Sviazhski era el mariscal de la nobleza de su distrito. Tenía cinco años más que Levin y llevaba mucho tiempo casado. En la casa vivía su joven cuñada, una muchacha que le caía muy bien a Levin. Éste no ignoraba que Sviazhski y su mujer deseaban casarlo con ella. Lo sabía a ciencia cierta, como saben esas cosas los jóvenes a los que se llama pretendientes, aunque nadie se había atrevido a decirle una palabra. También sabía que, a pesar de sus deseos de casarse y de que, según todas las apariencias, esa muchacha tan atractiva sería una excelente esposa, tenía tan pocas posibilidades de casarse con ella, aunque no estuviera enamorado de Kitty Scherbatski, como de echarse a volar. Esa certidumbre le amargaba el placer que esperaba encontrar en aquella casa.
Al recibir la carta de su amigo en la que le invitaba a cazar, Levin pensó en seguida en ese inconveniente, pero llegó a la conclusión de que las intenciones que atribuía a su amigo no eran más que suposiciones infundadas, de modo que resolvió partir. Además, en el fondo de su alma quería ponerse a prueba, analizar de nuevo los sentimientos que albergaba por esa muchacha. La vida en casa de Sviazhski era muy agradable; en cuanto a su amigo, el mejor activista del zemstvo que Levin había conocido, siempre había despertado su interés.
Sviazhski era una de esas personas, bastante incomprensibles para Levin, cuyos juicios, harto fundados, aunque poco independientes, siguen un camino, mientras su vida, perfectamente definida y con una orientación firme, sigue otro que no sólo no guarda relación alguna con sus opiniones, sino que casi siempre está en flagrante contradicción. Sviazhski era un hombre extremadamente liberal. Despreciaba a los nobles y pensaba que la mayoría de ellos eran partidarios de la servidumbre, aunque no se atreviese a confesarlo. Consideraba que Rusia era un país de tercera categoría, algo así como Turquía, con un gobierno tan incapaz que ni siquiera perdía el tiempo en criticarlo. Pero al mismo tiempo era funcionario, así como un mariscal de la nobleza ejemplar, y nunca se ponía en camino sin la gorra con la escarapela y el galón rojo. Afirmaba que sólo se podía llevar una vida decente en el extranjero, adonde se iba en cuanto tenía ocasión, pero al mismo tiempo dirigía en Rusia una hacienda muy compleja, en la que había introducido muchas mejoras, y seguía con enorme interés todo lo que sucedía en el país, de cuyas últimas novedades estaba al tanto. Consideraba que el campesino ruso, por su grado de desarrollo, ocupaba un escalón intermedio entre el hombre y el mono, pero en época de elecciones estrechaba de buena gana las manos de los campesinos y escuchaba sus opiniones. No creía en Dios ni en el diablo, pero se preocupaba mucho de mejorar las condiciones del clero y de reducir el número de parroquias, aunque hacía todo lo posible por conservar la iglesia de su aldea.
En lo que respecta a la cuestión femenina, figuraba entre los más radicales defensores de la libertad total de la mujer, sobre todo de su derecho al trabajo, pero, a pesar de llevarse bien con su esposa (todo el mundo admiraba la armonía de esa vida familiar sin hijos), había organizado su vida de tal manera que ésta no hacía ni podía hacer nada, y su única preocupación, compartida por su marido, era pasar el tiempo de la mejor manera posible.
Si Levin no hubiera tenido esa tendencia a ver el lado más favorable de las personas, el carácter de Sviazhski no le habría planteado problemas o interrogantes. Simplemente se habría dicho: «Es un estúpido o un canalla», y todo habría quedado resuelto. Pero no se le podía llamar estúpido, porque, como Levin sabía perfectamente, Sviazhski no sólo era muy inteligente, sino también muy culto, aunque no alardeara de su erudición. No había materia sobre la que no supiera algo, pero sólo mostraba sus conocimientos cuando no le quedaba más remedio. Y menos aún se le podía tildar de canalla, porque era un hombre honrado a carta cabal, bondadoso e inteligente, que se ocupaba con empeño, tesón y buen ánimo de una actividad que todo el mundo tenía en alta estima y que seguramente nunca había hecho daño a nadie de manera consciente.
Levin trataba de comprenderlo, pero no lo conseguía. Tanto su persona como su vida constituían un enigma para él.
Como eran amigos, Levin se permitía sondear a Sviazhski, procurando llegar al fondo mismo de su concepción de la vida; pero siempre sin resultado. Cada vez que Levin había intentado ir más allá de las habitaciones de recepción de la mente de Sviazhski, abiertas para cualquiera, había notado que éste se turbaba un poco. En sus ojos se advertía un recelo casi imperceptible, como si temiera que Levin llegara a comprenderlo, y le oponía resistencia con algún comentario jovial y bienintencionado.
