Alekséi Aleksándrovich volvió a su habitación solitaria, repasando involuntariamente en su memoria la impresión que le habían dejado las conversaciones entabladas durante la comida y la sobremesa. Las palabras que Daria Aleksándrovna había pronunciado sobre el perdón no habían conseguido más que enfadarle. Decidir si los preceptos cristianos podían aplicarse o no a su caso era una cuestión demasiado ardua de resolver, de la que no se podía hablar a la ligera, y a la que Alekséi Aleksándrovich había respondido de manera negativa hacía mucho tiempo. De todo lo que se había dicho, lo que más le había impresionado había sido un comentario de Turovtsin, ese hombre tan bondadoso como estúpido: «Se portó como un valiente. Lo desafió a duelo y lo mató». Por lo visto, todos compartían esa opinión, aunque por delicadeza se habían abstenido de manifestarlo.
«En cualquier caso, ya he tomado una decisión, así que no hay razón para seguir pensando en ese asunto», se dijo Alekséi Aleksándrovich.
Dándole vueltas a su inminente viaje y a las labores de inspección que le aguardaban, entró en su habitación y le preguntó al portero que le había acompañado dónde estaba su criado. Éste le informó de que acababa de salir. Alekséi Aleksándrovich le ordenó que le sirviese té, se sentó a la mesa, cogió el Froom[10], y se puso a trazar el itinerario de su viaje.
—Han llegado dos telegramas —dijo el criado, entrando en la habitación—. Perdone, excelencia, he salido un momentito.
Alekséi Aleksándrovich cogió los telegramas y los abrió. En el primero le comunicaban el nombramiento de Strémov para un puesto que ambicionaba para él. Arrojó el despacho y, enrojeciendo, se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación.
—Quos vult perdere dementat[11] —dijo, refiriéndose con ese quos a los responsables de ese nombramiento. No le disgustaba que no le hubieran concedido ese cargo, que hubieran pasado por encima de él, pero le parecía sorprendente e incomprensible que no se dieran cuenta de que ese charlatán de Strémov, que sólo sabía hacer frases, era el menos indicado para desempeñar ese puesto. ¿Cómo no comprendían que estaban labrando su propia ruina, comprometiendo su prestige?
«Será algo por el estilo», se dijo con amargura, al abrir el segundo despacho. Era un telegrama de su mujer. Lo primero que le saltó a la vista fue su firma, «Anna», trazada con lápiz azul. «Me muero. Le ruego, le suplico que venga. Moriré más tranquila con su perdón», leyó. Arrojó el telegrama con una sonrisa despectiva. En un primer momento le pareció evidente que se trataba de un engaño y una artimaña.
«No hay argucia de la que no sea capaz. Está a punto de dar a luz. Quizá se refiera a eso. Pero ¿qué es lo que pretende? Que reconozca al niño, comprometerme y evitar el divorcio —pensó—. Pero ahí dice que se está muriendo…». Volvió a leer el telegrama y de pronto le sorprendió el sentido exacto de lo que decía. «¿Y si fuera cierto? —se dijo—. ¿Y si en un momento de dolor, ante la cercanía de la muerte, se hubiera arrepentido de veras, y yo, pensando que se trata de un engaño, me niego a acudir? No sólo sería una crueldad, por la que todos me criticarían, sino también una estupidez».
—Piotr, llama un coche. Me voy a San Petersburgo —le dijo a su criado.
Alekséi Aleksándrovich había tomado la decisión de volver a San Petersburgo para ver a su mujer. Si la enfermedad era un engaño, se marcharía sin dirigirle la palabra. Pero, si estaba realmente grave, con un pie en la tumba, y deseaba verlo antes de morir, la perdonaría, en caso de encontrarla aún con vida. Y, si llegaba demasiado tarde, le rendiría los honores debidos.
Durante todo el camino no volvió a pensar en lo que haría.
