Para Anna, uno de los objetivos del viaje a Rusia era ver a su hijo. Desde el día en que partió de Italia, la idea no había dejado de agitarla. Y, cuanto más se acercaba a San Petersburgo, mayor era su alegría y mayor importancia concedía a la entrevista. No se había preguntado cómo lo organizaría todo. Le parecía natural y sencillo ver a su hijo cuando estaba en la misma ciudad que él. Pero, una vez en San Petersburgo, cobró conciencia de cuál era su situación en la sociedad y comprendió que no iba a ser tan fácil arreglar las cosas.
Llevaba ya dos días en la ciudad. El recuerdo de su hijo no le abandonaba ni un instante. Le parecía que no tenía derecho a presentarse sin más en la casa, donde podía encontrarse con Alekséi Aleksándrovich. Cabía la posibilidad de que no la dejaran entrar y la ofendieran. Y la simple idea de escribir y ponerse en contacto con su marido se le antojaba insoportable: sólo podía conservar la tranquilidad mientras no pensara en él. Averiguar dónde iba su hijo de paseo y a qué horas y arreglárselas para contemplarlo de lejos no le bastaba. ¡Se había preparado tanto para ese encuentro, tenía tantas cosas que decirle! ¡Y cuánto deseaba besarlo y abrazarlo! La vieja niñera de Seriozha podía ayudarla, indicarle los pasos a seguir. Pero ya no vivía en la casa. Así pasó dos días, sumida en esas dudas, haciendo averiguaciones para encontrar a la niñera.
Al tercer día, cuando se enteró de la estrecha relación de Alekséi Aleksándrovich con la condesa Lidia Ivánovna, decidió escribirle una carta, a costa de grandes esfuerzos, en la que le decía deliberadamente que la decisión de permitirle ver a su hijo dependía de la generosidad de su marido. Sabía que, si la carta llegaba a su marido, lograría su objetivo: una vez adoptado el papel de hombre magnánimo, no lo abandonaría.
El mozo que llevó la carta le trajo la respuesta más cruel e inesperada: no había contestación. Nunca se había sentido más humillada que cuando, después de llamar al mozo, escuchó un relato detallado de cómo le habían hecho esperar y luego le habían dicho que no había respuesta. Anna se sintió humillada y ofendida, pero reconoció que, desde su punto de vista, la condesa Lidia Ivánovna tenía razón. Su pena era aún más grande porque debía soportarla sola. No podía ni quería compartirla con Vronski. Sabía que para él, a pesar de que era la principal causa de su desgracia, la entrevista con su hijo carecía de la menor importancia. Sabía que jamás sería capaz de comprender la hondura de su sufrimiento y que lo aborrecería por el tono frío que emplearía al hablar de la cuestión. Y eso era lo que más temía en el mundo. Por ello le ocultaba todo lo que tenía que ver con su hijo.
Pasó todo el día en su habitación, meditando en el modo de arreglar una entrevista con su hijo, y al final acabó decantándose por escribir a su marido. Ya estaba redactando la carta cuando le trajeron la respuesta de Lidia Ivánovna. Había aceptado resignada el silencio de la condesa, pero esa nota, con todo lo que se sobrentendía entre líneas, la sublevó muchísimo. Tan cruel le pareció la malevolencia de la condesa, en comparación con su apasionado y legítimo amor de madre, que se indignó con los demás y dejó de acusarse a sí misma.
«¡Qué frialdad! ¡Qué hipocresía! —se decía—. ¡Sólo quieren ofenderme y atormentar al niño! Pero ¡no lo voy a permitir! ¡Qué se han creído! Ella es peor que yo. Al menos yo no finjo». Y decidió que al día siguiente, el cumpleaños de Seriozha, iría sin avisar a casa de su marido, sobornaría o engañaría a los criados, vería a su hijo costara lo que costase y acabaría de una vez con las horribles mentiras que le habían contado.
