Después de regresar de misa, Alekséi Aleksándrovich pasó toda la mañana en su habitación. Tenía que ocuparse de dos asuntos: en primer lugar, recibir a una delegación de las minorías raciales, que se hallaba en esos momentos en Moscú, camino de San Petersburgo; en segundo, escribir al abogado la carta que le había prometido. La delegación, aunque constituida por iniciativa suya, presentaba muchos inconvenientes y hasta riesgos, y Alekséi Aleksándrovich se alegró mucho de encontrarla todavía en Moscú. Sus miembros no tenían ni la más remota idea de su cometido ni de sus responsabilidades. Creían ingenuamente que su tarea consistía en exponer sus necesidades y la situación real en la que se encontraban, y en solicitar la ayuda del gobierno. Eran incapaces de comprender que algunas de sus declaraciones y exigencias favorecerían a la facción enemiga y, por tanto, podrían dar al traste con todo el asunto. Alekséi Aleksándrovich parlamentó largo rato con ellos, les redactó un programa, del que no debían apartarse y, después de despedirlos, escribió varias cartas a San Petersburgo en las que solicitaba a diversas personas que guiaran los pasos de la delegación. Su principal colaboradora en ese cometido era la condesa Lidia Ivánovna, especialista en materia de delegaciones, pues nadie se daba tanta maña para adiestrarlas y orientarlas en el camino que debían seguir. Una vez concluida esa tarea, Alekséi Aleksándrovich escribió la carta para el abogado. Sin la menor vacilación, le autorizaba para que diera los pasos que considerara oportunos. Adjuntó tres notas de Vronski a Anna que había encontrado en la cartera de su mujer.
Desde el momento en que Alekséi Aleksándrovich salió de su casa con la intención de no volver, desde que visitó al abogado, con lo que al menos una persona estaba ya enterada de su decisión, y, sobre todo, desde que ese asunto privado se convirtió en una cuestión de papeleo, fue aferrándose cada vez más a esa resolución, y ahora veía claramente la posibilidad de ponerla en ejecución.
Estaba sellando la carta para el abogado cuando oyó la voz recia de Stepán Arkádevich, que discutía con su criado e insistía en que le anunciara.
«Da igual —pensó Karenin—. Tanto mejor. Le contaré lo que ha pasado y le explicaré por qué no puedo ir a comer a su casa».
—¡Que entre! —dijo en voz alta, recogiendo los papeles y metiéndolos en la carpeta.
—¿Ves cómo mentías? ¡Está en su habitación! —exclamó Stepán Arkádevich, dirigiéndose al criado que no le dejaba pasar. Y, al tiempo que se acercaba a su cuñado, empezó a quitarse el abrigo—. ¡Me alegro mucho de encontrarte aquí! Espero que… —empezó a decir alegremente.
—No puedo ir —contestó Alekséi Aleksándrovich con sequedad, sin sentarse y sin invitar a Oblonski a que lo hiciera.
Karenin se creía obligado a adoptar desde el primer momento una actitud fría con el hermano de su mujer, contra la que había iniciado un proceso de divorcio. Pero no había contado con ese mar de bondad que desbordaba las orillas del alma de Stepán Arkádevich.
Oblonski abrió desmesuradamente sus ojos claros y brillantes.
—¿Cómo que no puedes? ¿Qué quieres decir? —preguntó en francés, lleno de perplejidad—. Pero si me lo has prometido. Todos contamos contigo.
—No puedo ir a tu casa porque las relaciones de parentesco que nos unían van a terminar.
—¿Cómo? ¿A qué te refieres? ¿Por qué? —preguntó Stepán Arkádevich con una sonrisa.
—Porque he iniciado los trámites para divorciarme de tu hermana. He tenido que…
Pero no le dio tiempo a concluir su discurso: en contra de lo que había esperado, Stepán Arkádevich lanzó un gemido y se desplomó en un sillón.
—¡No es posible, Alekséi Aleksándrovich! —exclamó, con una expresión de sufrimiento.
—Así es.
—Perdóname, pero no me lo puedo creer…
Alekséi Aleksándrovich se sentó, consciente de que sus palabras no habían producido el efecto deseado y de que tendría que ofrecerle una explicación. Al mismo tiempo se daba cuenta de que esa explicación, fuera del tenor que fuera, no cambiaría en nada las relaciones con su cuñado.
—Pues sí, me he visto en la triste necesidad de pedir el divorcio.
—Sólo quiero decirte una cosa, Alekséi Aleksándrovich. Sé que eres un hombre justo y virtuoso. Por otro lado, también conozco a Anna (perdóname, pero no puedo cambiar mi opinión sobre ella) y la considero una mujer excelente y maravillosa. Por eso no puedo creer lo que acabas de decirme. Debe de tratarse de un malentendido —dijo.
—Si sólo fuese un malentendido…
—Bueno, lo comprendo —le interrumpió Stepán Arkádevich—. Pero permíteme que te diga una cosa: no hay que precipitarse. ¡No hay que precipitarse!
—No me he precipitado —repuso Alekséi Aleksándrovich con frialdad—. Pero en cuestiones de este tipo no se puede pedir consejo a nadie. Mi decisión es irrevocable.
—¡Qué horror! —exclamó Stepán Arkádevich, emitiendo un profundo suspiro—. Pero aún puede hacerse algo, Alekséi Aleksándrovich. Te ruego que me escuches —dijo—. Si no he entendido mal, el proceso aún no está en marcha. Antes de iniciar los trámites, ve a ver a mi mujer y habla con ella. Quiere a Anna como a una hermana, y también te quiere a ti. Además, es una mujer extraordinaria. ¡Por el amor de Dios, habla con ella! Hazme ese favor, te lo ruego.
Alekséi Aleksándrovich se sumió en reflexiones; Stepán Arkádevich lo miraba con compasión, sin romper su silencio.
—¿Irás a verla?
—No lo sé. Por eso no he ido a visitaros. Supongo que nuestras relaciones deben cambiar.
—¿Por qué? Yo no lo veo así. Espero que, dejando a un lado los lazos familiares que nos unen, compartas, al menos en parte, los sentimientos de amistad y el profundo respeto que siempre te he profesado… —dijo Stepán Arkádevich, estrechándole la mano—. Aun en el caso de que tus peores sospechas acaben confirmándose, jamás entraré a juzgar a ninguna de las dos partes, así que no veo la razón por la que nuestras relaciones deban cambiar. Pero ahora haz lo que te pido: ve a ver a mi mujer.
—Vemos este asunto de distinta manera —replicó Alekséi Aleksándrovich con frialdad—. En cualquier caso, es mejor que lo dejemos.
—Pero ¿por qué no quieres venir, aunque sólo sea para comer? Mi mujer te espera. Ven, por favor. Y, sobre todo, habla con ella. Es una mujer extraordinaria. ¡Por el amor de Dios! ¡Te lo pido de rodillas!
—Bueno, si tan importante es para ti, iré —respondió Alekséi Aleksándrovich, suspirando.
Y, deseando cambiar de conversación, le preguntó por algo que les interesaba a ambos: el nuevo jefe de Stepán Arkádevich, un hombre que, aunque no tenía una edad avanzada, había sido nombrado para un cargo tan alto.
A Alekséi Aleksándrovich nunca le había caído bien el conde Anichkin, de cuyas opiniones siempre discrepaba, pero ahora no pudo evitar un sentimiento de envidia, comprensible en un funcionario que ha sufrido una derrota en el desempeño de sus funciones cuando ve que un compañero recibe un ascenso.
—Entonces, ¿lo has visto? —preguntó Alekséi Aleksándrovich con una sonrisa venenosa.
—Pues claro. Ayer se pasó por la oficina. Por lo visto, está al corriente de todo y es muy activo.
—Sí, pero ¿a qué dedicará sus energías? —preguntó Alekséi Aleksándrovich—. ¿A hacer su labor o a modificar lo que han hecho los demás? La mayor desgracia de este país es esa idea de la administración basada en el papeleo, de la que él es un digno representante.
—La verdad es que no creo que se le pueda poner ninguna pega. No sé cuáles serán sus intenciones, pero me ha parecido un muchacho encantador —respondió Stepán Arkádevich—. Acabo de estar con él, y sólo puedo decir que es un muchacho encantador. Hemos almorzado juntos y le he enseñado a preparar esa bebida tan refrescante con vino y naranjas. Figúrate, no la conocía. Le ha gustado mucho. Sí, como te lo digo, un muchacho encantador. —Stepán Arkádevich consultó su reloj—. ¡Ah, Dios mío, si ya son más de las cuatro! ¡Y todavía tengo que pasar por casa de Dolgovushin! No dejes de ir a comer, por favor. No puedes imaginarte el disgusto que le darías a mi mujer.
Alekséi Aleksándrovich despidió a su cuñado de un modo muy distinto a como lo había recibido.
—He prometido que iría e iré —respondió sin mucho entusiasmo.
—Créeme que aprecio ese gesto en lo que vale. No te arrepentirás —dijo Oblonski, sonriendo—. ¡A las cinco, y de levita, por favor! —insistió una vez más, volviéndose desde la puerta.