V

La sala de espera del eminente abogado petersburgués estaba abarrotada cuando entró Alekséi Aleksándrovich. Había tres señoras: una anciana, una joven y la mujer de un comerciante. Y tres caballeros: un banquero alemán que llevaba una sortija, un comerciante con barba y un funcionario enfurruñado, vestido de uniforme y con una cruz al cuello. Por lo visto, llevaban mucho tiempo esperando. Dos pasantes escribían en sus mesas, entre el chirrido de las plumas. Los objetos de escritorio, a los que Alekséi Aleksándrovich era tan aficionado, llamaron en seguida su atención, pues eran verdaderamente magníficos. Uno de los pasantes entornó los ojos y, sin levantarse, se dirigió a Alekséi Aleksándrovich en tono poco ceremonioso:

—¿Qué desea?

—Hablar con el abogado.

—Está ocupado —respondió con sequedad el pasante, señalando con la pluma a las personas que esperaban, y siguió escribiendo.

—¿Y no podría encontrar un momento para recibirme? —preguntó Alekséi Aleksándrovich.

—No tiene un instante libre, está siempre ocupado. Haga el favor de esperar.

—¿Sería usted tan amable de entregarle mi tarjeta? —dijo Alekséi Aleksándrovich con dignidad, viendo que no había más remedio que revelar su nombre.

El pasante cogió la tarjeta, la examinó con aire de desaprobación y salió por la puerta.

En principio, Alekséi Aleksándrovich era partidario de los juicios públicos, pero no compartía del todo algunos detalles de su aplicación en Rusia, en razón de ciertos comentarios que había oído en las altas esferas, y los censuraba, en la medida en que puede censurarse una institución sancionada por el poder supremo. Se había pasado toda la vida trabajando para la administración; por eso, siempre que expresaba su descontento con alguna medida, lo hacía de modo matizado, pues era consciente de que los errores eran inevitables; además, siempre cabía la posibilidad de enmendarlos. Lo que le desagradaba de las nuevas instituciones judiciales era el papel que se había concedido a los abogados. Pero, como hasta entonces no había tenido que tratar con ellos, su disgusto era sólo teórico; ahora, en cambio, esa visión crítica se vio reforzada por la desagradable impresión que le había causado esa sala de espera.

—Viene en seguida —le dijo el pasante.

Y, en efecto, al cabo de un par de minutos apareció en el umbral la alta figura de un viejo jurista, que había ido a hacer una consulta, así como el abogado en persona, un hombre pequeño, rechoncho y calvo, con una barba entre rojiza y negra, largas cejas de color claro y frente abombada. Iba vestido como un novio, desde la corbata y la doble cadena del reloj hasta los botines charolados. Tenía un rostro inteligente, de campesino, pero su atuendo era pretencioso y de mal gusto.

—Haga el favor —dijo, dirigiéndose a Alekséi Aleksándrovich y, dejándole pasar con expresión sombría, cerró la puerta—. ¿No quiere sentarse? —añadió, indicándole una butaca que había al lado del escritorio, cubierto de papeles, y a continuación tomó asiento en el lugar preferente, frotándose las manos pequeñas, con dedos cortos cubiertos de vello blanco, y ladeando la cabeza. Pero apenas había tenido tiempo de acomodarse cuando una polilla revoloteó por encima de la mesa. El abogado, con una destreza que uno nunca habría esperado en un hombre así, estiró los brazos, atrapó la polilla y volvió a adoptar la misma postura.

—Antes de empezar a exponerle mi caso —dijo Alekséi Aleksándrovich, que había seguido con asombro los movimientos del abogado— debo advertirle de que lo que voy a decirle debe quedar en secreto.

Una sonrisa apenas perceptible separó las guías caídas del bigote rojizo del abogado.

—No sería abogado si no supiera guardar los secretos que me confían. Pero si necesita usted algún tipo de seguridad…

Alekséi Aleksándrovich contempló su rostro y se dio cuenta de que sus inteligentes ojos grises reían como si lo supieran todo.