Fue a una tienda de juguetes, compró un montón de regalos y trazó un plan de acción. Iría por la mañana temprano, a las ocho, pues a esa hora Alekséi Aleksándrovich seguramente no se habría levantado. Llevaría dinero en la mano para el portero y el criado, para que la dejaran pasar; sin levantarse el velo les diría que iba de parte del padrino de Seriozha para felicitarle por su cumpleaños y que le habían encargado que pusiese los juguetes al lado de la cama del niño. No había preparado las palabras que le dirigiría a su hijo. Por más que lo pensaba, no se le ocurría nada.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, se apeó de un coche de alquiler, se acercó a la enorme entrada de su antigua casa y llamó al timbre.
—Vete a ver qué quiere. Es una señora —dijo Kapitónich, aún sin vestir, con los chanclos y el abrigo, asomándose a la ventana y distinguiendo al lado de la puerta la figura de una mujer, cubierta con un velo.
En cuanto el ayudante del portero, un muchacho desconocido para Anna, abrió la puerta, ésta se coló dentro, sacó del manguito un billete de tres rublos y se lo puso apresuradamente en la mano.
—Seriozha… Serguéi Alekséievich —dijo, y siguió adelante.
Después de echar un vistazo al billete, el ayudante la detuvo en el umbral de la puerta acristalada.
—¿A quién quiere ver? —preguntó.
Anna no escuchó sus palabras y no le respondió.
Al notar la turbación de la desconocida, Kapitónich en persona salió a su encuentro, la dejó pasar y le preguntó qué deseaba.
—Vengo a ver a Serguéi Alekséievich de parte del príncipe Skorodúmov —dijo.
—Todavía no se ha levantado —repuso el portero, mirándola con atención.
Anna no había esperado que el vestíbulo de la casa en la que había vivido nueve años, cuyo aspecto no había cambiado lo más mínimo, pudiera causarle una impresión tan fuerte. Los recuerdos, unos alegres, otros tristes, se sucedían en cascada, y por un instante se olvidó de la razón por la que se encontraba allí.
—¿Quiere esperar? —le preguntó Kapitónich, ayudándola a quitarse el abrigo de piel.
A continuación la miró a la cara, la reconoció y, sin decir palabra, le hizo una profunda reverencia.
—Haga el favor de pasar, excelencia —añadió.
Anna intentó decir algo, pero le falló la voz. Después de dirigir al anciano una mirada culpable y suplicante, subió las escaleras con pasos rápidos y ligeros. Kapitónich, doblado en dos y tropezando con sus chanclos a cada paso, corrió tras ella, tratando de alcanzarla.
—Puede que el preceptor no esté vestido. Iré a avisarle.
Anna seguía subiendo por esa escalera tan conocida, sin entender lo que le decía el anciano.
—Por ahí, a la izquierda, haga el favor. Perdone este desorden. Ahora tiene su habitación en el antiguo saloncito —decía el portero, sin aliento—. Espere un momento, excelencia, se lo ruego —añadió, al tiempo que entreabría una puerta alta y desaparecía al otro lado. Anna se detuvo y se quedó esperando—. Acaba de despertarse —dijo el portero, saliendo.
En el momento en que el portero pronunciaba esas palabras, Anna oyó un bostezo, y ese sonido le bastó para reconocerlo y para representárselo como si lo tuviese allí delante.
—¡Déjeme, déjeme! ¡Váyase! —exclamó, precipitándose en la habitación.
A la derecha de la puerta, sentado en la cama, un niño, vestido sólo con una camisa desabrochada, el cuerpo inclinado hacia delante, se estiraba y bostezaba.
—¡Seriozha! —susurró Anna, acercándose sin hacer ruido.
