—Si no me diera pena abandonar lo que ya he empezado… tantos esfuerzos como he hecho… me desprendería de todo, lo vendería y me marcharía como Nikolái Ivánovich… a oír La belle Hélène —decía el viejo propietario, cuyo rostro inteligente iluminaba una agradable sonrisa.
—Si se queda usted —replicó Nikolái Ivánovich Sviazhski— es que le trae cuenta.
—Me trae cuenta porque vivo en mi propia casa, y no tengo que comprar ni alquilar nada. Además, aún conservo la esperanza de que los campesinos acaben entrando en razón. Aunque, a decir verdad, ¡qué borracheras, qué depravación! Lo han repartido todo, no les queda ni una vaca, ni un caballo. Pueden estar muriéndose de hambre, pero, si contrata usted a alguno como jornalero, encontrarán la manera de echarlo todo a perder e incluso de llevarlo ante el juez de paz.
—También usted puede quejarse ante el juez de paz —objetó Sviazhski.
—¿Quejarme yo? ¡Por nada del mundo! ¡Habría que pasar por tantos trámites que me arrepentiría! Ahí tiene usted el asunto de la fábrica: después de cobrar el dinero que se les dio como adelanto, los obreros se marcharon. ¿Y qué hizo el juez de paz? Los dejó libres. Los únicos que hacen las cosas bien son el juzgado comarcal y el stárosta, que les da una paliza a la antigua usanza. De no ser por eso, lo mejor sería dejarlo todo y marcharse al otro extremo del mundo.
Era evidente que el propietario quería sacar de sus casillas a Sviazhski, pero éste, lejos de enfadarse, parecía divertido.
—Y, sin embargo, ni Levin, ni este señor —señaló al otro propietario— ni yo dirigimos nuestras haciendas sin recurrir a tales medidas —dijo, sonriendo.
—Puede ser, pero pregúntele a Mijaíl Petróvich cómo se las ha arreglado para que sus asuntos le vayan tan bien. ¿Llamaría usted a eso una administración racional? —preguntó el propietario, muy satisfecho, por lo visto, de esa última palabra.
—Gracias a Dios, mi hacienda no requiere grandes quebraderos de cabeza —dijo Mijaíl Petróvich—. Lo único que me preocupa es tener dinero en otoño para pagar los impuestos. Los campesinos vienen a verme: «Padrecito, ayúdenos». Y me da pena, claro, porque son vecinos nuestros. Así que les adelanto el primer cuatrimestre, pero les digo: «Acordaos, muchachos, de que yo os he ayudado, y ayudadme vosotros a mí cuando lo necesite, bien para sembrar la avena, para segar el heno o para recoger la cosecha». Y nos ponemos de acuerdo sobre los trabajos que deben hacer por cada tributo que les pago. Es verdad que algunos de ellos son unos sinvergüenzas.
Levin, que sabía muy bien en qué consistían esas medidas patriarcales, cambió una mirada con Sviazhski e, interrumpiendo a Mijaíl Petróvich, se dirigió al propietario del bigote gris.
—Entonces, ¿qué opina usted? —preguntó—. ¿Cómo se debe dirigir una hacienda en los tiempos que corren?
—Pues como hace Mijaíl Petróvich: a medias con los campesinos o arrendándoles la tierra. Todo eso es posible, pero con esas medidas se destruye la riqueza común del país. Una tierra que, en tiempos de la servidumbre, con una administración adecuada, rendía nueve veces lo que se sembraba, ahora, a medias, no rinde más que tres. ¡La emancipación ha arruinado Rusia!
Sviazhski miró a Levin con ojos risueños y hasta hizo un leve gesto de burla, pero Levin no encontraba divertidas las palabras del propietario. Las entendía mejor que Sviazhski. Muchas de las cosas que dijo después el propietario para demostrar por qué la emancipación había arruinado el país le parecieron atinadas e indiscutibles, además de novedosas. Era evidente que ese hombre estaba exponiendo ideas propias, algo muy poco frecuente, y que esas reflexiones no se las había dictado la necesidad de llenar de algún modo sus momentos de ocio, sino las condiciones de su vida en la soledad de la aldea, analizada desde todos los puntos de vista.
—Lo que quiero decir es que no se puede conseguir ningún progreso si no se recurre a la autoridad —apuntó, deseando demostrar que tampoco él carecía de instrucción—. Tomemos, por ejemplo, las reformas de Pedro, de Catalina, de Alejandro. Fíjese en la historia europea. Y esa regla es válida sobre todo para la agricultura. Hasta la patata ha sido introducida por la fuerza. Y no siempre se ha labrado con el arado. Puede que se introdujera en los tiempos del feudalismo, y probablemente también fue necesario recurrir a la fuerza. En nuestra época, durante el régimen de servidumbre, los propietarios introdujimos innovaciones en nuestras haciendas: secadoras, aventadoras, el acarreo del estiércol, aperos de todo tipo. Y todo lo hemos hecho gracias a nuestra autoridad. Los campesinos en un principio se oponían, pero luego acabaron imitándonos. Ahora, una vez abolida la servidumbre, se nos ha arrebatado nuestro poder, y nuestra agricultura, que había alcanzado un alto nivel de desarrollo, volverá a un estado primitivo y salvaje. Ésa es mi opinión.
