XIV

Cuando Kitty se marchó y Levin se quedó solo, sintió tal inquietud y un deseo tan ardiente de que llegara cuanto antes la mañana del día siguiente, para volver a verla y unir para siempre su destino al suyo, que se asustó como de la muerte de esas catorce horas que habría de pasar sin ella. Para engañar al tiempo, necesitaba estar con alguien, hablar con alguien, no quedarse solo. Stepán Arkádevich habría sido la compañía más agradable en esos momentos, pero, según dijo, tenía que asistir a una velada, aunque en realidad iba al ballet. Levin sólo tuvo tiempo de decirle que era feliz, que le tenía mucho cariño y que nunca olvidaría lo que había hecho por él. La mirada y la sonrisa de Stepán Arkádevich le demostraron que comprendía la razón de tales sentimientos.

—¿No decías que había llegado el momento de morir? —preguntó Stepán Arkádevich, estrechando conmovido la mano de Levin.

—¡Nooooo! —respondió Levin.

Al despedirse de él, Daria Aleksándrovna le dijo también, como felicitándole:

—¡Cuánto me alegro de que haya vuelto a encontrarse con Kitty! ¡No hay que descuidar las antiguas amistades!

Pero a Levin le desagradaron esas palabras. Daria Aleksándrovna no podía entender lo sublime y elevado que era ese sentimiento, y por tanto no debería siquiera mencionarlo.

Levin se despidió de ellos, pero, para no quedarse solo, se pegó a su hermano.

—¿Adónde vas?

—A una reunión.

—¿Puedo acompañarte?

—¿Y por qué no? Vamos —dijo Serguéi Ivánovich con una sonrisa—. ¿Qué es lo que te pasa hoy?

—¿Que qué me pasa? ¡Soy tan feliz! —respondió Levin, bajando la ventanilla del coche al que habían subido—. ¿No te importa? Me ahogo. ¡Soy tan feliz! ¿Por qué no te has casado?

Serguéi Ivánovich sonrió.

—Me alegro mucho. Parece una muchacha encanta… —quiso decir.

—¡No hables! ¡No hables! ¡No hables! —gritó Levin, cogiéndole con ambas manos el cuello de la pelliza y tapándole la boca. «Es una muchacha encantadora» era una frase vulgar y corriente, que no se correspondía con su sentimiento.

Serguéi Ivánovich estalló en carcajadas, algo poco habitual en él.

—Bueno, al menos déjame decirte que me alegro mucho.

—Eso mañana. ¡Mañana! ¡Ni una palabra más! ¡No digas nada! ¡Nada! ¡Silencio! —dijo Levin, volviéndole a tapar la boca con la pelliza, y añadió—: ¡Te quiero mucho! Entonces, ¿puedo ir contigo a esa reunión?

—Pues claro.

—¿Y cuál es el tema del día? —preguntó Levin, sin dejar de sonreír.

Llegaron a la reunión. Levin escuchó cómo el secretario, embarullándose, leía un protocolo que, por lo visto, ni él mismo entendía. Pero a Levin le bastó verle la cara para darse cuenta de que era un hombre bueno, amable, encantador. Así lo indicaba el hecho de que se confundiera y se aturullara al leer. A continuación empezaron los discursos. Se discutía la asignación de ciertas sumas y la instalación de unas cañerías. Serguéi Ivánovich se ensañó con dos miembros y habló largo y tendido con aire triunfal. Otro miembro, después de tomar notas en un papel, le dio cumplida respuesta, primero con timidez, luego con tanta cortesía como mala intención. A continuación intervino Sviazhski (que también estaba allí), con unas frases hermosas y nobles. Levin les escuchaba y se daba perfecta cuenta de que el asunto de las sumas y las cañerías no tenía la menor importancia, de que nadie estaba enfadado, de que todos los presentes eran personas amables y bondadosas, de que se entendían a las mil maravillas. No molestaban a nadie y disfrutaban de lo que hacían. Lo que más le sorprendía era que podía ver a su través; de hecho, a partir de ciertos detalles insignificantes, que antes le habrían pasado desapercibidos, podía reconocer el alma de cada cual y ver con toda claridad que eran buenos. Y todos sentían un afecto extraordinario por él esa noche. Se veía en la manera en que le hablaban, en la ternura y el cariño con que, hasta los desconocidos, le miraban.

—¿Qué? ¿Estás contento? —le preguntó Serguéi Ivánovich.

—Sí, mucho. ¡Jamás habría pensado que esto fuera tan interesante! ¡Qué espectáculo tan sublime y maravilloso!

Sviazhski se acercó a Levin y le invitó a que fuera a tomar el té a su casa. Ya no acertaba a comprender, ni siquiera a recordar, qué le había molestado en Sviazhski, qué había buscado en él. Era un hombre inteligente y extremadamente bondadoso.