Durante la separación, en esos arrebatos de amor maternal de los últimos tiempos, se lo había imaginado como un niño de cuatro años, pues nunca su cariño había sido tan intenso como cuando tenía esa edad. Ahora no se parecía siquiera al niño que había dejado. Guardaba menos semejanzas aún con un niño de cuatro años, había crecido y adelgazado. ¿Qué le había pasado? ¡Qué chupada tenía la cara! ¡Qué cortos los cabellos! ¡Qué largas las manos! ¡Cómo había cambiado desde la última vez que lo vio! Pero era él, la forma de la cabeza era la misma, y también los labios, el delicado cuello, los anchos hombros.
—¡Seriozha! —le dijo Anna, al oído.
El niño, con el cabello enmarañado, volvió a incorporarse, apoyándose en los codos, movió la cabeza a uno y otro lado, como buscando algo, y abrió los ojos. Durante unos segundos miró en silencio, con aire inquisitivo, a su madre, que estaba inmóvil delante de él. Luego sonrió beatíficamente, cerró de nuevo los ojos adormilados y se inclinó, pero no hacia atrás, sino hacia los brazos de ella.
—¡Seriozha! ¡Mi niño querido! —exclamó Anna, casi sin aliento, rodeando con sus brazos ese cuerpo gordezuelo.
—¡Mamá! —dijo el niño, moviéndose entre las manos de su madre, para que le tocara por todas las partes del cuerpo.
Sonriendo medio dormido, los ojos siempre cerrados, apoyó sus rollizas manitas en la cabecera de la cama, luego apretó la espalda de su madre, envolviéndola en ese agradable olor y esa tibieza que sólo tienen los niños dormidos, y empezó a frotarse la cara contra el cuello y los hombros de ésta.
—Lo sabía —dijo, abriendo los ojos—. Hoy es mi cumpleaños. Sabía que vendrías. Voy a levantarme ahora mismo.
Y, mientras pronunciaba esas palabras, volvió a quedarse adormilado.
Anna lo contemplaba con avidez. Veía cuánto había crecido y cambiado en su ausencia. Reconocía sólo a medias sus piernas desnudas, tan largas ahora, que asomaban por debajo de la manta; reconocía sus mejillas enflaquecidas, los ricitos sobre la nuca, que tan a menudo solía besar. Y lo acariciaba sin poder pronunciar palabra, ahogada por los sollozos.
—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó Seriozha, despierto ya del todo—. Mamá, ¿por qué lloras? —gritó con voz quejumbrosa.
—Ya no voy a llorar más… Lloro de alegría. Hacía mucho que no te veía. No voy a llorar más, no voy a llorar más —dijo, tragándose las lágrimas y dándose la vuelta—. Bueno, ahora vístete —añadió, recobrando la serenidad, tras una breve pausa, y, sin soltarle las manos, se sentó al lado de la cama, en una silla en la que el niño tenía preparada ya la ropa—. ¿Cómo te las has arreglado para vestirte cuando no estaba yo? ¿Cómo…? —Intentó hablar con sencillez y alegría, pero no fue capaz y de nuevo se dio la vuelta.
—No me lavo con agua fría. Papá me ha dicho que no lo haga. ¿No has visto a Vasili Lukich? Vendrá en seguida. ¡Te has sentado en mi traje!
Y Seriozha se rio a carcajadas.
Anna lo miró y sonrió.
—¡Mamá! ¡Mamaíta querida! —gritó, abalanzándose otra vez sobre ella y abrazándola. Era como si sólo al verla sonreír hubiera comprendido plenamente lo que estaba pasando—. ¿Para qué llevas esto? —preguntó, quitándole el sombrero. Y, al verla con la cabeza descubierta, se arrojó otra vez en sus brazos para besarla.
—¿Qué te creías? ¿Que había muerto?
—Nunca lo he creído.
—¿No lo has creído, cariño?
—¡Sabía que no era verdad! ¡Lo sabía! —exclamó el niño, repitiendo su frase favorita, y, cogiendo la mano que acariciaba sus cabellos, apretó la palma contra su boca y la cubrió de besos.