Alekséi Aleksándrovich obtuvo una brillante victoria en la sesión de la comisión celebrada el 17 de agosto, pero las consecuencias de tal victoria le pusieron en un grave aprieto. Siguiendo la propuesta de Alekséi Aleksándrovich, se nombró una nueva comisión para estudiar todos los aspectos de la vida de las minorías raciales, que fue enviada sobre el terreno con extraordinaria presteza y energía. Al cabo de tres meses se presentó un informe. La vida de las minorías se investigó en su aspecto político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso. Cada una de las preguntas formuladas se acompañaba de una respuesta muy bien redactada que no dejaba lugar a las dudas, ya que no eran producto del pensamiento humano, siempre sujeto a errores, sino de la actividad institucional. Todas las respuestas se apoyaban en datos oficiales e informes de gobernadores y obispos, basados en informes de autoridades regionales y arciprestes, que a su vez se habían servido de informes de funcionarios locales y párrocos; en suma, su veracidad estaba por encima de toda sospecha. Por ejemplo, todas las preguntas referentes a las malas cosechas o a la pervivencia de antiguas creencias entre la población, etcétera, que habrían tardado siglos en resolverse de no haber contado con el concurso de la maquinaria oficial, recibían ahora respuesta clara y cumplida. Y las respuestas coincidían con la opinión de Alekséi Aleksándrovich. Pero Strémov, que se había sentido herido en lo vivo en la última sesión, recurrió, al recibir los informes de la comisión, a una táctica que cogió por sorpresa a Alekséi Aleksándrovich. Ganándose la voluntad de algunos miembros, se pasó de pronto al bando de Karenin, y no sólo defendió con calor que se llevaran a cabo sus medidas, sino que propuso otras más extremas, orientadas en la misma dirección. Esas medidas, que iban mucho más allá de lo que Alekséi Aleksándrovich se había propuesto, fueron aceptadas, y entonces se descubrió la estratagema de Strémov. Al llevarlas a sus últimas consecuencias, se revelaron de pronto tan estúpidas que tanto los hombres de Estado como la opinión pública, las señoras inteligentes y los periódicos se lanzaron sobre ellas a una sola voz, expresando su indignación no sólo contra ellas, sino también contra su instigador, Alekséi Aleksándrovich. Strémov, entonces, se apartó, dando a entender que no había hecho más que seguir ciegamente el plan de Karenin, y él mismo se mostró sorprendido y escandalizado de lo que había pasado. Este incidente tuvo unas consecuencias funestas para Alekséi Aleksándrovich. No obstante, a pesar de su delicado estado de salud y de sus desdichas domésticas, no se rindió. En el seno del Comité se produjo una escisión. Algunos de los miembros, con Strémov a la cabeza, justificaron su error diciendo que habían confiado en la comisión investigadora que, dirigida por Alekséi Aleksándrovich, había presentado el informe, que ahora calificaban de absurdo, añadiendo que no valía ni siquiera el papel que se había gastado en su redacción. Alekséi Aleksándrovich, con algunas otras personas que veían el peligro de esa actitud subversiva con respecto a los documentos oficiales, siguió defendiendo los datos que había presentado la comisión investigadora. Como consecuencia de tanta actividad, se produjo en las altas esferas, y también en la sociedad, una enorme confusión: pese a que todo el mundo manifestaba un gran interés, nadie fue capaz de determinar si las minorías gozaban de prosperidad o pasaban apuros y estrecheces. Por culpa de la polémica, y en parte también del desprecio que le había valido la infidelidad de su mujer, Alekséi Aleksándrovich se vio en una situación muy comprometida. Fue entonces cuando tomó una decisión importante. Con gran asombro de la comisión, anunció que iba a solicitar autorización para estudiar el asunto sobre el terreno. Y, una vez obtenido el permiso, partió para aquellas provincias lejanas.
El viaje de Alekséi Aleksándrovich levantó mucho revuelo, tanto más cuanto que, antes de ponerse en camino, renunció oficialmente a la cantidad que el gobierno le había concedido para los doce caballos que necesitaría para llegar a su destino.
—Me parece un gesto muy noble —dijo Betsy a la princesa Miágkaia, refiriéndose a ese detalle—. ¿Por qué asignar dinero para caballos de posta cuando todo el mundo sabe que el tren llega ya a todas partes?
Pero la princesa Miágkaia no estaba de acuerdo, y hasta le irritó la opinión de su amiga.
