XXII

Stepán Arkádevich entró en el despacho de Alekséi Aleksándrovich con la expresión un tanto solemne con que solía ocupar el sillón presidencial de la Audiencia. Alekséi Aleksándrovich, con las manos a la espalda, recorría la habitación, pensando en lo mismo que Oblonski había estado hablando con su hermana.

—¿Te molesto? —preguntó Stepán Arkádevich, turbándose de pronto al ver a su cuñado, algo que le sucedía rara vez. Para disimularlo, sacó una petaca de cierre especial que había comprado recientemente, olió la piel y extrajo un cigarrillo.

—No. ¿Puedo servirte en algo? —respondió Alekséi Aleksándrovich de mala gana.

—Sí, quería… necesitaba… Sí, necesitaba hablar contigo —dijo Stepán Arkádevich, sorprendido del inusitado azoramiento que le embargaba. Ese sentimiento era tan extraño e inesperado que Oblonski no reconoció la voz de su conciencia, que le prevenía de que iba a cometer una mala acción. Haciendo un esfuerzo, consiguió vencer la timidez que se había apoderado de él—. No creo necesario decirte lo mucho que quiero a mi hermana y el afecto y el respeto que te profeso a ti —dijo, ruborizándose. Alekséi Aleksándrovich se detuvo y, aunque no dijo nada, su expresión de víctima resignada sorprendió a Oblonski—. Me disponía… Quería hablar contigo de mi hermana y de vuestra situación —prosiguió Stepán Arkádevich, sin lograr desembarazarse de ese apocamiento tan insólito.

Alekséi Aleksándrovich miró a su cuñado con una sonrisa triste y, sin pronunciar palabra, se acercó a la mesa, cogió una carta inacabada y se la tendió.

—No dejo de pensar en esa cuestión. Y al final me he decidido a escribir esto, pensando que me expresaría mejor por escrito, ya que mi presencia la irrita —dijo.

Stepán Arkádevich cogió la carta, contempló con incrédulo asombro los ojos turbios de su cuñado, fijos en los suyos, y empezó a leer:

Me doy cuenta de que mi presencia le molesta. Por penoso que me resulte reconocerlo, entiendo que es así y que no puede ser de otra manera. No la culpo. Dios es testigo de que, durante su enfermedad, tomé la firme resolución de olvidar todo lo que ha pasado entre nosotros y empezar una nueva vida. No me arrepiento ni me arrepentiré nunca de lo que hice entonces. Sólo deseaba su bien, el bien de su alma. Pero ahora veo que no lo he conseguido. Dígame usted misma qué puedo hacer para que se sienta de verdad feliz y recupere la paz interior. Me someto por entero a su voluntad y a su sentido de la justicia.

Stepán Arkádevich devolvió la carta a su cuñado y lo contempló con la misma perplejidad de antes, sin saber qué decir. El silencio les resultaba tan penoso a ambos que los labios de Oblonski se vieron sacudidos por un temblor involuntario, mientras miraba a Karenin sin pronunciar palabra.

—Esto es lo que quería decirle a Anna —dijo Alekséi Aleksándrovich, dándose la vuelta.

—Sí, sí… —replicó Stepán Arkádevich, incapaz de añadir nada más, porque las lágrimas le ahogaban—. Sí, sí. Le entiendo —consiguió pronunciar al fin.

—Me gustaría saber qué es lo que quiere —dijo Alekséi Aleksándrovich.

—Me temo que no se hace cargo de su situación. Ahora mismo es incapaz de juzgar —añadió Stepán Arkádevich, recobrando el dominio de sí mismo—. Se siente abrumada, literalmente abrumada, por tu generosidad. Si lee esta carta, no será capaz de decir nada y se limitará a agachar aún más la cabeza.

—En ese caso, ¿cómo explicar…? ¿Cómo saber lo que quiere?

—Si me permites que te dé mi opinión, creo que te corresponde a ti señalar claramente las medidas que consideras necesarias para acabar con esta situación.

—Entonces, ¿crees que todo esto debe terminar? —le interrumpió Alekséi Aleksándrovich—. Pero ¿cómo? —añadió, pasándose la mano por los ojos con un gesto muy poco habitual en él—. No veo ninguna salida.

—No hay situación que no la tenga —dijo Stepán Arkádevich, poniéndose en pie, ya más animado—. Hace algún tiempo pensaste en la posibilidad de divorciarte… Si estás convencido de que no podéis ser felices juntos…

—La felicidad se puede entender de distintas maneras. Pero supongamos que estoy de acuerdo con todo, que no quiero nada. ¿Qué salida puede tener nuestra situación?

—Si quieres saber mi opinión —dijo Stepán Arkádevich con la misma sonrisa, dulce y tierna como la leche de almendras, con la que se había dirigido antes a Anna, una sonrisa tan bondadosa y convincente que, sin querer, Alekséi Aleksándrovich reconoció su debilidad, se sometió a su cuñado y se mostró dispuesto a creer en todo lo que dijera—, Anna nunca confesará lo que quiere. Pero sólo puede desear una cosa —prosiguió Stepán Arkádevich—: romper esta relación, librarse de todos los recuerdos ligados a ella. Creo que, dada vuestra situación, es indispensable que aclaréis cuál va a ser vuestra relación a partir de ahora. Y eso sólo podrá lograrse cuando ambos recobréis vuestra libertad.

—El divorcio —le interrumpió Alekséi Aleksándrovich con repugnancia.