Después de su desengaño con las labores de la hacienda, Levin encontraba un placer especial en visitar a Sviazhski. No era sólo que esa feliz pareja de tórtolos, satisfechos consigo mismos y con todo el mundo, y ese nido tan confortable ejercieran sobre él un efecto beneficioso, sino que, ahora que se sentía tan descontento de su propia vida, quería arrancar a su amigo ese secreto que comunicaba a su existencia tanta serenidad, alegría y certidumbre. Además, sabía que en casa de Sviazhski tendría ocasión de ver a varios propietarios de los alrededores, y en esos momentos estaba especialmente interesado en hablar con ellos de cuestiones de economía rural, como la cosecha, el jornal de los braceros y otros temas no menos intrascendentes a juicio de muchos, pero que a él, a la sazón, se le antojaban fundamentales. «Puede que no tuviera importancia en los tiempos de la servidumbre y que siga sin tenerla en Inglaterra. En ambos casos las condiciones están definidas. Pero en nuestro país, en las circunstancias actuales, cuando reina todavía un completo desorden y sólo ahora las cosas empiezan a tomar forma, el análisis de esas cuestiones es la única tarea importante», pensaba Levin.
La partida de caza no dio los resultados que Levin había esperado. El pantano estaba seco y no había becadas. Después de recorrer los campos el día entero, sólo se cobró tres piezas, pero llegó a casa con un apetito voraz, como siempre que iba de caza, en un estado de ánimo inmejorable y con esa excitación intelectual que le causaba siempre el ejercicio físico. Durante la caza, en esos momentos en que se diría que no pensaba en nada, se acordaba de vez en cuando del viejo y de su familia. Era como si esa imagen no sólo reclamara su atención, sino la solución de alguna cuestión relacionada con ella.
Por la tarde, mientras tomaban el té en compañía de dos propietarios, que habían ido a ver a Sviazhski para hablar de una tutela, se entabló la interesante conversación que Levin tanto había esperado.
Sentado al lado de la dueña de la casa y enfrente de su hermana, Levin tuvo que hablar con ellas. La dueña de la casa era una mujer de cara redonda, rubia y no muy alta, con una sonrisa resplandeciente y hoyuelos en las mejillas. Levin trató de descifrar, por mediación de la mujer, el importante enigma que su marido representaba para él, pero no podía reflexionar con completa libertad, porque se sentía muy incómodo: enfrente de él estaba la cuñada de Sviazhski, con un vestido especial que parecía haberse puesto para él, con un escote en forma de trapecio sobre el blanco pecho. Ese escote cuadrangular, a pesar de la blancura del pecho, o precisamente por ello, privaba a Levin de la libertad de pensamiento. Se imaginaba, probablemente sin fundamento, que habían confeccionado ese escote en su honor, pero no se consideraba con derecho a mirarlo y procuraba no hacerlo. En cualquier caso, se sentía culpable de que hubieran cortado un escote así. Tenía la impresión de que estaba engañando a alguien, de que tendría que explicar algo que no había manera de explicar, y por ese motivo se ruborizaba una y otra vez, se mostraba inquieto e incómodo. Esa incomodidad se comunicó a la hermosa cuñada. Pero la dueña de la casa parecía no darse cuenta y hacía cuanto podía para que su hermana participara en la conversación.
—Afirma usted —apuntó, prosiguiendo con la conversación que habían iniciado— que a mi marido no le interesa nada que sea ruso. Es cierto que en el extranjero está de buen humor, pero no tanto como en casa. Aquí se encuentra en su ambiente. Se ocupa de un montón de asuntos y tiene el don de interesarse por todo. ¿No ha visitado usted nuestra escuela?
—La he visto… Es esa casita cubierta de hiedra, ¿verdad?
—Sí, es obra de Nastia —dijo la anfitriona, señalando a su hermana.
—¿Enseña usted misma? —preguntó Levin, tratando de no mirar el escote, aunque sabía que, si dirigía la vista hacia ese lado, sería incapaz de ver otra cosa.
—Sí, he enseñado allí y sigo enseñando, pero tenemos una maestra magnífica. Hemos introducido clases de gimnasia.
—No, se lo agradezco, pero no quiero más té —dijo Levin, y, consciente de que estaba cometiendo una descortesía, pero incapaz de continuar con esa conversación, se puso de pie, todo colorado—. Oigo allí una conversación que me interesa mucho —añadió, dirigiéndose al otro extremo de la mesa, donde estaba sentado el dueño de la casa con los dos propietarios. Sviazhski, sentado de lado y acodado en la mesa, sostenía la taza con una mano, mientras con la otra se cogía la barba, se la acercaba a la nariz, como si quisiera olería, y a continuación la soltaba. Con sus brillantes ojos negros contemplaba a un propietario de bigote gris, muy excitado, cuyas opiniones juzgaba divertidas. El propietario se quejaba de los campesinos. Levin se dio cuenta de que Sviazhski podía reducir a polvo, con unas pocas palabras, los argumentos de su interlocutor, pero que su posición no le permitía pronunciarlas, de modo que se limitaba a escuchar, no sin placer, sus cómicos argumentos.
Según todos los indicios, el propietario del bigote gris era un hombre que jamás había puesto un pie fuera de la aldea, partidario acérrimo del régimen de servidumbre y apasionado de las labores agrícolas. Levin podía verlo en su ropa, una levita raída y pasada de moda, a la que daba muestras de no estar acostumbrado, en sus ojos inteligentes y entornados, en su habla fluida y popular, en el tono perentorio, fruto, sin duda, de una larga experiencia, y en los gestos imperiosos de sus manos grandes, bellas y tostadas por el sol, con una vieja alianza en el dedo anular.