VI

Mientras los niños tomaban el té, los mayores se sentaron en el balcón y se pusieron a hablar como si no hubiera sucedido nada, aunque todos sabían perfectamente, sobre todo Serguéi Ivánovich y Várenka, que se había producido un acontecimiento muy importante, aunque fuera de signo negativo. Los dos se sentían como un alumno que ha suspendido un examen y no sabe si tendrá que repetir curso o le expulsarán del colegio. Todos los presentes, conscientes de que había sucedido algo, hablaban con animación de cuestiones intrascendentes. Esa tarde Kitty y Levin se sentían particularmente felices y enamorados. Y su felicidad, producto de su amor, les daba cierta vergüenza, pues parecía una alusión indiscreta a quienes habían fracasado en su intento de conseguir lo mismo.

—Acuérdense de lo que les digo: Alexandre no vendrá —dijo la vieja princesa.

Esperaban para esa noche la llegada de Stepán Arkádevich, y el padre de Kitty les había escrito que tal vez le acompañaría.

—Y sé por qué —prosiguió la princesa—. Dice que a los recién casados hay que dejarlos solos en los primeros tiempos.

—Y eso es exactamente lo que ha hecho. Hace siglos que no lo vemos —dijo Kitty—. Además, ¿se nos puede considerar a nosotros unos recién casados? ¡Si somos ya un matrimonio viejo!

—En caso de que no venga, tendré que dejaros, hijos míos —dijo la princesa, con un triste suspiro.

—Pero ¡qué dice usted, mamá! —saltaron a la vez las dos hijas.

—Pensad en cómo lo estará pasando solo. Y es que ahora…

De pronto, de forma completamente inesperada, a la vieja princesa le tembló la voz. Las hijas guardaron silencio y cambiaron una mirada. «Maman siempre encuentra motivos de tristeza», decía esa mirada. No sabían que, por muy a gusto que se encontrara en casa de su hija y por muy necesaria que juzgara su presencia, se sentía terriblemente triste por sí misma y por su marido desde el día en que la hija menor y tan querida se casó y el nido familiar quedó vacío.

—¿Qué quiere usted, Agafia Mijáilovna? —preguntó de repente Kitty al ama de llaves, que se había plantado delante de ella con aire de misterio y cara de importancia.

—Quería hablar con usted de la cena.

—Muy bien —dijo Dolly—. Mientras te encargas de dar las órdenes, voy a repasar la lección con Grisha. Hoy no ha hecho nada.

—¡No, Dolly, déjalo! ¡Ya me ocupo yo! —terció Levin, levantándose de un salto.

Grisha había ingresado en el instituto y tenía que repasar las lecciones en verano. Daria Aleksándrovna, que ya en Moscú le daba clases de latín, al llegar a casa de los Levin se impuso como norma repasar con él, al menos una vez al día, las lecciones más difíciles de latín y de aritmética. Levin se ofreció a reemplazarla; pero la madre, después de asistir a una de las clases, se había dado cuenta de que el método del que se valía era muy distinto del que empleaba el profesor de Moscú. Muy confusa y procurando no herir su susceptibilidad, le había dicho con la mayor determinación que debía seguir el libro como hacía el profesor y que era mejor que se ocupara ella. Levin hervía de indignación contra Stepán Arkádevich, que, con su despreocupación habitual, había dejado en manos de su mujer una tarea de la que no entendía nada, y también contra los profesores, que tan mal enseñaban a los niños. No obstante, prometió a su cuñada que haría lo que ella quería. Y continuó dándole clases a Grisha, pero ya no seguía su propio método, sino que se atenía al libro. Por eso se ocupaba de su tarea de mala gana y a menudo se olvidaba de la hora de la clase, como le había sucedido ese día.

—No, ya voy yo, Dolly. Siéntate —dijo—. Lo haremos todo con orden, sin apartarnos del libro. Sólo faltaré a mis obligaciones cuando venga Stiva y nos marchemos de caza.

Y Levin se dirigió al cuarto de Grisha.

También Várenka se ofreció a cumplir el cometido de Kitty. Incluso en una casa tan bien organizada como la de los Levin, encontraba la manera de hacerse útil.

—Ya me ocuparé yo de dar las disposiciones oportunas para la cena. No te levantes —dijo y se acercó a Agafia Mijáilovna.

—Pero seguro que no han encontrado pollos. Tendremos que coger de los nuestros… —dijo Kitty.

—Ya lo arreglaremos Agafia Mijáilovna y yo —añadió Várenka, y a continuación desapareció con el ama de llaves.

—¡Qué muchacha tan agradable! —exclamó la princesa.

—¡No sólo agradable, maman, sino encantadora! ¡Ya no se encuentran muchachas así!

—Entonces, ¿esperan hoy a Stepán Arkádevich? —preguntó Serguéi Ivánovich, que, por lo visto, no quería seguir hablando de Várenka—. Sería difícil encontrar dos cuñados tan distintos —añadió con una sonrisa sutil—. Uno no para y se encuentra en sociedad como pez en el agua; el otro, nuestro Kostia, es vivo, despierto y sensible, pero, en cuanto se encuentra en sociedad, se queda pasmado o se debate inútilmente como pez fuera del agua.