—Sí, eso es lo que creo yo. El divorcio. Sí, el divorcio —repitió Stepán Arkádevich, ruborizándose—. Es, desde todos los puntos de vista, la salida más razonable para un matrimonio que ha llegado a una situación como la vuestra. ¿Qué hacer cuando marido y mujer han llegado a la conclusión de que es imposible seguir viviendo juntos? Es algo que siempre puede suceder. —Exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos—. Lo único que hay que tomar en consideración en este caso es lo siguiente: ¿desea uno de los cónyuges contraer matrimonio de nuevo? En caso de que no sea así, la cosa es muy sencilla —añadió, liberándose cada vez más de la timidez que le había atenazado.

Alekséi Aleksándrovich, con los rasgos alterados por la emoción, murmuró algo para sus adentros, pero no respondió. Eso que a Stepán Arkádevich le parecía tan sencillo lo había pensado él miles y miles de veces. Y no sólo no le parecía sencillo, sino completamente imposible. Ahora que estaba al tanto de todos los detalles del divorcio, la solución se le antojaba impensable, porque el sentimiento de su propia dignidad y el respeto a la religión no le permitían asumir la culpabilidad de un adulterio ficticio y menos aún tolerar que su mujer, a quien había perdonado y seguía queriendo, se cubriera de oprobio y de ignominia. También le parecía inviable por otras razones aún más importantes.

¿Qué sería de su hijo si se divorciaban? No sería posible confiárselo a su madre. La madre divorciada tendría una familia ilegítima, en cuyo seno la situación del hijastro sería probablemente mala, como también su educación. ¿Quedarse él con el niño? Sabía que eso sería un acto de venganza y no quería llegar a esos extremos. Pero la causa principal por la que se oponía al divorcio era que, si aceptaba esa solución, causaría la perdición de Anna. Una de las frases que Daria Aleksándrovna le había dicho en Moscú le había llegado al fondo del alma; a saber, que al pedir el divorcio sólo tenía en cuenta sus propios intereses y no se daba cuenta de que estaba causando la ruina definitiva de su mujer. Y ahora, relacionando esas palabras con su perdón y su cariño por los niños, las interpretaba a su manera. Si aceptaba el divorcio, si le concedía la libertad, la estaría privando, en su opinión, de los últimos vínculos que la unían a la vida de sus hijos, a los que tanto quería, arrebatándole el último apoyo con que contaba para seguir por la senda del bien y empujándola al abismo. Sabía que, en cuanto se convirtiera en una mujer divorciada, se uniría a Vronski, y esas relaciones serían ilegítimas y culpables porque, según las leyes de la Iglesia, una mujer no puede volver a casarse mientras el marido viva. «Se unirá a Vronski, y al cabo de uno o dos años la abandonará, o ella se juntará con otro —pensaba Alekséi Aleksándrovich—. Si acepto ese divorcio ilícito, seré el culpable de su ruina». Se había dicho todo eso cientos de veces y estaba convencido de que el divorcio, lejos de ser un asunto sencillo, como había dicho su cuñado, era completamente imposible. No creía en ninguna de las palabras de Stepán Arkádevich, tenía miles de argumentos para refutar cada una de sus aseveraciones, pero le escuchaba, pues de algún modo se daba cuenta de que por su boca se expresaba esa fuerza bruta y todopoderosa que guiaba su vida y a la que tendría que someterse.

—Aquí lo único que cabe discutir son las condiciones que aceptarías para conceder el divorcio. Ella no quiere nada, no se atreve a pedir nada, y se somete por entero a tu magnanimidad.

«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué este castigo?», pensaba Alekséi Aleksándrovich, recordando los detalles del divorcio en que el marido asume la culpa y cubriéndose la cara avergonzado, con el mismo gesto al que había recurrido Vronski.

—Estás alterado, lo entiendo. Pero si lo piensas un poco…

«Presentar la mejilla izquierda a quien te ha golpeado la derecha. Entregar la camisa a quien te ha arrebatado el abrigo», pensó Alekséi Aleksándrovich.

—¡Sí, sí! —gritó con voz chillona—. Cargaré con toda la vergüenza, hasta renunciaré a mi hijo, pero… ¿no sería mejor dejar las cosas como están? En cualquier caso, haz lo que quieras…

Y, dándole la espalda a su cuñado, para que no pudiera verle, se sentó en una silla que había al pie de la ventana. Sentía vergüenza y amargura, pero también alegría y emoción ante ese ejemplo sublime de humildad.

Stepán Arkádevich estaba conmovido y guardaba silencio.

—Alekséi Aleksándrovich, créeme cuando te digo que Anna apreciará tu magnanimidad —dijo—. Por lo visto, tal es la voluntad de Dios —añadió. Nada más pronunciar esas palabras, se dio cuenta de que acababa de decir una estupidez y a duras penas pudo contener una sonrisa.

Alekséi Aleksándrovich quiso replicar algo, pero las lágrimas se lo impidieron.

—Es una desgracia fatal y así hay que aceptarla. Yo me la tomo como un hecho consumado y trato de ayudaros en lo que puedo —dijo Stepán Arkádevich.

Al salir del despacho de su cuñado, estaba conmovido, pero al mismo tiempo se sentía satisfecho de haber cumplido su misión, pues estaba convencido de que Alekséi Aleksándrovich no se echaría atrás. Y a tal satisfacción venía a sumarse una idea que le había venido a la cabeza: cuando concluyera todo el asunto, le haría la siguiente pregunta a su mujer y a sus íntimos: «¿En qué nos diferenciamos el emperador y yo? En que él establece alianzas y nadie se beneficia, mientras yo rompo alianzas y se benefician tres personas… O bien: ¿en qué nos parecemos el soberano y yo? En que… Bueno, ya se me ocurrirá algo mejor», se dijo con una sonrisa.