—Pero ¿por qué? Si sus métodos son racionales, puede ponerlos en práctica con la ayuda de jornaleros —dijo Sviazhski.
—¿Y cómo quiere usted que los aplique cuando ya no tenemos autoridad? ¿A quién voy a recurrir?
«Aquí es donde aparece la mano de obra, el elemento principal de la agricultura», pensó Levin.
—A los jornaleros.
—Los jornaleros no quieren trabajar bien ni emplear buenas máquinas. Lo único que saben hacer es emborracharse como cerdos y romper todo lo que se les confía. Dan demasiada agua a los caballos, destrozan los buenos arneses, cambian las ruedas con llantas de hierro por otras y se gastan en bebida la diferencia, meten un tornillo en la trilladora para estropearla. Les repugna todo lo que no se hace a su manera. Por esa razón ha decaído el nivel de la agricultura. Los propietarios abandonan las tierras, dejan que se cubran de maleza o se las entregan a los campesinos, y lo que antes producía millones de fanegas ahora sólo rinde centenares de miles. La riqueza general ha disminuido. Se podría haber hecho lo mismo, pero con un poco más de sensatez…
Y pasó a desarrollar su propio plan para la liberación de los siervos, con el que se habrían evitado todos esos inconvenientes.
A Levin ese tema no le interesaba; por eso, cuando el propietario terminó su exposición, volvió a su primer argumento y, dirigiéndose a Sviazhski, con el propósito de que expusiera en serio su opinión, dijo:
—Es indudable que el nivel de la agricultura ha decaído y que, dadas nuestras relaciones con los campesinos, no hay manera de explotar la hacienda recurriendo a métodos racionales.
—Yo no lo veo así —replicó ya en serio Sviazhski—. Lo que pasa es que no sabemos administrar nuestras haciendas. En cuanto al nivel de la agricultura en los tiempos de la servidumbre, no creo que fuera alto, sino extremadamente bajo. No tenemos máquinas, ni buenos animales de labor ni una administración digna de tal nombre. Ni siquiera sabemos llevar las cuentas. Pregúntale a cualquier propietario: no sabrá decirle lo que le reporta beneficios ni lo que le ocasiona pérdidas.
—La contabilidad italiana —dijo el propietario con ironía—. Pero, por más cuentas que haga, como se lo estropeen todo, no habrá ninguna ganancia.
—¿Y por qué lo van a estropear? Pueden estropear una trilladora que no vale nada o esa apisonadora rusa que tiene usted, pero en ningún caso mi máquina de vapor. Puede que revienten un caballejo ruso (¿cómo se llama esa raza? ¿Toscana, no?) al que hay que tirar de la cola, pero dele usted un percherón o al menos un bitiug[18], y ya verá cómo no lo echa a perder. Y lo mismo pasa con todo. Tenemos que elevar el nivel de nuestras explotaciones.
—¡Si dispusiéramos de medios, Nikolái Ivánovich! Para usted es muy fácil hablar así, pero yo tengo un hijo en la universidad y otros que van al instituto. ¿De dónde quiere que saque el dinero para comprar percherones?
—Para eso están los bancos.
—¿Para que me vendan en pública subasta lo poco que me queda? ¡No, gracias!
—No estoy de acuerdo en que se pueda y se deba elevar el nivel de nuestra agricultura —intervino Levin—. Yo llevo tiempo intentándolo y, aunque dispongo de medios, no he conseguido nada. Y no sé de qué utilidad pueden ser los bancos. En lo que a mí respecta, por más dinero que he gastado en ganado y maquinaria, no he tenido más que pérdidas.
—Es verdad —confirmó el propietario del bigote gris, que hasta se reía de satisfacción.
—Y no soy el único —prosiguió Levin—. Puedo nombrar a otros propietarios que dirigen sus haciendas de un modo racional. Todos ellos, salvo raras excepciones, tienen pérdidas. ¿Y qué me dice usted de su finca? ¿Le reporta beneficios? —preguntó a Sviazhski, y acto seguido descubrió en su mirada esa momentánea expresión de temor que siempre advertía cuando quería ir más allá de las habitaciones exteriores de su inteligencia.
Además, no era una pregunta muy leal por parte de Levin. Mientras tomaban el té, la dueña de la casa le había confiado que ese verano habían hecho venir de Moscú a un contable alemán que, por quinientos rublos, había revisado las cuentas de la propiedad y había descubierto que las pérdidas ascendían a tres mil rublos y pico. No recordaba la cantidad exacta, pero, por lo visto, el alemán había calculado hasta el último cuarto de kopek.
