Después de despedir a Betsy en la sala, Alekséi Aleksándrovich volvió a la habitación de su mujer. Anna estaba tumbada, pero, al oír los pasos de su marido, se apresuró a adoptar la misma postura de antes y lo miró asustada. Karenin se dio cuenta de que había estado llorando.
—Te agradezco mucho tu confianza en mí —dijo con voz sumisa, repitiendo en ruso el mismo comentario que había hecho en francés a Betsy, y a continuación se sentó a su lado. Cuando se dirigía a ella en ruso y la tuteaba, Anna sentía una irritación irreprimible—. Y te agradezco mucho la decisión que has tomado. También yo considero que, ya que se marcha, no hay ninguna razón para que el conde Vronski venga por aquí. En cualquier caso…
—Ya he dicho lo que tenía que decir. ¿Para qué repetirlo? —le interrumpió de pronto Anna, incapaz de dominar su irritación.
«No hay ninguna razón para que un hombre se despida de la mujer a la que ama —pensó—, por la que ha intentado matarse y ha arruinado su vida, y que no puede vivir sin él. ¡No hay ninguna razón!».
Apretó los labios y clavó sus ojos brillantes en las manos de venas protuberantes de su marido, que se las frotaba lentamente.
—No volvamos a hablar nunca de este tema —añadió, ya más tranquila.
—Te he dejado resolver ese asunto, y me alegra mucho ver… —empezó Karenin.
—Que mis deseos coinciden con los tuyos —se apresuró Anna a concluir la frase. Le molestaba que su marido hablara tan despacio cuando ella sabía de antemano todo lo que iba a decir.
—Sí —corroboró Karenin—, y la princesa Tverskaia no tiene ningún derecho a inmiscuirse en asuntos familiares tan complejos. Sobre todo ella que…
—No concedo ningún crédito a esas murmuraciones —le interrumpió Anna—. Lo único que sé es que me profesa un afecto sincero.
Alekséi Aleksándrovich suspiró y guardó silencio. Anna jugueteaba inquieta con las borlas de su bata y lo miraba con esa dolorosa sensación de repulsión física que tanto se reprochaba, pero que no podía dominar. Lo único que deseaba en esos momentos era librarse de su odiosa presencia.
—Acabo de enviar a buscar al médico —dijo Alekséi Aleksándrovich.
—¿Para qué? Ya me encuentro bien.
—La niña no deja de gritar. Me han dicho que la nodriza tiene poca leche.
—¿Por qué no me dejaste que le diera el pecho cuando te lo pedí? Pero da igual. —Alekséi Aleksándrovich entendió lo que significaba ese «da igual»—. Es una criaturita y la dejarán morir. —Llamó y pidió que le llevaran a la niña—. Pedí que me dejaran darle el pecho, no me lo permitieron y ahora me echan la culpa.
—No te echo la culpa…
—¡Sí que me la echas! ¡Dios mío! ¿Por qué no me habré muerto? —Y estalló en sollozos—. Perdóname, estoy nerviosa y no sé lo que digo —dijo, recobrando la serenidad—. Pero te ruego que te vayas…
«No, esto no puede seguir así», se dijo con resolución Alekséi Aleksándrovich al salir de la habitación.
Jamás se le había revelado con tanta claridad como ahora la imposibilidad de prolongar esa situación ante los ojos del mundo, el odio que su mujer sentía por él y, en general, el poder de esa fuerza misteriosa y brutal que, oponiéndose a las aspiraciones de su alma, guiaba su vida y exigía la plasmación de su voluntad y un cambio en las relaciones con su mujer. Se daba perfecta cuenta de que el mundo entero y su mujer exigían algo de él, pero no sabía exactamente qué. Y, como consecuencia, notaba que en su alma iba creciendo un sentimiento de ira que destruía su serenidad y todo el mérito de su hazaña. Consideraba que para Anna sería mejor romper cualquier contacto con Vronski; pero si ellos mismos lo juzgaban imposible, estaba dispuesto a tolerar de nuevo la relación, con tal de que el honor de los niños no sufriera el menor menoscabo, de que no le privaran de su compañía y de que no le obligaran a cambiar su situación. Por mala que fuera esa solución, era preferible a una ruptura, que colocaría a Anna en una situación vergonzosa y desesperada, y a él le privaría de todo cuanto amaba. Pero se sentía impotente. Sabía por anticipado que todo estaba en su contra, que no le dejarían hacer lo que ahora le parecía tan natural y justo; al contrario, le obligarían a dar pasos equivocados, pero que el mundo consideraba necesarios.