X

Cuando le entregaron las tarjetas del conde Vronski y de Goleníschev, el pintor Mijáilov estaba trabajando, como siempre. Había pasado la mañana en el estudio, ocupándose del gran cuadro. Al volver a casa se había enfadado con su mujer porque no había sabido aplacar a la dueña de la casa, que les reclamaba el dinero del alquiler.

—Te he dicho veinte veces que no discutas con ella. Si ya eres estúpida, cuando te pones a dar explicaciones en italiano te vuelves tonta de remate —dijo, después de una larga disputa.

—¿Y por qué no le has pagado cuando debías? Yo no tengo la culpa. Si tuviera dinero…

—¡Déjame en paz, por el amor de Dios! —exclamó Mijáilov con la voz ahogada por los sollozos, y, tapándose las orejas, entró en su cuarto de trabajo, separado por un tabique, y cerró la puerta. «¡Será necia!», se dijo. A continuación se sentó a la mesa, abrió una carpeta y se puso a trabajar con particular entusiasmo en un dibujo que había empezado.

Nunca trabajaba con tanto brío y pericia como cuando las cosas iban mal y, sobre todo, cuando discutía con su mujer.

«¡Ah, ojalá se fuera todo al diablo! —pensaba, sin abandonar su labor. Estaba dibujando la figura de un hombre presa de un ataque de ira. Ya había hecho antes ese mismo dibujo, pero no había quedado satisfecho de los resultados—. No, el otro era mejor… ¿Dónde estará?». Se dirigió a la habitación de su mujer y, con el ceño fruncido, sin mirarla, le preguntó a su hija mayor dónde estaba el papel que le había dado. Por fin encontraron la hoja con el dibujo descartado, pero estaba sucio y manchado de cera. De todos modos lo cogió, lo puso sobre la mesa, retrocedió unos pasos, entornó los ojos y se lo quedó mirando. De pronto sonrió y levantó las manos con alegría.

—¡Eso es, eso es! —dijo y, cogiendo con premura un lápiz, se puso a trazar líneas sin parar. Una mancha de cera había modificado el aspecto del hombre.

Mientras alteraba los rasgos de la figura, se acordó de pronto del rostro enérgico, de mentón prominente, del comerciante al que le compraba los cigarros y trató de reproducirlos en el papel. Se echó a reír con alegría. De repente una figura muerta e inventada cobró tanta vida que ya no era posible cambiarla. Era una figura viva, definida de manera precisa y rotunda. Se podía modificar el dibujo de acuerdo con las exigencias de la figura; se podía e incluso se debía alterar la postura de las piernas, cambiar por completo la posición del brazo izquierdo, echar los cabellos hacia atrás. Pero, al hacer las correcciones, no cambió la figura; se limitó a desechar lo que la ocultaba. Era como si hubiera retirado un velo que impedía verla en su plenitud. Cada nuevo rasgo revelaba mejor que antes la figura en su conjunto, con toda su energía y su vigor, tal como se le había aparecido de pronto gracias a esa mancha de cera. Estaba dando, con el mayor cuidado, los últimos retoques a la figura, cuando le trajeron las tarjetas.

—¡Ya voy, ya voy!

Pasó a la habitación de su mujer.

—¡Bueno, Sasha, no te enfades! —le dijo, acompañando sus palabras de una sonrisa tierna y tímida—. La culpa es tanto tuya como mía. Pero ya me encargaré yo de arreglarlo.

Y, una vez reconciliado con su mujer, se puso un abrigo de color aceituna, con cuello de terciopelo, se caló el sombrero y se dirigió al estudio. Ya se había olvidado de lo bien que le había quedado la figura. Sólo pensaba, con alegría y preocupación, en la visita de esos importantes personajes rusos, que habían llegado en coche.

En el fondo de su alma juzgaba que nadie había pintado nunca un cuadro como el que ahora estaba en el caballete. No es que creyera que su cuadro fuera mejor que todos los de Rafael, pero sabía que lo que había querido expresar en ese cuadro nadie lo había expresado antes. Estaba firmemente convencido de ello desde hacía mucho, desde que había empezado a pintarlo. En cualquier caso, concedía una importancia desmesurada a las opiniones ajenas, fueran las que fueran, que le sumían en un estado de profunda agitación. Cualquier apreciación, por insignificante que fuera, que le confirmara la sospecha de que los críticos veían en su cuadro al menos una mínima parte de lo que él veía, le conmovía hasta el fondo de su alma. Atribuía a sus jueces una capacidad de penetración mucho mayor que la suya, y siempre esperaba que le revelaran algo que él no había sabido ver en su cuadro. Y ésa era la impresión que solían dejarle los comentarios de las personas que visitaban su taller.

Se acercaba con paso rápido a la puerta de su estudio y, a pesar de su agitación, se quedó sorprendido de la suave luminosidad de la figura de Anna que, en la penumbra de la entrada, escuchaba las palabras vehementes de Goleníschev y, al mismo tiempo, parecía examinar de lejos al artista. Ni él mismo se dio cuenta de cómo, al llegar a su lado, recibió y asimiló esa impresión, como le había pasado con la barbilla del comerciante que vendía cigarros, y la guardó en algún rincón de su cabeza para cuando la necesitara. Los visitantes, a quienes las palabras de Goleníschev habían predispuesto en contra del artista, quedaron aún más decepcionados cuando lo vieron. Mijáilov, hombre de estatura mediana, robusto, de andares bruscos, con su sombrero marrón, su abrigo de color aceituna y sus pantalones estrechos, cuando hacía ya tiempo que se llevaban holgados, y, sobre todo, con su cara ancha y ordinaria, y esa expresión en la que se entreveraban la timidez y el deseo de mostrarse digno, les causó una impresión desagradable.

—Hagan el favor de pasar —dijo, tratando de aparentar indiferencia, y, al entrar en el zaguán, sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta.