XIII

Cuando se levantaron de la mesa, Levin quiso seguir a Kitty al salón, pero temía que un cortejo tan evidente la disgustara. Por tanto, se quedó con los hombres y tomó parte en la conversación general. Aunque no miraba a Kitty, sentía sus movimientos y sus miradas, y sabía en qué lugar del salón se encontraba.

Sin el menor esfuerzo empezó a cumplir la promesa que le había hecho de pensar siempre bien del prójimo y amar a todo el mundo. La conversación pasó a ocuparse de las comunas rurales, en las que Pestsov veía algo así como un principio especial al que daba el nombre de «principio coral». Levin no estaba de acuerdo ni con Pestsov ni con su hermano que, con esa manera tan suya de razonar, tan pronto reconocía como rechazaba el significado de esa institución rusa. Pero, cuando les dirigía la palabra, sólo trataba de reconciliarlos y limar sus diferencias. No le interesaba lo más mínimo lo que les decía y mucho menos lo que decían ellos; lo único que deseaba era que todos estuvieran alegres y contentos. Ahora sabía que sólo había una persona en el mundo que le importara. Y esa persona, que al principio estaba en el salón, se había acercado y se había detenido en el umbral. Sintió que le sonreía y que le miraba fijamente, y no pudo por menos de volverse. Estaba delante de la puerta, en compañía de Scherbatski, y no aparataba los ojos de él.

—Pensaba que se iba a sentar usted al piano —dijo, acercándose a ella—. Eso es lo que me falta en el campo: música.

—No, sólo veníamos a buscarle a usted —repuso Kitty, recompensándolo con una sonrisa—, y a darle las gracias por haber venido. ¿Qué ganan con discutir tanto? Si no van a convencerse nunca.

—Sí, es verdad —dijo Levin—. La mayoría de las veces discute uno con tanto apasionamiento porque no consigue entender qué pretende demostrar el oponente.

Levin había reparado en más de una ocasión en que, cuando dos personas inteligentes discuten, después de grandes esfuerzos y de una cantidad ingente de sutilezas lógicas y de palabras, acaban dándose cuenta de que todos esos prolijos argumentos sólo han servido para demostrar algo que sabían desde el principio. En el fondo, todo se reducía a una cuestión de preferencias, que no querían revelar para que el contrario no las pusiera en tela de juicio. No era infrecuente que en el transcurso de una discusión uno se diera cuenta de las preferencias del adversario y las aceptara; entonces, todos los razonamientos se volvían innecesarios. A veces sucedía lo contrario: uno desvelaba por fin esa preferencia que le había obligado a urdir tantas reflexiones, la exponía de forma precisa y sincera, y entonces el adversario se mostraba repentinamente de acuerdo y dejaba de discutir. Eso es lo que había querido decir Levin.

Kitty arrugó la frente, tratando de comprender. Pero, en cuanto él empezó a explicárselo, el sentido de sus palabras le quedó claro.

—Ya veo: hay que saber por qué discute el adversario y lo que le gusta; entonces puede uno…

Había adivinado todo y ahora estaba exponiendo lo que él le había referido con tanta torpeza. Levin esbozó una alegre sonrisa: tan perplejo le había dejado el contraste entre los argumentos enrevesados y grandilocuentes de Pestsov y su hermano y esa manera lacónica y clara de expresar, casi sin palabras, los pensamientos más complejos.

Scherbatski se apartó de ellos; Kitty, entonces, se acercó a la mesa de juego, se sentó, cogió una tiza y se puso a trazar círculos divergentes en el tapete verde sin estrenar.

Reanudaron la conversación de la comida sobre la libertad y las ocupaciones de las mujeres. Levin compartía la opinión de Daria Aleksándrovna de que una muchacha que no se casara podía encontrar en el seno de la familia una tarea propia de su sexo. Y aseguró, en apoyo de su tesis, que ninguna familia podía pasarse sin alguna muchacha que ayudara en las labores del hogar. En cualquier familia, tanto pobre como rica, se necesitaba siempre una niñera, ya fuera una parienta o una mujer contratada.

—No —dijo Kitty, ruborizándose, pero mirándole aún más atrevidamente con sus ojos sinceros—. Hay casos en los que una muchacha no puede entrar en una familia sin exponerse a alguna humillación, mientras ella misma…

Levin entendió a lo que se refería.

