—¿Te has encontrado con él? —preguntó Anna en cuanto se sentaron a la mesa, bajo la lámpara—. Ése es tu castigo por llegar tarde.
—Sí, pero ¿cómo es que estaba aquí? ¿No tenía que acudir al Consejo?
—Fue y regresó. Y ahora iba no sé adónde. Pero da igual. No hables de eso. ¿Dónde has estado? ¿Todo el tiempo con el príncipe?
Anna conocía todos los detalles de su vida. Vronski quería decirle que, como no había pegado ojo en toda la noche, se había quedado dormido, pero, al contemplar el rostro agitado y feliz de ella, se avergonzó. Y le dijo que había tenido que ir a informar de la marcha del príncipe.
—Pero ¿ahora ha terminado todo? ¿Se ha ido?
—Sí, gracias a Dios. No puedes imaginarte lo insoportable que ha sido para mí.
—¿Por qué? Es la vida que llevan todos los hombres jóvenes —dijo Anna, frunciendo las cejas y, cogiendo la labor que tenía sobre la mesa, empezó a sacar el ganchillo sin mirar a Vronski.
—Hace tiempo que he abandonado esa vida —respondió él, sorprendiéndose del cambio que se había operado en el rostro de Anna y procurando adivinar a qué obedecía—. Debo reconocer —añadió con una sonrisa que dejó al descubierto sus magníficos dientes blancos— que a lo largo de esta semana he tenido la impresión de verme reflejado en el príncipe como en un espejo, y que la imagen no me ha gustado.
Anna, con la labor entre las manos, le miraba con ojos extraños, brillantes y hostiles.
—Esta mañana Liza ha pasado a verme. Todavía no le asusta visitarme, a pesar de la condesa Lidia Ivánovna —observó Anna—. Me habló de vuestra velada ateniense[3]. ¡Qué asco!
—Sólo quería decirte que…
Ella le interrumpió.
—¿Era ésa la Thérése a la que conocías de antes?
—Lo que quería decir…
—¡Qué repugnantes sois los hombres! ¿Cómo es posible que no os deis cuenta de que una mujer no puede olvidar esa clase de cosas? —dijo Anna, acalorándose cada vez más y revelándole la causa de su enfado—. Sobre todo una mujer que no puede conocer tu vida. ¿Qué es lo que yo sé? ¿Qué he sabido de ti? —añadió—. Lo que tú mismo me has contado. ¿Y cómo puedo saber si lo que me has contado es cierto?…
—¡Anna! Me ofendes. ¿Es que no me crees? ¿Acaso no te he dicho que no tengo un solo pensamiento que no te haya revelado?
—Sí, sí —respondió ella, haciendo visibles esfuerzos por aplacar sus celos—. Pero ¡si supieras cuánto sufro! Te creo, te creo… Bueno ¿qué es lo que me estabas diciendo?
Pero Vronski ya no se acordaba de lo que quería decir. Esos ataques de celos, cada vez más frecuentes en los últimos tiempos, le horrorizaban, y, por más que se esforzara en disimularlo, enfriaban los sentimientos que albergaba por ella, a pesar de que sabía que la causa de los celos era el amor que le tenía. Cuántas veces se había repetido que ese amor era la auténtica felicidad. Anna le amaba como sólo puede amar una mujer para quien el amor es más importante que todas las alegrías de la vida, pero Vronski se sentía más lejos de la felicidad que en la época en que había dejado Moscú para seguirla. Entonces se consideraba feliz, aunque la felicidad estaba por delante; ahora se daba cuenta de que los mejores momentos quedaban ya detrás. Anna ya no era como en los primeros tiempos. Había cambiado a peor tanto en el aspecto físico como en el moral. Había engordado y a veces, como hacía un momento al referirse a esa actriz, su rostro adoptaba una expresión malévola que alteraba sus rasgos. Vronski la miraba como se mira una flor marchita que uno mismo ha cortado, en la que apenas se reconoce la belleza que le ha impulsado a cortarla y destrozarla. Y, sin embargo, tenía la impresión de que, cuando su amor era más fuerte, habría podido arrancarla de su corazón con un esfuerzo de la voluntad, mientras que ahora, cuando le parecía que había dejado de quererla, como le sucedía en esos instantes, sabía que no había manera de romper el vínculo que les unía.
