XXIV

La noche que Levin pasó en el almiar tuvo importantes consecuencias en su vida. Las faenas de la finca de las que se había ocupado hasta entonces se le antojaron insulsas, desprovistas de cualquier interés. A pesar de la magnífica cosecha, nunca se habían producido —o al menos tal era su percepción— tantos contratiempos y disgustos con los campesinos como ese año, y ahora entendía a qué se habían debido. El placer que las labores agrícolas le habían procurado, el acercamiento a los campesinos, la envidia que había sentido de ellos y su vida, el deseo de abrazar esa existencia (que aquella noche había dejado de ser un sueño para convertirse en resolución, cuya puesta en práctica había analizado en detalle): todo eso había alterado de tal modo su manera de entender la administración de la finca que ya no podía mostrar el mismo interés de antes ni pasar por alto su actitud displicente con los trabajadores, principal motivo de todo lo que pasaba. El rebaño de vacas seleccionadas, como Pava; la tierra labrada y fertilizada; los nueve campos iguales, rodeados de setos de mimbreras; las noventa hectáreas de tierra cubierta de estiércol; las sembradoras mecánicas, etcétera. Todo eso habría estado muy bien si lo hubiera hecho él mismo o con amigos que compartieran su punto de vista. Pero ahora veía con claridad (el libro que estaba escribiendo, en el que presentaba al trabajador como el elemento principal de las faenas agrícolas, le ayudó mucho a entenderlo) que su manera de dirigir las labores de la hacienda se reducía a una feroz lucha sin cuartel con los trabajadores, en la que una de las partes —la que él representaba— mostraba un empeño continuo y tenaz por transformarlo todo y ajustarlo a un modelo que se consideraba más racional, mientras la otra se aferraba al orden natural de las cosas. Y se dio cuenta de que con esa lucha, llevada a cabo con un derroche de energías por su parte y sin esfuerzo alguno ni intención siquiera por la otra, lo único que conseguía era que la explotación no avanzara y que se echaran a perder en vano unas máquinas magníficas, un ganado estupendo y una tierra de primera. Y lo peor no era ese gasto inútil de energías: ahora que se le había revelado el verdadero sentido de sus actividades, no podía dejar de reconocer que los objetivos que perseguía eran injustos. De hecho, ¿en qué consistía esa lucha? Mientras él miraba por cada céntimo que le correspondía (no podía actuar de otro modo, porque, si bajaba la guardia, no dispondría de dinero suficiente para pagar a los trabajadores), ellos sólo se preocupaban de trabajar con calma y sin agobios, como habían hecho siempre. Para salvaguardar sus intereses, Levin necesitaba que cada campesino trabajara lo más posible, que no se distrajera, que procurara no estropear las aventadoras, los rastrillos, las trilladoras; que se concentrara en lo que estaba haciendo. Los campesinos, en cambio, querían trabajar de la manera más agradable, sin agobios, y, sobre todo, sin preocupaciones, ni cuidados, ni quebraderos de cabeza. Ese verano Levin lo había comprobado a cada paso. Cuando mandaba segar los tréboles para alimentar al ganado, eligiendo las peores hectáreas, donde la hierba crecía mezclada con cizaña y por tanto no valía para simiente, los campesinos guadañaban las mejores hectáreas y justificaban su proceder alegando que así se lo había mandado el administrador. Para consolarlo, le aseguraban que el heno sería excelente, pero Levin sabía que habían obrado así porque esas hectáreas eran más fáciles de segar. Cuando enviaba una máquina de aventar heno, la estropeaban en los primeros surcos, porque el hombre que la conducía se aburría sentado en la parte delantera, mientras las hojas giraban por encima de su cabeza. Y le decían: «No se preocupe, las mujeres lo harán en un santiamén». Los arados quedaban inservibles porque al campesino no se le ocurría bajar la reja y, al hacer fuerza, fatigaba a los caballos y estropeaba la tierra. En tales casos le decían que no se preocupara. También dejaban que los caballos se metieran en los trigales, porque nadie quería trabajar como guarda nocturno; a pesar de que se lo tenía terminantemente prohibido, los campesinos velaban por turnos; una vez Vanka, que había trabajado el día entero, se quedó dormido: «Haga conmigo lo que quiera», le dijo a Levin, arrepentido de su descuido. Los tres mejores terneros murieron empachados, porque los dejaron entrar en un renadío de trébol sin darles antes de beber; pero se negaron a admitir que se hubieran hinchado por culpa del trébol, y a modo de consuelo contaban que un vecino había perdido ciento doce cabezas en tres días. No hacían todas esas cosas porque quisieran perjudicar a Levin o arruinar su finca. Al contrario, sabía que lo apreciaban, que lo consideraban un amo sencillo (lo que en su caso constituía el mayor de los elogios). Simplemente deseaban trabajar a su aire, sin preocupaciones; además, los intereses del amo se les antojaban ajenos e incomprensibles, y se oponían fatalmente a los suyos, que eran mucho más justos. Hacía ya tiempo que Levin se sentía descontento de su manera de llevar la hacienda. Veía que su barco se hundía, pero no buscaba ni encontraba las vías de agua, tal vez engañándose a propósito. Pero ahora no podía seguir engañándose. La finca no sólo había dejado de interesarle, sino que se le había vuelto odiosa, y no veía la manera de seguir ocupándose de ella.