—¿Conoce usted mi apellido? —prosiguió Alekséi Aleksándrovich.

—Desde luego, no hay ruso que no conozca su nombre ni los importantes servicios que ha prestado usted a la patria —respondió el abogado y, después de atrapar otra polilla, se inclinó.

Alekséi Aleksándrovich suspiró, tratando de armarse de valor. Tardó un poco en decidirse, pero, cuando por fin empezó a hablar, lo hizo sin vacilaciones ni titubeos, recalcando algunas palabras con su voz chillona.

—Tengo la desgracia —empezó diciendo— de ser un marido engañado y querría recurrir a la ley para romper los vínculos que me unen a mi mujer, es decir, solicitar el divorcio, pero de tal manera que mi hijo no se quede con su madre.

Aunque el abogado se esforzaba por mitigar la expresión risueña de sus ojos grises, se advertía en ellos una alegría incontenible. Alekséi Aleksándrovich se dio cuenta de que esa satisfacción no se debía sólo a la perspectiva de recibir un buen encargo; había también un matiz de triunfo y entusiasmo, un resplandor que le recordó el fulgor siniestro que había descubierto en los ojos de su mujer.

—¿Desea usted mi colaboración para obtener el divorcio?

—En efecto, pero debo prevenirle de que tal vez le esté haciendo perder el tiempo —dijo Alekséi Aleksándrovich—. Mi visita de hoy no es más que una consulta previa. Deseo el divorcio, pero para mí son muy importantes las formas en que pueda conseguirse. Es muy probable que, si las formas no coinciden con mis exigencias, renuncie a la demanda legal.

—Ah, eso siempre es así —replicó el abogado—. La decisión final depende de usted.

El abogado se quedó mirando los pies de Alekséi Aleksándrovich, pues se dio cuenta de que su alegría incontenible podía ofender a su cliente. Luego se fijó en una polilla que revoloteaba por delante de sus narices y alargó el brazo, pero se abstuvo de cogerla, por consideración a la situación de Karenin.

—Aunque conozco en líneas generales la legislación sobre esta materia —prosiguió Alekséi Aleksándrovich—, me gustaría tener una idea de conjunto de los procedimientos a los que suele recurrirse en la práctica para resolver tales asuntos.

—Desea usted que le informe de los distintos caminos que le permitirían alcanzar lo que se propone —respondió el abogado, sin levantar la vista, adoptando, no sin placer, el tono que había empleado su cliente. Y, al ver que Alekséi Aleksándrovich asentía con la cabeza, prosiguió, echando de vez en cuando una mirada furtiva al rostro de su cliente, que se había cubierto de manchas rojas—. Como usted probablemente sepa, según nuestras leyes —dijo con un leve matiz de desprecio, dejando claro lo que pensaba de la legislación vigente—, el divorcio es posible en los siguientes casos… ¡Que esperen! —añadió, dirigiéndose al pasante, que se había asomado a la puerta; pero, en cualquier caso, se levantó para decirle unas palabras; a continuación volvió a sentarse—. En los siguientes casos: defectos físicos de los cónyuges, paradero desconocido de uno de ellos por un espacio de cinco años —continuó, doblando uno de sus cortos y velludos dedos— y adulterio —pronunció esa palabra con visible placer—. Y, además, tenemos las siguientes subdivisiones —prosiguió, doblando sus gruesos dedos, aunque era evidente que los casos y las subdivisiones no podían meterse en el mismo saco—: defectos físicos del marido o de la mujer, o adulterio de uno de los dos —como ya había doblado todos los dedos, antes de continuar, los desdobló—. Esto es lo que dice la teoría, pero supongo que debo el honor de su visita a su deseo de conocer la aplicación práctica. Por tanto, ateniéndome a los precedentes, debo comunicarle que todos los casos de divorcio entran dentro del siguiente supuesto… Dejando a un lado los defectos físicos y el paradero desconocido, que no concurren en el presente caso, supongo… —Alekséi Aleksándrovich asintió con la cabeza—. Entran dentro del siguiente supuesto: adulterio de uno de los cónyuges, que puede ser admitido de común acuerdo por la parte culpable o no; este último caso rara vez se presenta en la práctica —dijo y, después de mirar de reojo a Alekséi Aleksándrovich, guardó silencio, como un vendedor de pistolas que, después de describir las ventajas de dos tipos distintos de armas, espera la decisión del cliente. Pero, como Alekséi Aleksándrovich callaba, decidió continuar—: En mi opinión, lo más sencillo y sensato, y por lo demás lo más corriente, es presentar la demanda de común acuerdo. No se me ocurriría hablarle así a una persona de pocas entendederas —añadió el abogado— pero supongo que usted me comprende.