Con una sensación de fatiga y suciedad, después de pasar la noche en el tren, Alekséi Aleksándrovich, rodeado de esa neblina matinal petersburguesa, avanzaba por la desierta avenida Nevski, con la mirada al frente, sin pensar en lo que le esperaba. No podía pensar en ello porque, cuando se imaginaba lo que iba a suceder, no podía desembarazarse de la idea de que esa muerte resolvería todas sus dificultades. Las panaderías, las tiendas cerradas, los coches nocturnos, los porteros que barrían las aceras pasaban como relámpagos ante sus ojos, y él se fijaba en todo para no seguir pensando en lo que le esperaba, para olvidarse de lo que no se atrevía a desear y sin embargo deseaba. Llegó a la puerta de su casa. En la entrada había un coche de alquiler y otro particular, con el cochero dormido. Al entrar en el vestíbulo, extrajo del rincón más recóndito de su cabeza una decisión, que formuló así: «Si es un engaño, mostrar una calma despectiva y marcharme. Si es verdad, guardar las apariencias».
Antes de que tuviera tiempo de llamar, el portero Petrov, a quien todos llamaban Kapitónich, le abrió la puerta; tenía un aspecto extraño con su vieja levita, sin corbata y en zapatillas.
—¿Cómo está la señora?
—Ayer dio a luz sin ningún contratiempo.
Alekséi Aleksándrovich se detuvo y palideció. En ese momento comprendió con toda claridad cuánto había deseado la muerte de Anna.
—¿Y de salud?
Kornéi, con el delantal que se ponía por las mañanas, bajó corriendo por la escalera.
—Muy mal —respondió—. Ayer hubo consulta de médicos. Uno de ellos está ahora arriba.
—Ocúpate de mi equipaje —dijo Alekséi Aleksándrovich y, sintiendo cierto alivio al oír que aún quedaba alguna esperanza de que muriera, entró en la antesala.
En la percha había un capote militar. Al reparar en él, Alekséi Aleksándrovich preguntó:
—¿Quién está en casa?
—El médico, la comadrona y el conde Vronski.
Alekséi Aleksándrovich pasó a las habitaciones interiores.
En el salón no había nadie. Al oír sus pasos, la comadrona salió del despacho de Anna con una cofia de cintas color lila. Se acercó a él y, con esa familiaridad que da la inminencia de la muerte, le cogió del brazo y lo condujo al dormitorio.
—¡Gracias a Dios que ha llegado usted! No hace más que llamarle —dijo.
—¡Traigan en seguida el hielo! —dijo el médico desde el dormitorio con voz imperiosa.
Alekséi Aleksándrovich entró en el despacho de Anna. A poca distancia de la mesa, sentado de lado en una silla baja, Vronski lloraba, cubriéndose el rostro con las manos. Al oír la voz del médico se levantó de un salto y apartó las manos de la cara. Cuando vio a Alekséi Aleksándrovich, se turbó tanto que volvió a sentarse, hundiendo la cabeza entre los hombros, como si deseara desaparecer en alguna parte. Pero acto seguido, haciendo un esfuerzo, se puso de pie y dijo:
—Se está muriendo. El médico ha dicho que no hay esperanzas. Estoy a su disposición, pero permítame que me quede aquí… En cualquier caso, haré lo que le parezca, pues…
Al ver las lágrimas de Vronski, Alekséi Aleksándrovich fue presa de ese desconcierto que le dominaba ante los sufrimientos ajenos. Volvió la cara, sin esperar a que Vronski acabara su frase, y se dirigió apresuradamente a la puerta del dormitorio, desde el que le llegaba la voz de Anna, alegre, viva, con entonaciones muy netas. Entró y se acercó a la cama. Anna yacía con el rostro vuelto hacia él. Le ardían las mejillas, le brillaban los ojos, las manos menudas y blancas, que asomaban de los puños del camisón, jugaban con la punta de la manta. Por lo visto, no sólo gozaba de buena salud, sino que estaba de un humor inmejorable. Hablaba deprisa, en voz alta, con inflexiones extraordinariamente precisas y expresivas.
—Porque Alekséi, me refiero a Alekséi Aleksándrovich (¡qué destino tan extraño y terrible: los dos se llaman Alekséi!), no me lo negaría. Yo lo olvidaría todo y él me perdonaría… Pero ¿por qué no viene? Es bueno. Ni él mismo sabe lo bueno que es. ¡Ah, Dios mío, qué angustia! ¡Dadme agua! ¡Deprisa! Pero será malo para la niñita. Bueno, de acuerdo, que se la lleven a la nodriza. Entiendo que es incluso mejor. Cuando él venga, se disgustará si la ve. Llévensela.
