XXIII

La herida de Vronski era peligrosa, aunque no le había alcanzado el corazón. Pasó varios días entre la vida y la muerte. Cuando estuvo en condiciones de hablar por primera vez, sólo Varia, la esposa de su hermano, se hallaba en la habitación.

—¡Varia! —dijo, mirándola con severidad—. Se me disparó la pistola. Díselo así a todo el mundo, por favor. Y no vuelvas a hablar de esta historia, es demasiado ridícula.

Sin responder a sus palabras, Varia se inclinó sobre él y le miró a la cara con una alegre sonrisa. Los claros ojos del herido ya no tenían ese brillo de la fiebre, pero su expresión era severa.

—¡Gracias a Dios! —dijo Varia—. ¿Te duele algo?

—Un poco aquí. —Y Vronski señaló el pecho.

—Entonces te voy a cambiar el vendaje.

Vronski la miró en silencio, apretando sus fuertes mandíbulas, mientras la joven le cambiaba el vendaje. Cuando terminó, Vronski le dijo:

—No estoy delirando. Te ruego que hagas cuanto esté en tu mano para que la gente no piense que me he disparado a propósito.

—Nadie lo piensa. Lo único que espero es que el arma no se te vuelva a disparar —dijo Varia con una sonrisa inquisitiva.

—No creo que vuelva a pasar. Más habría valido…

Y sonrió con aire sombrío.

A pesar de estas palabras y esta sonrisa, que tanto asustaron a Varia, cuando la inflamación desapareció y empezó a restablecerse, Vronski sintió que se había liberado de una parte de sus penas. Era como si con ese acto se hubiera desembarazado de la vergüenza y la humillación que le embargaban antes. Ahora podía pensar con calma en Alekséi Aleksándrovich. Reconocía su magnanimidad sin sentirse humillado. Además, había vuelto a la senda de su vida de antaño. Era capaz de mirar a la gente a la cara sin azorarse y había vuelto a vivir con arreglo a sus viejas costumbres. Sólo había una cosa que no había podido arrancar de su corazón, a pesar de sus denodados esfuerzos: el dolor, casi la desesperación, de haberla perdido para siempre. Ahora que había expiado su culpa ante el marido, estaba firmemente decidido a renunciar a ella, a no interponerse nunca entre la esposa arrepentida y su marido. Pero no podía arrancar de su corazón la pena de haber perdido su amor ni podía borrar de su recuerdo esos instantes de felicidad que había conocido a su lado, tan poco apreciados entonces y que ahora le perseguían con su encanto.

Serpujovski le había conseguido un destino en Tashkent y Vronski lo había aceptado sin la menor vacilación. Pero, a medida que se acercaba el momento de la partida, el sacrificio que estaba ofreciendo a lo que consideraba su deber se le hacía más duro.

La herida ya había cicatrizado y empezó a salir de casa para ocuparse de los preparativos del viaje a Tashkent.

«Verla una vez más y luego enterrarme, morir», pensaba. Y, en una visita que hizo a Betsy para despedirse, le expresó su deseo. Con esa embajada fue Betsy a casa de Anna, y después se reunió con Vronski para comunicarle la respuesta negativa.

«Tanto mejor —se dijo Vronski, cuando recibió la noticia—. Era una debilidad que habría acabado con mis últimas fuerzas».

Al día siguiente por la mañana Betsy en persona fue a verle y le anunció que, según le había contado Oblonski, Alekséi Aleksándrovich aceptaba la solución del divorcio; por tanto, no había ningún inconveniente en que visitara a Anna.

Desentendiéndose de Betsy, a la que ni siquiera acompañó a la puerta, rechazando todas sus resoluciones anteriores y olvidándose de preguntar cuándo podía ver a Anna y dónde se encontraba su marido, Vronski se dirigió sin pérdida de tiempo a casa de los Karenin. Subió a toda prisa la escalera, sin ver lo que tenía delante, y con pasos rápidos, casi corriendo, entró en la habitación de Anna. Una vez allí, sin pensar en nada ni preocuparse de la posible presencia de un tercero, la abrazó y empezó a cubrir de besos su rostro, sus manos y su cuello.

Anna se había preparado para esa entrevista, había meditado en lo que le diría, pero no tuvo tiempo de pronunciar palabra. Se sintió arrebatada por la misma pasión que Vronski. Quiso calmarle y calmarse ella misma, pero ya era demasiado tarde. Vronski le había contagiado sus sentimientos. Sus labios temblaban de tal modo que durante un buen rato no fue capaz de hablar.

—Sí, te pertenezco, soy tuya —pronunció por fin, apretando las manos de Vronski contra su pecho.

—¡Así tenía que ser! —replicó él—. Y así será mientras vivamos. Ahora lo sé.

—Es verdad —dijo Anna, palideciendo cada vez más y abrazando la cabeza de Vronski—. En cualquier caso, ¿no resulta todo esto un poco terrible después de lo que ha sucedido?

—Todo pasará, todo pasará. ¡Seremos tan felices! Si nuestro amor pudiera crecer, crecería gracias precisamente a lo que tiene de terrible —contestó Vronski, levantando la cabeza y esbozando una sonrisa que dejó al descubierto sus fuertes dientes.

Y Anna no pudo por menos de responder con una sonrisa, no tanto a las palabras de Vronski, como a sus ojos enamorados. Le cogió la mano y se acarició con ella las mejillas frías y los cabellos cortos.

—No te reconozco con esos cabellos tan cortos. Te quedan muy bien. Pareces un muchacho. Pero ¡qué pálida estás!

—Sí, aún estoy muy débil —repuso Anna con una sonrisa. Y sus labios volvieron a temblar.

—Iremos a Italia, te restablecerás.

—¿Es posible que podamos vivir como marido y mujer, solos los dos? —preguntó Anna, mirándole a los ojos a muy poca distancia.

—Lo único que me sorprende es que alguna vez haya podido ser de otra manera.

—Me ha dicho Stiva que él consiente en todo, pero no puedo aceptar su magnanimidad —dijo Anna con aire pensativo, apartando la mirada del rostro de Vronski—. No quiero el divorcio, ahora me da todo igual. Lo que no sé es lo que va a decidir con respeto a Seriozha.

A Vronski no le entraba en la cabeza que en un instante así Anna pudiera sacar a colación el tema de su hijo y del divorcio. ¿Qué podía importar eso?

—Déjalo, no pienses en esas cosas —dijo, dándole la vuelta a su mano y tratando de atraer su atención, pero Anna no le miraba.

—¡Ah! ¿Por qué no me habré muerto? ¡Habría sido lo mejor! —exclamó, y unas lágrimas se deslizaron en silencio por sus mejillas. No obstante, trató de sonreír para no apenarlo.

De haberse atenido a sus antiguas ideas, Vronski habría considerado imposible e ignominioso renunciar a un destino como Tashkent, tan peligroso y halagador. Ahora, en cambio, lo rechazó sin vacilar y, advirtiendo que sus superiores desaprobaban su conducta, pidió inmediatamente el retiro.

Al cabo de un mes, Alekséi Aleksándrovich se quedó solo en su casa con su hijo. En cuanto a Anna y Vronski, partieron para el extranjero, sin obtener el divorcio, al que habían renunciado definitivamente.