Lo cierto es que Alekséi Aleksándrovich estaba tan turbado que en un primer momento no entendió las ventajas que ofrecía presentar la demanda de mutuo acuerdo, y esa incomprensión se reflejó en su mirada. El abogado, entonces, acudió en su ayuda:

—Supongamos que dos personas no puedan seguir viviendo juntas. Si los cónyuges lo reconocen así, los detalles y las formalidades carecen de importancia. Por lo demás, es el método más sencillo y seguro.

Ahora Alekséi Aleksándrovich lo entendió todo. Pero sus creencias religiosas le impedían aceptar esa medida.

—Esa solución debe descartarse en el presente caso —dijo—. Sólo cabe una posibilidad: demostrar el adulterio, empleando como prueba unas cartas que obran en mi poder.

Al oír hablar de cartas, el abogado frunció los labios y emitió un sonido agudo, que expresaba compasión y a la vez desprecio.

—Debe tener en cuenta —dijo— que esta clase de asuntos se resuelven por vía eclesiástica, como usted bien sabe. Y a los reverendos padres, en tales casos, les interesa conocer los más nimios detalles —añadió con una sonrisa que expresaba su simpatía por los gustos de los reverendos padres—. No cabe duda de que esas cartas podrían servir como una especie de confirmación parcial, pero las pruebas deben obtenerse de la forma más directa posible, es decir, por medio de testigos. En general, si me honra usted con su confianza, deje que elija yo las medidas que deben emplearse. Quien quiere resultados tiene que aceptar también los medios.

—En tal caso… —replicó Alekséi Aleksándrovich, palideciendo de pronto.

Pero en ese instante el abogado se levantó y se acercó de nuevo a la puerta para responder a una pregunta del pasante, que había vuelto a interrumpirles.

—¡Dígale a esa señora que nosotros no hacemos descuentos! —exclamó, antes de regresar a su lugar.

De camino, atrapó otra polilla con la mayor discreción. «Bueno se me va a quedar este verano el reps», se dijo, frunciendo el ceño.

—¿Qué me estaba diciendo usted…? —preguntó a Alekséi Aleksándrovich.

—Le informaré de mi decisión por carta —respondió Karenin, levantándose y apoyándose en la mesa. Después de una breve pausa, añadió—: De sus palabras deduzco que es posible solicitar el divorcio. Me gustaría que me informara también de sus condiciones.

—Todo es posible, si me concede plena libertad de acción —dijo el abogado, sin responder a la cuestión que le había planteado Alekséi Aleksándrovich—. ¿Cuándo puedo contar con recibir noticias suyas? —preguntó, acercándose a la puerta, con unos ojos tan brillantes como sus botines charolados.

—Dentro de una semana. Y haga usted el favor de comunicarme sus condiciones, en caso de que acepte encargarse del asunto.

—Muy bien.

El abogado se inclinó respetuosamente y dejó salir a su cliente. Una vez solo, se entregó a ese sentimiento de alegría que le embargaba. Tan contento estaba que, en contra de lo que tenía por costumbre, hizo una rebaja en sus honorarios a la señora que regateaba. Hasta dejó de cazar polillas y decidió de una vez por todas que el próximo invierno tapizaría los muebles de terciopelo, como Sigonin.