—Entonces, ¿qué era lo que me querías decir del príncipe? Ya he expulsado a ese demonio —añadió. Así llamaban entre ellos a los celos—. Sí, ¿qué era lo que habías empezado a contarme? ¿Qué es lo que te ha resultado tan molesto?
—¡Ah, ha sido insoportable! —dijo Vronski, tratando de recuperar el hilo de sus pensamientos—. No sale ganando cuando se lo conoce a fondo. Si hubiera que definirlo, lo compararía con un animal bien cebado, como esos que reciben la medalla de honor en las ferias. Nada más —añadió, con un tono de desdén que interesó a Anna.
—Pero ¿cómo es posible? —objetó ella—. Supongo que habrá visto mucho mundo y que será un hombre instruido.
—La instrucción de esa gente no es como la nuestra. Parece como si sólo se instruyeran para tener derecho a despreciar la instrucción, como desprecian todo lo demás, excepto los placeres bestiales.
—Pero si a todos vosotros os gustan esos placeres —dijo Anna, y Vronski volvió a advertir esa mirada sombría, que evitaba la suya.
—¿Por qué lo defiendes? —preguntó Vronski, sonriendo.
—No lo defiendo. Me trae absolutamente sin cuidado. De todos modos, supongo que, si no te gustaran esos placeres, habrías renunciado a ellos. Pero el caso es que te causa placer contemplar a esa Thérése en el traje de Eva…
—¡Ya estamos! ¡Otra vez ese demonio! —exclamó Vronski, cogiéndole la mano, que Anna había apoyado en la mesa, y besándosela.
—¡Sí, pero es que no puedo remediarlo! No te imaginas lo que he sufrido esperándote. Pienso que no soy celosa. No lo soy. Te creo cuando estás aquí conmigo. Pero cuando te vas a algún lugar tú solo y te entregas a esa vida que no comprendo…
Anna se apartó de él, sacó por fin el ganchillo de la labor y, sirviéndose del dedo índice, empezó a trenzar los hilos de lana blanca, brillantes a la luz de la lámpara. Su fina muñeca se agitaba con movimientos nerviosos y fulgurantes por debajo de la manga bordada.
—¿Y qué? ¿Dónde te has encontrado con Alekséi Aleksándrovich? —preguntó de pronto con un tono de voz nada natural.
—Nos tropezamos en la puerta.
—¿Y te saludó así?
Anna alargó su hermoso rostro, entornó los ojos, cruzó los brazos y adoptó una expresión casi idéntica a la de Alekséi Aleksándrovich cuando le saludó. Vronski sonrió, y ella estalló en esa alegre risa suya, agradable y sonora, que constituía uno de sus mayores encantos.
—La verdad es que no lo entiendo —dijo Vronski—. Si después de la explicación que tuvisteis en la residencia de verano hubiera roto contigo, si me hubiera desafiado a duelo… Pero esto no lo entiendo. ¿Cómo puede soportar esta situación? No cabe duda de que sufre.
—¿Él? —replicó Anna con ironía—. Está contentísimo.
—¿Por qué seguimos atormentándonos todos cuando las cosas podrían arreglarse?
—No, con él es imposible. ¿Es que no le conozco? Todo su ser está imbuido de mentira… ¿Cómo podría vivir conmigo si tuviera algún sentimiento? No entiende nada, no siente nada. ¿Cómo es posible que un hombre siga viviendo bajo el mismo techo con su esposa culpable? ¿Cómo es posible que hable con ella, que la tutee? —Y de nuevo, sin apenas darse cuenta, volvió a imitarle—: «Tú, ma chère. Tú, Anna». ¡No es un ser humano, no es una persona, es un muñeco! Nadie lo sabe, pero yo sí. Ah, si estuviera en su lugar, hace tiempo que habría matado, o mejor, descuartizado a una mujer como yo, en lugar de decirle: «Ma chère Anna». No es un hombre, es una máquina administrativa. No entiende que soy tu mujer y que él es un extraño para mí, una figura superflua… Pero será mejor que no hablemos más de eso.
