había sonado antes. Lo que había sucedido era que Vásenka Veslovski, al bajar los martillos, había apretado por error un gatillo, mientras sujetaba el otro. La bala se incrustó en el suelo, sin que nadie sufriera daño. Stepán Arkádevich movió la cabeza y se echó a reír, mirándole con aire de reproche. Pero Levin no tuvo ánimos para amonestarlo. En primer lugar, cualquier reproche parecería motivado por el peligro que había corrido y el chichón que le había salido en la frente; en segundo, Veslovski, que al principio se había mostrado ingenuamente desesperado, estalló en unas carcajadas tan francas y contagiosas ante la conmoción general que él mismo se echó a reír.
Cuando llegaron al segundo pantano, que era bastante más grande y les llevaría más tiempo recorrer, Levin intentó persuadirles de que no se apearan, pero una vez más acabó cediendo a las súplicas de Veslovski. Como también ese pantano era estrecho, Levin, demostrando que era un anfitrión hospitalario, se quedó una vez más al lado de los coches.
Nada más llegar, Krak se fue derecho a unos montículos. Vásenka Veslovski fue el primero en salir corriendo detrás del perro. Stepán Arkádevich no había tenido tiempo de alcanzarlo, cuando una agachadiza salió volando. Veslovski erró el tiro, y el ave se posó en un prado sin segar. Oblonski se la dejó a Veslovski. Krak volvió a encontrarla y la obligó a levantar el vuelo. Veslovski la mató y a continuación volvió al lugar donde esperaban los coches.
—Vaya usted ahora. Yo cuidaré de los caballos —dijo.
La envidia propia del cazador empezó a hacer mella en Levin. Entregó las riendas a Veslovski y se dirigió al pantano.
Laska, que llevaba ya un buen rato emitiendo lastimeros ladridos, quejándose de la injusticia de su suerte, se puso en cabeza y se dirigió directamente a un montículo al que aún no había llegado Krak, pero que Levin conocía desde hacía tiempo y en el que esperaba encontrar alguna pieza.
—¿Por qué no le dices que pare? —gritó Stepán Arkádevich.
—No las espantará —respondió Levin, satisfecho de su perra, mientras corría detrás de ella.
A medida que Laska se acercaba al montículo conocido, más minuciosa se mostraba en la búsqueda. Una pequeña ave de los pantanos la distrajo, pero sólo un momento. Dio una vuelta alrededor del montículo y ya se disponía a dar otra cuando de pronto se estremeció y se quedó inmóvil.
—¡Ven, Stiva, ven! —gritó Levin, sintiendo que el corazón empezaba a latirle con más fuerza. Y, como si de pronto se hubiera abierto un cerrojo en su atento oído, todos los sonidos perdieron la medida de la distancia y empezaron a herirle en desorden, con una gran intensidad. Oyó los pasos de Stepán Arkádevich y los tomó por el pataleo lejano de los caballos; un pegote de tierra se desprendió con unas raíces al pisarlo, y él confundió ese crujido con el aleteo de una agachadiza. También percibió a sus espaldas, a poca distancia de donde se encontraba, un extraño chapoteo en el agua, que no sabía a qué atribuir.
Avanzando con prudencia, se acercó a la perra.
—¡Busca!
No fue una agachadiza la que alzó el vuelo bajo las patas de la perra, sino una becada. Levin levantó la escopeta, pero en el preciso instante en el que apuntaba, el chapoteo en el agua se hizo más intenso y se oyó más cerca, acompañado de la voz de Veslovski, que lanzaba unos gritos extraños. Levin se dio cuenta de que apuntaba demasiado detrás, pero de todos modos disparó.
Convencido de que había errado el tiro, Levin volvió la cabeza y advirtió que los caballos ya no estaban en el camino, sino en la orilla.
Deseando contemplar la caza, Veslovski había entrado en el pantano, y los caballos se habían hundido en el lodo.
—¡Que el diablo se lo lleve! —murmuró Levin, dirigiéndose al coche, atascado en el barrizal—. ¿Por qué se ha metido usted ahí? —le preguntó con sequedad y, después de llamar al cochero, trató de sacar a los caballos.
Levin estaba enfadado porque le habían molestado en el momento de disparar, porque habían metido los caballos en el pantano y, sobre todo, porque ni Stepán Arkádevich ni Veslovski les estaban ayudando ni al cochero ni a él, ya que ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo había que desenganchar los caballos. Sin responder una palabra a Veslovski, que aseguraba que allí el terreno estaba completamente seco, Levin se afanaba en silencio con el cochero, intentando liberar los caballos. Pero al cabo de un rato, después de entrar en calor gracias al esfuerzo, y viendo el tesón y el empeño con que Veslovski tiraba del coche, hasta el punto de que acabó arrancando el guardabarros, empezó a reprocharse el trato demasiado frío que, dejándose llevar por lo que había sucedido la víspera, le había dispensando a Veslovski. Entonces trató de moderar su sequedad y redobló sus atenciones. Cuando solventaron el percance y los coches volvieron a la carretera, Levin ordenó que sirvieran el almuerzo.
—Bon appétit, bonne conscience! Ce poulet va tomber jusqu’au fond de mes bottes[8] —dijo en francés Vásenka, que había recobrado la alegría, mientras daba buena cuenta de su segundo pollo—. Ya han terminado nuestras penurias. A partir de ahora todo irá bien. Pero, para expiar mis culpas, debo sentarme en el pescante. ¿No es verdad? Sí, sí, seré su Automedonte[9]. ¡Ya verán qué bien voy a llevarles! —añadió, sin soltar las riendas, cuando Levin le pidió que se las entregara al cochero—. No, debo expiar mis culpas. Además, iré de maravilla en el pescante.
Y acto seguido se pusieron en marcha.
Levin temía que Vásenka agotara a los caballos, sobre todo al alazán de la izquierda, al que no era capaz de refrenar; pero, a su pesar, acabó sometiéndose a la jovialidad de aquel muchacho, que a lo largo de todo el camino no dejó de cantar romanzas, contar historias e imitar la manera inglesa de conducir un tour-in hand[10]. Llegaron a los pantanos de Gvózdevo después del almuerzo, en la mejor disposición de ánimo.