—Es muy fácil para usted hablar así —repuso—, porque tiene no sé cuántos millones. Pero a mí me gusta mucho que mi marido vaya de inspección en verano. Además de que le encanta viajar, le sienta bien a la salud. Y con ese dinero yo me las arreglo para disponer de carruaje y de cochero.
De camino a esas provincias lejanas, Alekséi Aleksándrovich se detuvo tres días en Moscú.
Al día siguiente de su llegada fue a visitar al gobernador general. En la encrucijada del callejón Gazetni, siempre atestada de coches particulares y de alquiler, oyó de pronto que alguien gritaba su nombre en voz tan alta y alegre que no pudo por menos de volverse. En el borde de la acera, con un abrigo corto a la moda y un sombrero ladeado no menos corto y no menos de moda, Stepán Arkádevich, con una sonrisa que dejaba al descubierto una hilera de dientes blancos entre los labios rojos, y ese aspecto juvenil, radiante y satisfecho, suplicaba insistentemente al cochero que se detuviera. Se agarraba con una mano a la ventanilla de un carruaje que se había detenido, por la que asomaba una cabeza de mujer con un sombrero de terciopelo y dos cabecitas infantiles, y, sin dejar de sonreír, llamaba a su cuñado. La señora sonreía bondadosamente y también le hacía señas con la mano. Era Dolly con los niños.
Alekséi Aleksándrovich no quería ver a nadie en Moscú, y mucho menos al hermano de su mujer. Se descubrió y se dispuso a seguir su camino, pero Stepán Arkádevich ordenó al cochero que se detuviera y corrió a través de la nieve hasta llegar a su lado.
—¿Cómo no te da vergüenza no habernos informado de tu llegada? ¿Hace mucho que has venido? Ayer estuve en el Hotel Dussaux y vi en el registro el nombre de Karenin, pero no se me pasó por la cabeza que pudieras ser tú —dijo Stepán Arkádevich, metiendo la cabeza por la ventanilla del coche—. De haberlo sabido, me habría pasado por tu habitación. ¡Cuánto me alegro de verte! —añadió, golpeándose un pie con el otro para sacudirse la nieve—. ¿Cómo no te da vergüenza no habernos informado de tu llegada? —repitió.
—No he tenido tiempo, estoy muy ocupado —respondió Alekséi Aleksándrovich con sequedad.
—Ven a saludar a mi mujer. Tiene muchas ganas de verte.
Alekséi Aleksándrovich retiró la manta con la que se cubría las piernas ateridas, se apeó del coche y se dirigió, a través de la nieve, al lugar donde estaba el coche de Daria Aleksándrovna.
—¿Qué pasa, Alekséi Aleksándrovich? ¿Por qué nos evita usted de esta manera? —preguntó Dolly, con una triste sonrisa.
—He estado muy ocupado. Me alegro mucho de verla —dijo, aunque el tono de su voz indicaba claramente todo lo contrario—. ¿Cómo está usted?
—¿Y qué es de mi querida Anna?
Alekséi Aleksándrovich farfulló algo e hizo ademán de marcharse. Pero Stepán Arkádevich lo retuvo.
—Mira lo que vamos a hacer mañana. ¡Dolly, invítale a comer! Llamaremos a Kóznishev y a Pestsov para que departas con los intelectuales moscovitas.
—Le ruego que venga —dijo Dolly—. Le esperamos a las cinco, o a las seis, si lo prefiere. Pero ¿cómo está mi querida Anna? Hace tanto tiempo…
—Está bien —farfulló Alekséi Aleksándrovich, frunciendo el ceño—. ¡Encantado de verla! —añadió, y se dirigió a su carruaje.
—¿Vendrá usted? —gritó Dolly.
Alekséi Aleksándrovich dijo algo que Dolly no llegó a entender por culpa del rumor del tráfico.
—¡Pasaré a verte mañana! —le gritó Stepán Arkádevich.
Alekséi Aleksándrovich subió al coche y se acurrucó en un rincón, como si no quisiera ver ni ser visto.
—¡Qué tipo tan raro! —le dijo Stepán Arkádevich a su mujer. A continuación consultó el reloj, hizo un gesto cariñoso dirigido a su mujer y a sus hijos y echó a andar por la acera con paso resuelto.
—¡Stiva! ¡Stiva! —gritó Dolly, ruborizándose.
Oblonski se dio la vuelta.
—Tengo que comprarle un abrigo a Grisha y otro a Tania. ¡Dame dinero!
—No te preocupes. Di que ya lo pagaré yo.
Y, después de saludar con una alegre inclinación de cabeza a un conocido que pasaba en coche, se perdió entre la multitud.