Cuando Vronski regresó al hotel, no encontró a Anna en sus habitaciones. Según le dijeron, poco después de que él se fuera, había llegado una señora, en cuya compañía había salido. El hecho de que se hubiera marchado sin decirle adónde iba y aún no hubiera regresado, su desaparición esa mañana, sin avisarle, la extraña agitación que se reflejaba en su rostro por la mañana y el tono de hostilidad con que le había arrancado la fotografía de su hijo en presencia de Yashvín le obligaron a reflexionar. Llegó a la conclusión de que era necesario tener una explicación con ella y la esperó en el salón. Pero Anna no volvió sola; traía a una de sus tías, una vieja solterona, la princesa Oblónskaia. Era la señora que había ido a buscarla por la mañana y con la que había ido de compras. Sin reparar en la expresión preocupada e inquisitiva de Vronski, Anna se puso a hablarle en un tono muy animado de las cosas que había comprado. Vronski se dio cuenta de que le pasaba algo. Cuando los brillantes ojos de Anna se detenían en él por un instante, percibía una atención reconcentrada, y en sus palabras y ademanes advertía esa nerviosa premura y esa gracia que tanto le habían subyugado al comienzo de su relación, y que ahora le inquietaban y asustaban.
Pusieron la mesa para cuatro. Se habían reunido ya todos y estaban a punto de pasar al pequeño comedor cuando se presentó Tushkévich con un mensaje de Betsy para Anna. La princesa se disculpaba por no poder ir a despedirla. Según decía, estaba indispuesta. Pero rogaba a Anna que fuera a visitarla entre las seis y media y las nueve. Vronski trató de comunicarle con la mirada que el hecho de que la invitara a una hora determinada significaba que había tomado medidas para que no se encontrara con nadie; pero Anna pareció no reparar en ello.
—Lo siento, pero me es imposible ir a esa hora —dijo Anna con una sonrisa apenas perceptible.
—La princesa lo lamentará mucho.
—Yo también.
—Supongo que irá usted a oír a la Patti —dijo Tushkévich.
—¿A la Patti? Me ha dado usted una idea. Si pudiera conseguir un palco, iría.
—Yo puedo conseguírselo —afirmó Tushkévich.
—Se lo agradecería muchísimo —replicó Anna—. ¿No quiere usted quedarse a comer?
Vronski se encogió ligeramente de hombros. No entendía nada de lo que hacía Anna. ¿Por qué había traído a la anciana princesa? ¿Por qué invitaba a Tushkévich a comer? Y, lo más sorprendente de todo, ¿por qué le había pedido que le consiguiera un palco? ¿Acaso era posible en su situación presentarse en la ópera para oír a la Patti en día de abono? Se encontraría allí a todos sus conocidos. A la mirada severa que le dirigió, Anna respondió con otra provocativa, entre divertida y desesperada, cuyo significado no fue capaz de entender. Durante la comida ella se mostró exageradamente alegre. Era como si estuviera coqueteando con Tushkévich y Yashvín. Cuando se levantaron de la mesa y Tushkévich fue a buscarle la entrada para el palco, Yashvín y Vronski bajaron a las habitaciones de éste a fumar. Al cabo de un rato, Vronski volvió a subir. Anna ya se había preparado para salir. Llevaba un traje de seda de color claro, con adornos de terciopelo y escote muy pronunciado, que había encargado en París. Una mantilla blanca de rico encaje enmarcaba su rostro, realzando su deslumbrante belleza.
—¿De verdad se propone usted ir al teatro? —preguntó Vronski, tratando de no mirarla.
—¿Y por qué me lo pregunta con esa expresión atemorizada? —respondió Anna, ofendida de nuevo de que no la mirara—. No veo por qué no había de ir.
Era como si no hubiera entendido lo que él quería decirle.
—Claro, no hay ninguna razón para que no vaya —replicó Vronski, frunciendo el ceño.
—Eso es lo que digo yo —dijo Anna, fingiendo no reparar en el tono irónico de Vronski, mientras enrollaba con toda tranquilidad uno de sus largos guantes perfumados.
—¡Anna, por el amor de Dios! ¿Qué le pasa? —dijo Vronski, tratando de hacerla entrar en razón, recurriendo a las mismas palabras que solía emplear su marido en tales situaciones.
—No entiendo lo que pretende usted de mí.
—Sabe usted perfectamente que no puede ir.
—¿Por qué? No voy sola. La princesa Varvara me acompañará. Ha ido a vestirse.
Vronski se encogió de hombros, con una expresión en la que se entremezclaban la incredulidad y la desesperación.
—Pero es que no se da cuenta… —empezó a decir.
—¡No quiero saber nada! —le interrumpió Anna, casi gritando—. No quiero. ¿Acaso me arrepiento de lo que he hecho? No, no, y no. Si me encontrara en la misma situación, volvería a hacer lo mismo. Para nosotros, para usted y para mí, sólo cuenta una cosa: que nos amemos. Lo demás no tiene importancia. ¿Por qué vivimos aquí separados, sin vernos? ¿Por qué no puedo ir adonde me plazca? Te quiero, y lo demás me da lo mismo, siempre que no hayas cambiado —añadió en ruso, con un brillo peculiar en los ojos que Vronski no acertaba a comprender—. ¿Por qué no me miras?
Vronski levantó los ojos. Vio toda la belleza de su rostro y de su atavío, que tanto la favorecía. Pero en ese momento esa hermosura y esa elegancia era precisamente lo que le irritaba.
—Ya sabe usted que mis sentimientos no pueden cambiar, pero le ruego, le imploro que no vaya —replicó él en francés, con voz tierna y suplicante, pero con frialdad en la mirada.
Anna no reparó en sus palabras, sólo en sus ojos, y le respondió con enfado:
—Y yo le suplico que me diga por qué no debo ir.
—Porque puede causarle… —empezó, pero no terminó la frase.
—No entiendo nada. Yashvín n’est pas comprometant[20], y la princesa Varvara no es peor que otras. Aquí está.