XXIX

La ejecución de ese plan presentaba muchas dificultades, pero Levin puso todo su empeño. No logró todo lo que se proponía, pero al menos pudo decirse, sin engañarse a sí mismo, que el esfuerzo había merecido la pena. Uno de los principales obstáculos consistía en que las labores estaban en pleno apogeo; en suma, no podía pararlo todo y empezar desde el principio: tenía que cambiar las cosas sobre la marcha.

La misma tarde en que regresó a su casa, comunicó sus planes al administrador, que aprobó con satisfacción evidente la parte de su discurso que demostraba que todo lo que se había hecho hasta entonces era absurdo y desventajoso. El administrador replicó que se lo llevaba diciendo mucho tiempo y que no había querido escucharle. En cuanto a la propuesta de Levin, que le ofrecía participar como socio, junto con los trabajadores, en la explotación de la finca, el administrador se limitó a responder con aire abatido, sin expresar ninguna opinión definida. Acto seguido se puso a hablar de que era necesario transportar al día siguiente los últimos haces de centeno y proceder a arar la tierra por segunda vez. Levin entendió la indirecta: no era el momento oportuno para hablar de la cuestión.

Al hablar con los campesinos de la misma cuestión y ofrecerles el arriendo de la tierra bajo condiciones nuevas, Levin se topó de nuevo con la misma dificultad: estaban tan ocupados con las labores del día que no tenían tiempo para pensar en las ventajas y los inconvenientes de la proposición.

Un mujik ingenuo, Iván el vaquero, pareció entender plenamente la propuesta de Levin —participar con su familia en los beneficios de la vaquería— y acogerla de buen grado. Pero, cuando Levin pasó a exponerle las ventajas de que gozaría en el futuro, el rostro de Iván expresó inquietud, y a continuación lamentó no poder escucharle hasta el final, pues tenía que ocuparse de alguna tarea que no admitía demoras: echar heno a las vacas, sacar agua o barrer el estiércol.

Otro de los obstáculos con los que chocaba era la desconfianza inveterada de los campesinos, en cuya cabeza no podía entrar que el amo tuviera más objetivos que sacarles lo más posible. Estaban firmemente convencidos de que, por más que les dijera, jamás les revelaría su auténtico propósito. Y ellos mismos, al exponer sus argumentos, decían muchas cosas, pero nunca lo que pensaban de verdad. Además (Levin se daba cuenta de que el propietario bilioso tenía razón), había una condición previa e indispensable para llegar a algún tipo de acuerdo: que no se les obligara a aceptar nuevos métodos agrícolas ni a emplear herramientas nuevas. Reconocían que el arado moderno tenía sus ventajas, que el escarificador daba buenos resultados, pero ponían mil excusas para no utilizarlos. Levin estaba persuadido de que había que rebajar el nivel de la agricultura, pero le daba pena renunciar a algunas innovaciones cuyos beneficios eran tan evidentes. No obstante, a pesar de todas esas dificultades, se salió con la suya, y a partir del otoño el nuevo plan empezó a funcionar, o al menos tal era su impresión.

En un principio Levin pensó en arrendar toda la finca, tal como estaba, a los campesinos, a los jornaleros y al administrador en las nuevas condiciones de compañerismo, pero pronto se convenció de que no era posible y decidió dividirla. Las cuadras, el jardín, la huerta, los prados y los campos, fraccionados en varias parcelas, debían constituir lotes separados. Iván el vaquero, aquel mujik ingenuo, que en opinión de Levin era quien mejor entendía el asunto, eligió asociarse principalmente con miembros de su propia familia y se ocupó de las cuadras. Seis familias de campesinos, unidos en cooperativa, y un inteligente carpintero, Fiódor Rezunov, se hicieron cargo de unas tierras lejanas, abandonadas desde hacía ocho años e invadidas por las malas hierbas. Por su parte, el campesino Shuráiev arrendó las huertas en las mismas condiciones. Lo demás quedó como antes, pero esos tres lotes fueron el comienzo del nuevo sistema de explotación y reclamaron toda la atención de Levin.

Cierto que en las cuadras las cosas no iban mejor que antes, y que Iván se oponía con todas sus fuerzas a caldear los establos y a elaborar mantequilla con nata fresca, pues era de la opinión de que las vacas, con el frío, requerían menos pienso y que la mantequilla de crema agria era más fácil de hacer. Además, exigía el mismo salario de antes, y parecía no darse cuenta de que el dinero que recibía no era un sueldo, sino un adelanto sobre su parte de los beneficios.

Cierto que el grupo de Fiódor Rezunov no aró el campo dos veces antes de sembrar, como habían convenido, alegando que disponían de poco tiempo. Cierto que los mujiks de ese grupo, aunque habían aceptado trabajar la tierra con las nuevas condiciones, no la consideraban común, sino arrendada a medias, y varios de ellos, entre ellos el propio Rezunov, le habían dicho a Levin en más de una ocasión: «Si quisiera usted cobrar una cantidad por la tierra, estaría más tranquilo y nosotros nos sentiríamos más libres». Además, esos mujiks, sirviéndose de diversos pretextos, seguían posponiendo la construcción del establo y el cobertizo que habían prometido levantar antes del invierno.