—¡Ah, sí! —exclamó—. ¡Sí, sí, sí! ¡Tiene usted razón!

Y entonces comprendió todo lo que Pestsov había expuesto sobre la libertad de la mujer durante la comida: le había bastado ver en el corazón de Kitty el temor y la humillación de quedarse soltera. Su amor por ella le permitió sentir ese temor y esa humillación, y al punto renunció a sus argumentos.

Se produjo un silencio. Kitty seguía dibujando con la tiza en el tapete. Sus ojos resplandecían con un brillo sereno. Cediendo al estado de ánimo de la joven, Levin sentía en todo su ser la creciente tensión de la felicidad.

—¡Ah! ¡He pintarrajeado toda la mesa! —dijo Kitty y, dejando la tiza, hizo un movimiento como si se dispusiera a levantarse.

«¿Es que voy a quedarme solo… sin ella?», se dijo Levin horrorizado y cogió la tiza.

—Espere —dijo, sentándose a la mesa—. Hace tiempo que quería preguntarle algo.

Clavó la mirada en sus ojos acariciadores y asustados.

—Adelante.

—Mire —dijo Levin, y escribió las siguientes iniciales: «c, m, r: e, i, q, d, n, o, s, e», que significaban: «Cuando me respondió: es imposible, ¿quería decir nunca o sólo entonces?».

No había la menor posibilidad de que Kitty pudiera comprender esa frase tan complicada; pero Levin la miró como si su vida dependiera de que ella entendiera esas palabras.

Kitty le miró con aire serio, luego apoyó la arrugada frente en la mano y se puso a leer. De vez en cuando levantaba la vista hasta él y le preguntaba con la mirada: «¿Es lo que me figuro?».

—Lo he comprendido —dijo, ruborizándose.

—¿Qué palabra es ésa? —preguntó Levin, señalando la letra «n», que quería decir «nunca».

—Nunca —repuso ella—. Pero no es verdad.

Levin se apresuró a borrar lo escrito, le entregó la tiza y se levantó.

Kitty escribió: «e, n, p, r, d, o, m».

Cuando vio a Kitty con la tiza en la mano, mirando a Levin con una sonrisa tímida y feliz, y a éste, con su apuesta figura, inclinado sobre la mesa, la mirada ardiente clavada tan pronto en la joven como en el tapete, Dolly se sintió reconfortada de la pena que le había causado su conversación con Alekséi Aleksándrovich. De pronto el rostro de Levin resplandeció: había comprendido. Esto era lo que querían decir las iniciales: «Entonces no podía responder de otra manera».

La miró con expresión inquisitiva y tímida.

—¿Sólo entonces?

—Sí —respondió Kitty, con una sonrisa.

—¿Ya…? ¿Y ahora? —preguntó Levin.

—Bueno, haga el favor de leer. Voy a decirle lo que desearía. ¡Lo que desearía con toda mi alma!

Y trazó estas iniciales: «o, p, u, o, y, p, l, s». Esas letras significaban: «Ojalá pudiera usted olvidar y perdonar lo sucedido».

Levin cogió la tiza con dedos rígidos y temblorosos y, después de romperla, escribió las iniciales de la siguiente frase: «No tengo nada que olvidar ni perdonar, y no he dejado de amarla».

Kitty le miró, sin dejar de sonreír.

—He comprendido —murmuró.

Levin se sentó y escribió una larga frase. Kitty la comprendió toda y, sin preguntarle si la había interpretado bien, cogió la tiza y se apresuró a responder.

Durante un buen rato Levin no fue capaz de entender lo que Kitty había escrito, y la miró varias veces a los ojos. La felicidad había embotado sus facultades. No podía adivinar las palabras en las que estaba pensando Kitty. No obstante, sus encantadores ojos, radiantes de felicidad, le comunicaron todo lo que necesitaba saber. Entonces escribió tres letras, pero antes de que tuviera tiempo de acabar —a Kitty le bastaba el movimiento de su mano para comprenderle—, la joven había terminado ya la frase y escrito la respuesta: «Sí».

—¿Estáis jugando al secrétaire? —preguntó el príncipe, acercándose—. Bueno, si no quieres llegar tarde al teatro, tenemos que irnos.

Levin se levantó y acompañó a Kitty hasta la puerta.

Se habían dicho ya todo lo que tenían que decirse: que ella le amaba, que así se lo haría saber a sus padres, y que Levin iría a verlos a la mañana siguiente.