—Sí, se toma las cosas demasiado a la ligera —dijo la princesa, dirigiéndose a Serguéi Ivánovich—. Precisamente quería pedirle que tratara de convencerle de que Kitty no puede quedarse aquí. Es indispensable que se traslade a Moscú. Habla de traer aquí un médico…

Maman, hará todo lo necesario, está de acuerdo con todo —replicó Kitty, muy molesta con su madre por haber mezclado a Serguéi Ivánovich en ese asunto.

En medio de la conversación se oyó en la avenida el relincho de unos caballos y el chirrido de las ruedas de un coche sobre la grava.

Antes de que Dolly tuviera tiempo de levantarse para ir al encuentro de su marido, Levin había saltado por la ventana del cuarto de la planta baja en el que trabajaba con Grisha, que no tardó en seguirle.

—¡Es Stiva! —gritó Levin bajo el balcón—. ¡No te preocupes, Dolly, ya hemos terminado! —añadió, y salió corriendo como un niño al encuentro del carruaje.

Is, ea, id, eius, eius —gritaba Grisha, dando saltos por la avenida.

—Viene alguien más. ¡Seguramente será papá! —exclamó Levin, deteniéndose a la entrada de la avenida—. Kitty, no bajes por la escalera empinada. Es mejor que des la vuelta.

Pero Levin se había equivocado: la persona que viajaba con Oblonski no era el viejo príncipe. Cuando se acercó al coche vio al lado de Stepán Arkádevich a un joven apuesto y grueso, con una gorra escocesa cuyas largas cintas flotaban por detrás. Era Vásenka Veslovski, primo segundo de los Scherbatski, muy conocido en la sociedad elegante de San Petersburgo y Moscú, «un muchacho excelente y un cazador apasionado», según lo presentó Stepán Arkádevich.

Sin turbarse lo más mínimo por la decepción con la que fue acogida su llegada, pues todos estaban esperando al viejo príncipe, Veslovski saludó alegremente a Levin, recordándole un encuentro anterior, y, levantando a Grisha por encima del pointer que Stepán Arkádevich había traído consigo, lo instaló en el coche.

En lugar de subir al carruaje, Levin regresó a pie. Estaba algo contrariado por el hecho de que no hubiera venido el viejo príncipe, a quien quería más a medida que lo iba conociendo, y hubiera aparecido en su lugar ese Vásenka Veslovski, hombre ajeno al círculo familiar y completamente inoportuno. Y más ajeno e inoportuno le pareció cuando, al llegar a la escalinata, donde se habían reunido en alegre compañía grandes y pequeños, vio que Vásenka Veslovski besaba la mano de Kitty con especial ternura y galantería.

—Su mujer y yo somos cousins[5], y además viejos conocidos —dijo Vásenka Veslovski, apretando de nuevo con fuerza la mano de Levin.

—Entonces, ¿hay mucha caza por aquí? —preguntó Stepán Arkádevich, dirigiéndose a Levin, después de saludar apresuradamente a todos los presentes—. Hemos venido con las más crueles intenciones. ¿Cómo lleva tanto tiempo sin dejarse caer por Moscú, maman? ¡Traigo algo para ti, Tania! Haz el favor de coger ese paquete que hay en la parte trasera del coche —decía, volviéndose tan pronto a uno como a otro—. ¡Qué guapa te has puesto, Dólinka! —le dijo a su mujer, besándole una vez más la mano, que retenía en la suya, mientras la acariciaba con la otra.

Levin, que apenas un instante antes se encontraba en la más alegre disposición de ánimo, contemplaba con aire sombrío a unos y otros, disgustado de todo.

«¿A quién habrá besado ayer con esos labios?», pensaba, observando la ternura de Stepán Arkádevich con su mujer. Luego miró a Dolly, que también le causó una impresión desagradable.

«No cree en su amor. Entonces, ¿por qué se muestra tan feliz? ¡Es repugnante!», pensaba.

Miró a la princesa, que tan agradable le había parecido apenas un minuto antes, y encontró irritante la acogida que dispensaba a ese Vásenka, con su gorra de cintas, como si estuviera en su propia casa.

Ni siquiera Serguéi Ivánovich, que también había salido a la escalinata, se libró de sus críticas: le molestó la fingida amistad con que saludó a Oblonski, cuando Levin sabía de sobra que su hermano no lo quería ni lo respetaba.

¿Y qué decir de Várenka? ¿No era repulsiva su manera de saludar a ese hombre, con su aspecto de sainte nitouche[6], cuando en verdad sólo pensaba en la manera de casarse?

Pero quien más le había soliviantado era Kitty. Se había dejado llevar por la alegría del invitado, que parecía contemplar su llegada a la aldea como una fiesta para él y para los demás, y, sobre todo, había respondido con una sonrisa especial a la que el invitado le había dedicado.

Todos entraron en la casa, hablando ruidosamente. Pero, en cuanto se sentaron, Levin les dio la espalda y salió.

Kitty se dio cuenta de que a su marido le pasaba algo. Quiso hallar un momento para hablar a solas, pero él se alejó a toda prisa, alegando que tenía que pasar por el despacho. Hacía tiempo que los asuntos de la hacienda no le parecían tan importantes como ahora. «Para ellos todo es una fiesta —pensaba—, pero todas estas cosas no tienen nada de festivo y no admiten dilación. Sin ellas la vida carece de sentido».