Al oír esa mención a los beneficios de Sviazhski, el propietario sonrió, pues debía de conocer las ganancias que tenía su vecino, mariscal de la nobleza.
—Puede que no tenga beneficios —respondió Sviazhski—. Pero eso sólo pondría de manifiesto que soy un mal propietario o que invierto mi capital en aumentar la renta.
—¡Ah, la renta! —exclamó Levin horrorizado—. Tal vez exista renta en Europa, donde la tierra ha mejorado a fuerza de trabajarla, pero en Rusia pasa justo lo contrario: la hemos agotado. En consecuencia, no puede hablarse de renta.
—¿Cómo que no? Es una ley.
—Y nosotros estamos fuera de la ley. En nuestro caso la renta no explica nada; al contrario, lo embrolla todo. No, dígame cómo puede la teoría de la renta…
—¿Quieren una cuajada? Masha, tráenos unas cuajadas o unas frambuesas —dijo, dirigiéndose a su mujer—. Es increíble que siga habiendo frambuesas en esta época del año.
Y Sviazhski, en un estado de ánimo inmejorable, se levantó y se alejó. Era evidente que daba por terminada la conversación, cuando Levin consideraba que acababa de empezar.
Al verse privado de su interlocutor, Levin siguió charlando con el propietario, tratando de demostrarle que todas las dificultades se debían a que no se tenían en cuenta las cualidades y costumbres de los trabajadores. Pero el propietario, como todas las personas que alumbran pensamientos originales en sus largos ratos de soledad, era reacio a admitir las opiniones ajenas y se aferraba apasionadamente a las suyas. Insistía en que el campesino ruso era un cerdo, capaz de vivir sólo en medio de la inmundicia, y en que para sacarle de ese estado se necesitaba autoridad, y, a falta de ésta, un buen palo. Pero, como todos se habían vuelto tan liberales, habían sustituido el palo secular por abogados y cárceles, en las que esos campesinos incapaces y malolientes recibían un buen plato de sopa y tantos metros cúbicos de aire.
—¿Y por qué piensa usted —preguntó Levin, tratando de volver a la cuestión que le interesaba— que no pueden establecerse entre los trabajadores y nosotros unas relaciones que den como resultado un trabajo verdaderamente productivo?
—¡Nunca conseguirá meter en vereda al campesino ruso si no es con el palo! No hay autoridad —respondió el propietario.
—¿Acaso pueden encontrarse nuevas condiciones de trabajo? —intervino Sviazhski, que había vuelto a acercarse a sus invitados después de tomarse una cuajada y encender un cigarrillo—. Todas las relaciones posibles con los trabajadores han sido establecidas y estudiadas —dijo—. Ese vestigio de barbarie, la comuna primitiva con caución solidaria, se está desmoronando por sí sola, el régimen de servidumbre ha desaparecido. Sólo queda el trabajo libre, con sus formas definidas y concretas, que debemos aceptar: braceros, jornaleros, peones. Fuera de eso no hay nada.
—Pero Europa no está satisfecha de esas formas.
—No está satisfecha y busca otras nuevas. Probablemente las encontrará.
—A eso es a lo que me refiero yo —respondió Levin—. ¿Por qué no podemos buscarlas nosotros por nuestra cuenta?
—Porque sería como inventar nuevos procedimientos para construir ferrocarriles. Esos procedimientos ya se han inventado y están al alcance de cualquiera.
—Pero ¿y si esos procedimientos no nos convienen, si no son razonables? —preguntó Levin.
Y volvió a sorprender esa expresión de temor en los ojos de Sviazhski.
—Sí, ya podemos lanzar las campanas al vuelo. ¡Hemos encontrado lo que buscaba Europa! Conozco esa vieja canción, pero perdone que le diga una cosa: ¿sabe usted todo lo que se ha hecho en Europa en materia de organización laboral?
—No, apenas un poco.
—Es una cuestión que ocupa en estos momentos a las mejores cabezas del continente. Por un lado está la escuela de Schulze-Delizsch… Por otro, la más liberal de Lasalle, con su vasta literatura sobre la cuestión obrera… En cuanto a la organización de Mulhouse, ya es un hecho, como probablemente sepa usted[19].
—Algo he oído, pero no mucho.
—Lo dice sólo por decir. Seguro que conoce todo eso tan bien como yo. Naturalmente, no soy ningún profesor de sociología, pero me interesa esa cuestión. Si a usted le interesa también, debería estudiarla.
—¿Y a qué conclusión han llegado?
—Perdone…
Los propietarios se levantaron y Sviazhski, parándole los pies a Levin, que una vez más había insistido en su desagradable costumbre de querer traspasar el umbral de su inteligencia, salió a despedir a sus invitados.