Cierto que Shuráiev pretendía dividir en parcelas las huertas que le había arrendado y subarrendárselas a los campesinos. Por lo visto no había comprendido en absoluto las condiciones del trato, aunque cabía la sospecha de que ese malentendido fuera intencionado.

Cierto que, cuando hablaba con los campesinos para explicarles las ventajas de la empresa, Levin solía reparar en que le escuchaban sin apenas prestarle atención, firmemente convencidos de que, dijera lo que dijera, no se dejarían engatusar. Esa percepción se hacía particularmente intensa cuando hablaba con el campesino más inteligente, Rezunov, y descubría en sus ojos ese destello que le revelaba con toda claridad que se estaba burlando de él y que albergaba el firme convencimiento de que, si alguien resultaba engañado, no sería él.

No obstante, a pesar de todo eso, Levin creía que su nuevo plan funcionaba y que, con perseverancia y una contabilidad estricta, les demostraría las ventajas de su sistema, y entonces las cosas marcharían por sí solas.

Estos asuntos, así como la administración de la parte de la hacienda que había quedado en sus manos y la composición de su libro, lo tuvieron tan ocupado a lo largo de todo ese verano que apenas tuvo tiempo para ir de caza. A finales de agosto se enteró, por medio de un criado que había ido a devolverle la silla, que los Oblonski habían regresado a Moscú. Comprendió que, al no responder a la carta de Daria Aleksándrovna —grosería que no podía recordar sin enrojecer de vergüenza— había quemado sus naves, que nunca podría volver a visitarlos. Había actuado de la misma manera con Sviazhski, pues se había marchado sin despedirse. Tampoco volvería a poner el pie en su casa. Ahora todo eso le traía sin cuidado. Jamás en su vida una actividad le había obsesionado tanto como las tareas relacionadas con la nueva organización de su hacienda. Leyó los libros que le había prestado Sviazhski, encargó otros que no tenía, y emprendió el estudio de obras de economía política y socialistas, pero, como suponía, no encontró nada relacionado con la tarea que había emprendido. En los libros de economía política, por ejemplo, los de Mill, que Levin había leído en un principio con apasionamiento, esperando hallar a cada momento la solución a las cuestiones que le preocupaban, sólo encontró leyes deducidas de la situación de la agricultura en Europa; pero no entendía por qué esas leyes, inaplicables en Rusia, deberían tener un carácter universal. Tampoco acababa de entender los libros socialistas. O bien eran hermosas fantasías irrealizables, como las que tanto le habían entusiasmado en sus tiempos de estudiante, o correcciones y enmiendas a la situación económica de Europa, con la que el sistema agrícola ruso no tenía nada que ver. La economía política afirmaba que las leyes que habían propiciado y seguían propiciando la riqueza de Europa eran generales e irrefutables. Las teorías socialistas consideraban que la aplicación de esas leyes llevaría a la ruina. Ni unos ni otros ofrecían, no ya una respuesta, sino la menor alusión de lo que Levin, los campesinos rusos y los propietarios debían hacer para que sus millones de brazos y de hectáreas contribuyeran al bienestar común.

Una vez metido en faena, Levin leyó concienzudamente todo lo relacionado con el objeto de su obra y planeó viajar al extranjero en otoño para estudiar el asunto sobre el terreno y evitar que le sucediese con esa cuestión lo que tantas veces le había ocurrido con otras. En cuanto empezaba a comprender el pensamiento de su interlocutor y a exponer el suyo, solían decirle: «¿Y Kaufmann y Jones, y Dubois y Miccelli[20]? No los ha leído usted. Léalos. Se han ocupado a fondo de esta cuestión».

Ahora veía con claridad que Kaufmann y Miccelli no tenían nada que decirle. Sabía lo que quería. Veía que Rusia disponía de unas tierras excelentes y de unos trabajadores magníficos, y que en algunos casos, como sucedía con aquel viejo campesino al que había conocido por el camino, tanto la tierra como los trabajadores rendían mucho, pero la mayoría de las veces, cuando se empleaba el capital a la manera europea, los resultados eran pobres, porque los braceros querían trabajar y sólo trabajaban bien a su manera. Esa resistencia no era un fenómeno casual, sino constante, que hundía sus raíces en el espíritu mismo del pueblo. Pensaba que el pueblo ruso, llamado a poblar y cultivar inmensos espacios deshabitados, se había atenido conscientemente a los procedimientos que necesitaba para colonizar toda la tierra, y que esos procedimientos no eran tan malos como solía creerse. Y eso era lo que pretendía demostrar, de una manera teórica en su libro y de una manera práctica en su hacienda.