—No tienes razón, querida, no tienes razón —dijo Vronski, procurando calmarla—. Pero no importa, no hablemos más de él. Cuéntame lo que has hecho. ¿Qué te pasa? ¿Qué es esa enfermedad que tienes? ¿Qué te ha dicho el médico? —Anna le miró con una expresión entre alegre y burlona. Por lo visto, había encontrado otros aspectos ridículos y desagradables en su marido y sólo esperaba una ocasión propicia para revelárselos—. Imagino que no se trata de una enfermedad, sino de tu estado —prosiguió Vronski—. ¿Cuándo será?
El brillo irónico desapareció de los ojos de Anna y la alegre sonrisa de antes cedió su lugar a otra en la que se reflejaba una dulce tristeza, así como la certidumbre de que estaba al tanto de algo que Vronski desconocía.
—Pronto, pronto. Dices que nuestra situación es un suplicio, que debe resolverse. Si supieras lo mucho que sufro, lo que daría por poder amarte libremente, a la luz del día. Ni yo me atormentaría ni te atormentaría a ti con mis celos… Y eso ocurrirá pronto, pero no de la manera que nos figuramos.
Al pensar en lo que, según ella, iba a suceder, se sintió tan digna de lástima que los ojos se le llenaron de lágrimas y ya no pudo continuar. Apoyó en el brazo de Vronski su mano blanquísima, cuyas sortijas brillaban a la luz de la lámpara.
—No será como nos imaginamos. No quería hablarte de esto, pero me has obligado. Pronto, muy pronto, se resolverá todo, y todos nosotros encontraremos la paz y dejaremos de sufrir.
—No te entiendo —replicó Vronski, aunque la entendía perfectamente.
—Me has preguntado que cuándo será. Pronto. Pero yo no sobreviviré. ¡No me interrumpas! —y empezó a hablar muy deprisa—. Lo sé, estoy plenamente convencida. Voy a morir, y la verdad es que me alegro, pues así os libero a los dos.
Las lágrimas brotaron de sus ojos. Vronski se inclinó hacia su mano y se puso a besarla, tratando de ocultar su emoción, que no era capaz de controlar, a pesar de que sabía que no tenía ningún fundamento.
—Sí, es lo mejor —dijo Anna, apretándole con fuerza la mano—. Es lo único que nos queda.
Vronski se recobró y levantó la cabeza.
—¡Qué bobada! ¡Lo que dices no tiene ningún sentido!
—Es la verdad.
—¿Qué es lo que es verdad?
—Que me voy a morir. Lo he soñado.
—¿Que lo has soñado? —repitió Vronski y por un instante se acordó del campesino al que había visto en sueños.
—Sí, hace ya mucho tiempo —respondió Anna—. Soñé que entraba corriendo en mi dormitorio para coger algo y enterarme de alguna cosa. Ya sabes cómo son los sueños —prosiguió, abriendo los ojos con espanto—. Y en un rincón de la habitación distinguí una figura…
—¡Ah, qué tontería! Cómo puedes creer…
Pero Anna no permitió que la interrumpiera. Lo que le estaba contando era demasiado importante para ella.
—Esa figura se volvió, y entonces pude ver que era un campesino pequeño y terrible, con la barba desgreñada. Quise echar a correr, pero él se inclinó sobre un saco y se puso a rebuscar en su interior…
Anna imitó los movimientos de aquel hombre, con una expresión de terror. Vronski, acordándose del sueño que había tenido, sintió que le embargaba ese mismo terror.
—Mientras rebuscaba en el saco, pronunciaba muy deprisa unas palabras en francés, ya sabes, arrastrando las erres: «Il faut le battre le fer, le broyer, le pétrir…»[4]. Sobrecogida de espanto, quise despertar, y me desperté… pero en un sueño. Y empecé a preguntarme qué significaba todo eso. Oí que Kornéi me decía: «Al dar a luz, madrecita, se morirá usted al dar a luz». Entonces me desperté de verdad…
—¡Qué bobada! ¡Qué bobada! —dijo Vronski, aunque él mismo se daba cuenta de que su voz no sonaba nada convincente.
—Bueno, no hablemos más de eso. Haz el favor de llamar. Voy a ordenar que nos sirvan el té. Pero espera un momento. Creo que pronto…
Anna no acabó la frase. La expresión de su rostro cambió en un instante. El terror y la agitación dejaron paso a una atención serena, grave, beatífica. Vronski no pudo comprender a qué obedecía ese cambio. Anna había sentido que una nueva vida se agitaba en su interior.