—Ya ha llegado, Anna Arkádevna. ¡Está ahí! —dijo la comadrona, tratando de llamar su atención sobre Alekséi Aleksándrovich.
—¡Ah, qué absurdo! —prosiguió Anna, sin reparar en la presencia de su marido—. ¡Traedme a la niña! ¡Traédmela! Mi marido todavía no ha llegado. Dicen que no me perdonará, pero ustedes no lo conocen. Nadie lo conoce. Sólo yo, y trabajo me ha costado. Hay que conocer sus ojos. Seriozha los tiene iguales. Por eso no puedo verlos. ¿Le han dado de comer a Seriozha? Seguro que nadie le presta atención. Él no se habría olvidado. Hay que trasladar a Seriozha a la habitación de la esquina y pedirle a Mariette que duerma con él.
De pronto se encogió, se calló y, con una expresión de espanto, como si esperara un golpe y quisiera defenderse, se llevó las manos a la cara: había visto a su marido.
—No, no —dijo—, no es a él a quien temo, sino a la muerte. Acércate, Alekséi. Me doy prisa porque tengo poco tiempo, me queda poco de vida. En unos instantes me subirá la fiebre y ya no seré capaz de entender nada. Pero ahora lo entiendo todo y lo veo todo.
El rostro arrugado de Alekséi Aleksándrovich se contrajo en una expresión de dolor. Le cogió la mano y quiso decir algo, pero no fue capaz de pronunciar palabra. Le temblaba el labio inferior; su emoción era tan grande que casi no podía controlarse y apenas se atrevía a mirarla. Cada vez que lo hacía, veía en sus ojos, fijos en él, una ternura arrebatada y una delicadeza desconocidas.
—Espera, no sabes… Espera, espera… —se interrumpió, como si estuviera ordenando sus ideas—. Sí —continuó—. Sí, sí, sí. Esto es lo que quería decirte. No te sorprendas de verme así. Sigo siendo la misma… Pero dentro de mí hay otra mujer, de la que tengo miedo. Es ella quien se ha enamorado de ese hombre. He intentado odiarte, pero no he podido olvidarme de la que era antes. Esa otra mujer no soy yo. Ahora soy la verdadera, de los pies a la cabeza. Me estoy muriendo; sé que me estoy muriendo. Pregúntaselo a él. Siento un peso terrible en los brazos, en las piernas, en los dedos. ¡Mira qué dedos tan enormes! Pero todo esto terminará pronto… Sólo quiero una cosa: que me perdones, que me perdones de verdad. Soy una pecadora, pero recuerdo que mi niñera me hablaba de una santa mártir… ¿Cómo se llamaba?… Era todavía peor que yo. Iré a Roma. Allí hay un desierto. Entonces no molestaré a nadie. Únicamente me llevaré a Seriozha y a la niña… ¡No, no puedes perdonarme! ¡Sé que es imposible perdonar una cosa así! ¡No, no, vete, eres demasiado bueno! —Con una de sus manos ardientes Anna sujetaba la de su marido y con la otra lo rechazaba.
El desconcierto de Alekséi Aleksándrovich, que no había dejado de aumentar, alcanzó tales cotas que dejó de luchar con él. De pronto se dio cuenta de que lo que había tomado por mera turbación era en realidad un estado de ánimo beatífico que le permitía gozar de una felicidad nueva, desconocida hasta entonces. No se le había ocurrido que la doctrina cristiana, que siempre había procurado seguir, le conminaba a perdonar y a amar a sus enemigos, pero de pronto la alegría del amor y del perdón embargó su alma. Hincado de hinojos, con la cabeza apoyada en el brazo doblado de Anna, que le quemaba como fuego a través de la manga, sollozaba como un niño. Anna abrazó su cabeza calva, se acercó a él y alzó los ojos con desafiante orgullo.
—¡Así es él! ¡Ya lo sabía yo! ¡Ahora adiós a todos! ¡Adiós!… Ya vienen otra vez. ¿Por qué no se van?… Pero ¡quitadme de encima estos abrigos de piel!
El médico le separó las manos, le puso con cuidado la cabeza en la almohada y le cubrió los hombros. Anna se recostó sin rechistar, mirando al frente con ojos brillantes.