A todo eso había que añadir la presencia a veinte verstas de allí de Kitty Scherbatski, a quien quería ver y no podía. Daria Aleksándrovna Oblónskaia, cuando fue a verla, lo había invitado a visitarlas, dándole a entender que, si volvía a pedir la mano de su hermana, esta vez no le rechazaría. El propio Levin, al ver a Kitty, comprendió que no había dejado de quererla. Pero no podía ir a la finca de los Oblonski sabiendo que estaba ella. El hecho de que se hubiera declarado y ella lo hubiera rechazado había levantado entre ambos una barrera infranqueable. «No puedo pedirle que sea mi esposa simplemente porque no haya podido casarse con el hombre al que amaba», se decía. Esa idea despertaba en él sentimientos de hostilidad y rechazo. «Sería incapaz de hablarle sin amargura, de mirarla sin acritud, y entonces ella me odiará todavía más, como es natural. Además, ¿cómo iba a presentarme en su casa después de lo que me ha dicho Daria Aleksándrovna? ¿Podría fingir que no sé nada? Tendría que mostrarme magnánimo, concederle mi perdón, compadecerla. ¡Y me vería desempeñando el papel del hombre que olvida las ofensas y se digna conceder su amor!… ¿Por qué me habrá dicho eso Daria Aleksándrovna? Podría haberme encontrado con ella por casualidad y todo habría sucedido de un modo natural. ¡Ahora es imposible! ¡Imposible!».

Daria Aleksándrovna le envió un billete en el que le pedía una silla de montar para Kitty. «Me han dicho que tiene usted una silla de montar —le decía—. Espero que la traiga usted en persona».

Aquello le pareció ya demasiado. ¿Cómo era posible que esa mujer inteligente y delicada humillara de ese modo a su propia hermana? Levin escribió diez notas diferentes, pero acabó rompiéndolas todas y enviando la silla sin respuesta. No podía escribir que iría, porque le era imposible hacerlo. Y poner cualquier excusa o alegar que se marchaba le parecía aún peor. En suma, envió la silla sin respuesta y al día siguiente, con la conciencia de haber cometido una grosería, dejó los enojosos asuntos de la finca en manos de su administrador y se fue a casa de su amigo Sviazhski, que le había escrito recientemente para pedirle que cumpliera su antigua promesa de visitarlo en su lejano distrito, con unos pantanos magníficos para la caza de la becada. Los pantanos del distrito de Súrov, con sus becadas, atraían a Levin desde hacía tiempo, pero las labores de la hacienda le habían obligado a aplazar una y otra vez ese viaje. Ahora se alegraba de alejarse de los Scherbatski y, sobre todo, de perder de vista las faenas del campo en beneficio de la caza, su mejor consuelo en los momentos de tribulación.