—Con mucho gusto —dijo, y le preguntó por su mujer y su cuñada. Por una extraña asociación de ideas, pues en su imaginación el recuerdo de la cuñada de Sviazhski estaba ligado al matrimonio, se figuró que nadie entendería mejor su felicidad que la mujer y la cuñada de su amigo, y se alegró mucho de ir a verlas.

Sviazhski le preguntó por los asuntos del campo; como de costumbre, no admitía la posibilidad de encontrar algo que no existiese ya en Europa, pero en esta ocasión esa circunstancia no incomodó a Levin. Al contrario, se daba cuenta de que Sviazhski tenía razón, de que todo ese asunto era insignificante y admiraba la increíble gentileza y finura con que su amigo evitaba jactarse de su victoria. Las señoras se mostraron especialmente amables. Levin tenía la impresión de que ya lo sabían todo y de que compartían su alegría, pero que no decían nada por delicadeza. Pasó allí una hora, dos, tres, hablando de diversos asuntos, aunque volviendo una y otra vez a la cuestión que embargaba su alma, sin darse cuenta de que estaba matando de aburrimiento a esas señoras, que debían haberse ido a la cama hacía ya un buen rato. Sviazhski lo acompañó al vestíbulo entre bostezos, sorprendido del extraño comportamiento de su amigo. Era más de la una. Levin regresó al hotel y empezó a pensar, aterrado, cómo iba a pasar solo, sumido en esa impaciencia, las diez horas que tenía por delante. El criado de servicio encendió una vela y se dispuso a salir, pero Levin lo retuvo. Ese criado, llamado Yegor, en el que Levin no había reparado antes, le pareció un hombre muy inteligente, simpático y, sobre todo, bondadoso.

—Dime, Yegor, ¿se te hace duro no dormir por la noche?

—¡Qué le vamos a hacer! Es nuestra obligación. Se lleva una vida más tranquila sirviendo a un señor, pero aquí se gana más.

Resultó que Yegor tenía familia, tres chicos y una chica costurera a la que quería casar con un dependiente de una talabartería. Ese detalle dio pie a Levin para comunicar a Yegor su idea de que en un matrimonio lo más importante era el amor y que con amor uno siempre era feliz, porque la felicidad estaba en uno mismo.

Yegor le escuchó con atención y, por lo visto, entendió plenamente la idea de Levin, como confirmó una reflexión inesperada; a saber, que cuando había servido a buenos amos, siempre había estado contento de ellos, y que también ahora estaba satisfecho de su señor, aunque era francés.

«¡Qué hombre tan bondadoso!», pensó Levin.

—Y tú, Yegor, cuando te casaste, ¿querías a tu mujer?

—Cómo no —respondió Yegor.

Y Levin advirtió que también Yegor se encontraba en un estado de ánimo exaltado y que se aprestaba a revelarle sus sentimientos más íntimos.

—Mi vida también es sorprendente. Desde mi más tierna infancia… —empezó a decir con los ojos brillantes; no cabía duda de que Levin le había contagiado, como sucede cuando uno ve bostezar a otra persona.

Pero en ese momento sonó un timbre. Yegor salió y Levin se quedó solo. Casi no había comido nada en casa de Stepán Arkádevich, y tampoco había querido tomar el té ni cenar con Sviazhski, pero no podía pensar en eso ahora. No había pegado ojo la noche anterior, pero tampoco podía pensar en dormir. En la habitación hacía fresco, pero él se ahogaba de calor. Abrió los dos postigos de las ventanas y se sentó delante de la mesa que había enfrente. Más allá del tejado cubierto de nieve se vislumbraba una cruz afiligranada con cadenas y, por encima, la constelación triangular del Cochero, dominada por el resplandor amarillento de la Cabra. Levin miraba tan pronto la cruz como la estrella, respiraba el aire fresco, helado, que entraba sin parar en la habitación y seguía como en sueños las imágenes y recuerdos que surgían en su imaginación. A eso de las cuatro oyó pasos en el pasillo y se asomó a la puerta. Un conocido suyo, el jugador Miashkin, volvía del casino, cabizbajo y enfurruñado, aclarándose la garganta. «¡Pobre desgraciado!», pensó Levin, y de sus ojos brotaron lágrimas de piedad y afecto. Quiso hablar con él, consolarle. Pero, al recordar que iba en camisa, cambió de idea y volvió a sentarse al lado de la ventana, para bañarse en el aire fresco y contemplar las formas admirables de esa cruz, silenciosa, pero llena de significado para él, así como esa resplandeciente estrella amarilla que remontaba el horizonte. Hacia las seis los enceradores empezaron a hacer ruido, las campanas de una iglesia llamaron a misa y Levin empezó a sentir frío. Cerró los postigos, se lavó, se vistió y salió del hotel.