Con su pañuelo blanco sobre los cabellos morenos, rodeada de esa nube de niños, de los que se ocupaba con alegría y buen ánimo, Várenka, sin duda emocionada ante la posibilidad de que se declarara ese hombre que le gustaba, estaba más atractiva que nunca. Serguéi Ivánovich iba a su lado, y no se cansaba de admirarla. Cuando la miraba, se acordaba de todas las cosas buenas que le habían contado de ella, y cada día estaba más seguro de que experimentaba por ella ese sentimiento especial que sólo había conocido una vez, mucho tiempo antes, en la primera juventud. La sensación de alegría que le causaba su proximidad no dejaba de crecer, y alcanzó su punto culminante cuando, al poner en la cesta de Várenka un boleto enorme que había encontrado, con el tallo fino y los bordes del sombrero vueltos hacia fuera, la miró a los ojos y advirtió que su rostro se había cubierto de rubor, producto del temor, el júbilo y la emoción que la embargaban. Entonces también él se turbó y, sin pronunciar palabra, le dedicó una de esas sonrisas tan reveladoras.
«Si las cosas han llegado a este extremo —se dijo—, debo pensarlo bien antes de tomar una decisión. No conviene que me deje llevar por un arrebato repentino, como si fuera un niño».
—Si me lo permite, voy a buscar setas por mi cuenta, pues de otro modo mis hallazgos pasarán desapercibidos —dijo y, apartándose de los demás, que deambulaban por el lindero, cubierto de una hierba corta y sedosa en la que despuntaban, aquí y allá, algunos vetustos abedules, se adentró en el bosque, donde los troncos blancos de esos árboles se entreveraban con los álamos grises y las oscuras matas de avellano. Después de alejarse unos cuarenta pasos y ocultarse detrás de un bonetero en plena floración, con sus zarcillos entre rosados y encarnados, Serguéi Ivánovich se detuvo, seguro de que nadie le veía. A su alrededor reinaba un silencio total. Sólo en la copa de los abedules, a cuya sombra se encontraba, zumbaban las moscas como un enjambre de abejas; de vez en cuando le llegaban las voces de los niños. De pronto, no lejos del lindero del bosque, resonó la voz de contralto de Várenka, que llamaba a Grisha, y él no pudo evitar que una alegre sonrisa iluminara su rostro, aunque acto seguido movió la cabeza en señal de reprobación. Sacó un cigarro del bolsillo y trató de encenderlo, pero pasó un buen rato antes de que consiguiera prender la cerilla en el tronco de un abedul. La fina cascarilla de la blanca corteza se pegaba al fósforo y la llama se apagaba. Por fin consiguió encender una; en un momento, el oloroso humo del cigarro, ondulándose como un ancho mantel, se extendió por encima del arbusto y bajo las ramas colgantes del abedul. Siguiendo con la vista las columnas de humo, Serguéi Ivánovich echó a andar con pasos lentos, reflexionando sobre su situación.
«¿Y por qué no? —pensaba—. Si se tratara de un arrebato o de una pasión, si experimentara sólo esa atracción, esa atracción mutua, si la puedo llamar así, pero me diera cuenta de que iba contra mi modo de vida; si sintiera que, abandonándome a esa atracción, traicionaría mi vocación y mi deber… Pero no es así. La única objeción que puedo poner es que, cuando perdí a Marie, prometí que sería fiel a su memoria. No puedo poner ninguna otra objeción a este sentimiento… Pero es algo importante —se decía. Se daba cuenta de que personalmente esta consideración no tenía la menor importancia, pero era consciente de que afectaría a la imagen poética que los demás se habían forjado de él—. Aparte de eso, por más que busque, no encontraré nada que se oponga a mi sentimiento. Aunque me hubiera guiado sólo por la razón, no habría encontrado nada mejor».
Por más que pasaba revista a las mujeres y muchachas que conocía, no recordaba a ninguna que reuniese en tal alto grado las cualidades que, reflexionando en frío, le gustaría encontrar en su esposa. Várenka tenía todo el encanto y la frescura de la juventud, pero no era una niña. Si le amaba, tenía que ser de una forma consciente, como corresponde a una mujer. Eso en primer lugar. En segundo: no sólo estaba lejos de ser una mujer mundana, sino que, según todos los indicios, le repugnaba la sociedad; ello no era óbice para que la conociera a fondo e hiciera gala de los modales de una muchacha bien educada, requisito indispensable para ser la compañera de su vida. En tercero: era religiosa, pero no como una niña, a la manera de Kitty, que era buena y religiosa por instinto; en su caso, las convicciones religiosas formaban la base de su vida. Hasta en los detalles más menudos Serguéi Ivánovich encontraba en Várenka todo lo que podía desear en una mujer: era pobre y estaba sola en el mundo, así que no traería consigo una numerosa parentela, cuya influencia se dejaría sentir en el hogar, como sucedía con Kitty; además, se lo debería todo a su marido, algo que también había deseado siempre para su futura vida conyugal. Y la muchacha, que reunía todas esas cualidades, le amaba. Serguéi Ivánovich era un hombre discreto. Pero no pudo por menos de darse cuenta. También él la amaba. La única pega era la edad. No obstante, la estirpe de la que procedía había dado numerosos ejemplos de una longevidad extraordinaria; de hecho, él todavía no tenía ni una cana, y nadie le habría echado más de cuarenta años. Además, ¿no había dicho la propia Várenka que sólo en Rusia se considera viejos a los hombres de cincuenta años, que en Francia se dice que un hombre de esa edad está dans la force de l’âge[3] y que uno de cuarenta es un jeune homme[4]? Por otro lado, ¿qué significaba la edad cuando se sentía tan joven de espíritu como hacía veinte años? ¿Acaso no era un rasgo de juventud el sentimiento que experimentaba ahora cuando, saliendo de nuevo a la linde del bosque por otro lado, veía a los rayos oblicuos del sol la graciosa figura de Várenka, con su vestido amarillo y su cesta al brazo, que pasaba, con sus andares ligeros, al pie del tronco de un viejo abedul? ¿O la emoción que se apoderó de él cuando la impresión que le había causado la aparición de Várenka se fundió con la sorprendente belleza del paisaje, un dorado campo de avena inundado de luz, y más allá el viejo bosque perdiéndose en lontananza, con manchas amarillentas que se desvanecían en la lejanía azul? Su corazón se estremecía de gozo. Estaba profundamente conmovido. Se dijo que la suerte estaba echada. Várenka, que acababa de inclinarse para coger una seta, se irguió con gesto ágil y echó un vistazo a su alrededor. Después de tirar el cigarro, Serguéi Ivánovich se acercó a ella con resolución.