Los Karenin, marido y mujer, seguían viviendo bajo el mismo techo y se veían a diario, pero eran completamente extraños el uno al otro. Alekséi Aleksándrovich se había impuesto la norma de pasar a ver a su esposa todos los días, para evitar las murmuraciones de los criados; no obstante, procuraba no comer en casa. Vronski jamás aparecía por allí, pero Anna se encontraba con él en otros lugares, y Alekséi Aleksándrovich lo sabía.
Esa situación era un tormento para los tres, y ninguno habría sido capaz de soportarla un solo día si no hubiera albergado la esperanza de que iba a cambiar, de que ese molesto contratiempo era transitorio y pasajero. Alekséi Aleksándrovich confiaba en que esa pasión se marchitara, como todas las cosas de este mundo, en que todos acabaran olvidándose del asunto y su nombre no sufriera menoscabo alguno. Anna, que era la responsable de la situación, más penosa para ella que para nadie, la soportaba no sólo porque esperara algún cambio, sino porque estaba firmemente convencida de que pronto se resolvería y se aclararía todo. No tenía ni idea de cuál sería el desenlace, pero se lo imaginaba muy cercano. Vronski, involuntariamente sometido a Anna, también esperaba que un acontecimiento externo viniera a resolver todas las dificultades.
A mediados del invierno Vronski pasó una semana muy aburrida. Se le nombró acompañante de un príncipe extranjero[1] que había llegado a San Petersburgo, con la misión de mostrarle todas las curiosidades de la ciudad. Eligieron a Vronski por su buena presencia, sus modales distinguidos y respetuosos y su conocimiento de la alta sociedad. Pero la misión se le antojó muy enojosa. El príncipe no quería dejar de ver ninguna de las cosas por las que pudieran preguntarle a su regreso; además, quería disfrutar lo más posible de los placeres rusos. Vronski debía servirle de guía en uno y otro propósito. Por las mañanas iban a ver los lugares emblemáticos y por las noches participaban en las diversiones nacionales. El príncipe gozaba de una salud extraordinaria, aun para los de su condición; por medio de la gimnasia y del cuidado del cuerpo había llegado a tener tanta fuerza que, a pesar de los excesos a los que se entregaba, estaba tan fresco como uno de esos pepinos holandeses, grandes, verdes, y brillantes. Como había viajado mucho, opinaba que una de las principales ventajas de los medios modernos de comunicación consistía en la posibilidad de gozar de los placeres nacionales. Había estado en España, donde había dado serenatas y cortejado a una española que tocaba la mandolina. En Suiza había matado una gemse[2]. En Inglaterra, vestido de chaqueta roja, había saltado con su caballo por encima de los setos, y en una apuesta había matado doscientos faisanes. En Turquía había visitado un harén. En la India había montado elefantes y ahora, en Rusia, deseaba saborear los placeres típicos del país.
Vronski, que en cierto modo actuaba como su maestro de ceremonias, encontró grandes dificultades para organizar todos los placeres que distintas personas ofrecían al príncipe. Habían estado en las carreras, degustado tortitas, participado en una cacería de osos, paseado en troika, escuchado a las gitanas, celebrado banquetes en los que, siguiendo la costumbre rusa, se había roto la vajilla. Y el príncipe había asimilado el espíritu ruso con una facilidad sorprendente: rompía bandejas enteras de vajilla, sentaba a las gitanas en sus rodillas y parecía preguntarse si no había nada más, si eso era todo lo que el espíritu ruso podía ofrecerle.
En realidad, de todos los placeres rusos los que más le habían gustado eran las actrices francesas, una bailarina del ballet y el champán de etiqueta blanca. Vronski estaba acostumbrado a tratar con príncipes, pero, ya fuera porque él mismo había cambiado en los últimos tiempos o porque a ése lo había visto demasiado de cerca, el caso es que aquella semana le pareció terriblemente penosa. En todo momento había tenido la sensación de estar acompañando a un loco peligroso, de quien se teme no su enfermedad, sino el efecto pernicioso que su proximidad puede tener en la propia razón. Para evitar cualquier ofensa, Vronski se veía obligado a no suavizar ni por un instante ese tono de deferencia protocolaria. El príncipe trataba de manera despectiva a esas mismas personas que, para gran sorpresa de su guía, se desvivían por procurarle placeres rusos. Sus juicios sobre las mujeres rusas, a las que deseaba estudiar, hicieron enrojecer de indignación a Vronski en más de una ocasión. El principal motivo por el que el príncipe le resultaba tan insoportable era que involuntariamente se veía reflejado en él. Y lo que veía en ese espejo no halagaba su amor propio. Era un hombre muy estúpido, muy seguro de sí mismo, rebosante de salud y muy estricto en el cuidado personal. Nada más. Claro que era un caballero, eso Vronski no podía negarlo. En presencia de sus superiores hacía gala de una actitud digna, nada servil, era sencillo y desenvuelto con sus iguales y se mostraba desdeñoso y condescendiente con los inferiores. Vronski, que también era así, lo consideraba una gran virtud. Pero estaba en un plano de inferioridad con respecto al príncipe, y esa actitud entre despectiva y condescendiente le indignaba.
«¡Qué animal! ¿Es posible que yo también sea así?», pensaba.
Fuera como fuese, cuando al séptimo día se despidió del príncipe, antes de que partiera para Moscú, y escuchó sus palabras de agradecimiento, Vronski se sintió feliz de poder librarse de esa situación incómoda, de ese desagradable espejo. Se despidieron en la estación, después de regresar de una cacería de osos, en la que los rusos se habían pasado la noche entera alardeando de su valor.