—Recuerda que sólo necesitaba tu perdón, no pido nada más, nada… ¿Por qué no viene él? —prosiguió, volviéndose hacia la puerta, donde estaba Vronski—. ¡Acércate! ¡Acércate! Dale la mano.
Vronski se acercó al pie de la cama y, al verla, volvió a cubrirse el rostro con las manos.
—Quítate las manos de la cara y mírale. Es un santo —dijo Anna—. ¡Quítate las manos de la cara de una vez! —exclamó con enfado—. ¡Alekséi Aleksándrovich, hazlo tú! ¡Quiero verle el rostro!
Karenin separó las manos de Vronski y descubrió su rostro, en el que se reflejaba una expresión terrible de sufrimiento y vergüenza.
—Dale la mano. Perdónale.
Alekséi Aleksándrovich le dio la mano, sin contener las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.
—Gracias a Dios, gracias a Dios —exclamó Anna—. Ya está todo arreglado. Sólo quiero estirar un poco las piernas. Así, muy bien. Qué mal hechas están esas flores. No se parecen nada a las violetas —añadió, señalando el papel pintado—. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cuándo terminará esto? Deme morfina. ¡Doctor, deme morfina! ¡Dios mío, Dios mío!
Y Anna se agitó en la cama.
El médico y sus colegas habían dictaminado que se trataba de una fiebre puerperal, mortal en el noventa y nueve por ciento de los casos. Anna pasó todo el día con fiebre, sumida en el delirio y la inconsciencia. A medianoche perdió el sentido y se quedó casi sin pulso.
Se esperaba el desenlace de un momento a otro.
Vronski se marchó a su casa, pero volvió por la mañana para ver cómo seguía la enferma. Alekséi Aleksándrovich lo recibió en el vestíbulo y le dijo:
—Quédese. Tal vez pregunte por usted. —Y lo condujo él mismo al despacho de su mujer.
Por la mañana empezó de nuevo la excitación, la vivacidad, la rapidez de pensamiento y de palabra, y al final de nuevo la inconsciencia. Al tercer día sucedió lo mismo, y el médico dijo que había alguna esperanza. Ese día Alekséi Aleksándrovich entró en el despacho en el que se encontraba Vronski, cerró la puerta y se sentó frente a él.
—Alekséi Aleksándrovich —dijo Vronski, sintiendo que se acercaba el momento de la explicación—, no puedo hablar. No entiendo nada. ¡Tenga piedad de mí! Por dolorosa que sea esta situación para usted, créame cuando le digo que es aún más terrible para mí.
Hizo intención de levantarse, pero Alekséi Aleksándrovich lo cogió por el brazo.
—Le ruego que me escuche. Es necesario. Tengo que aclararle los sentimientos que me han guiado y que me guiarán, para que no se lleve usted a engaños con respeto a mí. Como sabe, había decidido solicitar el divorcio e incluso había iniciado los trámites. Le confieso que al principio no estaba seguro, me atormentaba. Reconozco que me guiaba el deseo de vengarme de usted y de ella. Al recibir el telegrama, vine aquí con el mismo sentimiento. Y le diré más: deseaba la muerte de Anna… Pero —hizo un pausa, como sopesando si descubrirle sus sentimientos o no—, pero la vi y la perdoné. Y la felicidad del perdón me ha revelado mi deber. Se lo he perdonado todo. Quiero ofrecer la otra mejilla, quiero darle mi camisa a quien me arrebata el abrigo. Y lo único que le pido a Dios es que no me quite la alegría del perdón. —Los ojos se le llenaron de lágrimas. Su mirada clara y serena sorprendió a Vronski—. Ésa es mi situación. Puede usted arrastrarme por el barro, convertirme en el hazmerreír del mundo entero, pero nunca abandonaré a mi esposa ni le dirigiré a usted una palabra de reproche —prosiguió—. He comprendido con toda claridad cuál es mi deber: estar a su lado, y eso es lo que voy a hacer. Si ella desea verle, le avisaré a usted, pero por el momento creo que es mejor que se vaya.
Karenin se levantó. Los sollozos habían interrumpido su discurso. Vronski se puso en pie y, encorvado todavía, sin enderezarse del todo, lo miró de reojo. Estaba abatido. No comprendía los sentimientos de Alekséi Aleksándrovich, pero barruntaba que no sólo eran muy elevados, sino inaccesibles para un hombre con una concepción del mundo como la suya.