El lunes la comisión del 2 de junio celebraba una sesión ordinaria. Alekséi Aleksándrovich entró en la sala de reuniones, saludó a los miembros y al presidente, como de costumbre, y se sentó en su sitio, poniendo una mano en los documentos preparados delante de él, entre los que se encontraban las referencias que necesitaba y el borrador del discurso que se proponía pronunciar. Pero lo cierto es que las referencias no le hacían falta. Se acordaba de todo y no consideraba necesario repetir en su memoria lo que iba a decir. Sabía que, una vez llegado el momento, cuando viera el rostro de su adversario, que se esforzaría en vano por aparentar indiferencia, las palabras brotarían con mayor fluidez que si las hubiera preparado de antemano. Era consciente de que el contenido de su discurso era de tanto calado que cada uno de los vocablos estaría revestido de significado. Mientras llegaba su momento, escuchaba con aire inocente e inofensivo el informe habitual. Al ver sus manos blancas, de venas hinchadas, sus largos dedos, que rozaban con tanta delicadeza los bordes del papel blanco que tenía delante, y su cabeza ladeada, con esa expresión de fatiga, nadie habría podido imaginar que al cabo de un instante iban a salir de su boca unas frases que desencadenarían una tormenta espantosa, suscitarían gritos entre los miembros de la comisión, que se interrumpirían unos a otros, y obligarían al presidente a llamarles al orden. Una vez terminada la lectura del informe, Alekséi Aleksándrovich anunció con su voz serena y aguda que iba a exponer algunas ideas relativas al asentamiento de las minorías raciales. Toda la atención se concentró en él. Alekséi Aleksándrovich se aclaró la garganta y, fiel a su costumbre de no mirar a su adversario cuando pronunciaba un discurso, clavó los ojos en la primera persona sentada delante de él, un viejecito menudo y pacífico que jamás expresaba su parecer en la comisión, y empezó a exponer sus consideraciones. Cuando pasó a ocuparse de la ley orgánica y fundamental, su adversario se levantó de un salto y empezó a hacerle objeciones. Strémov, que también era miembro de la comisión y también se sentía herido en lo vivo, trató de justificarse. A partir de ese momento la sesión degeneró en trifulca. Pero Alekséi Aleksándrovich triunfó y su proposición fue aprobada. Se nombraron tres comisiones nuevas, y al día siguiente, en cierto círculo petersburgués, no se hablaba más que de esa sesión. El éxito de Alekséi Aleksándrovich superó incluso sus expectativas.
Al día siguiente, martes, nada más despertarse, recordó con satisfacción la victoria de la víspera y no pudo por menos de sonreír, aunque intentó aparentar indiferencia cuando el secretario de su departamento, deseando halagarlo, le habló de los rumores que corrían sobre lo que había sucedido en la comisión.
Absorto en los asuntos que examinaba con el secretario, Alekséi Aleksándrovich se olvidó por completo que ese martes era el día señalado para el regreso de Anna Arkádevna y se mostró sorprendido y contrariado cuando un criado vino a anunciarle su llegada.
Anna había vuelto a San Petersburgo por la mañana temprano. Habían enviado el coche para recogerla, según lo acordado en el telegrama; por tanto, Alekséi Aleksándrovich debería estar enterado de su llegada. Pero no salió a recibirla. Le dijeron que el señor no había salido todavía y que estaba reunido con su secretario. Anna ordenó que le avisaran de su regreso, pasó a su despacho y empezó a deshacer el equipaje, esperando que fuera a verla. Pero pasó una hora sin que Alekséi Aleksándrovich diera señales de vida. Anna salió al comedor con el pretexto de dar unas órdenes y habló a propósito en voz alta, intentando llamar la atención de su marido, pero éste no apareció, aunque ella lo oyó acercarse a la puerta del despacho, acompañando al secretario. Sabía que no tardaría en marcharse a su oficina, como de costumbre, y quería verlo antes para aclarar su situación.
Atravesó la sala y se dirigió con determinación al despacho de su marido. Cuando entró, se lo encontró vestido de uniforme, sin duda preparado para salir: sentado a una mesita en la que había apoyado los codos, miraba delante de sí con tristeza. Anna lo vio antes de que él reparara en su presencia y comprendió que estaba pensando en ella.
Al verla, Karenin hizo intención de levantarse, pero cambió de parecer y se ruborizó, algo que Anna no había visto nunca; al final se puso en pie bruscamente y fue a su encuentro, con los ojos fijos en su frente y su peinado, para evitar su mirada. Una vez cerca de ella, le cogió la mano y le pidió que se sentara.
—Me alegro mucho de que haya venido —dijo, tomando asiento a su lado. Era evidente que quería decir algo, pero no encontraba las palabras. Varias veces intentó hablar, pero siempre acababa interrumpiéndose. A la hora de preparar la entrevista, Anna había buscado toda clase de argumentos para despreciarlo y echarle la culpa de todo, pero ahora no sabía qué decirle y le compadecía. Así pues, ese silencio se prolongó bastante—. ¿Está bien Seriozha? —preguntó él y, al no obtener respuesta, añadió—: Hoy no voy a comer en casa y ahora tengo que irme.
—He estado a punto de irme a Moscú —dijo Anna.
—No, ha hecho mucho mejor viniendo aquí —replicó Karenin y calló de nuevo.
Viendo que su marido no era capaz de iniciar la conversación, decidió hacerlo ella misma.
—Alekséi Aleksándrovich —dijo, sin bajar los ojos ante la mirada de su marido, fija en sus cabellos—, soy una mujer ruin y miserable, pero sigo siendo la misma de antes, la que le he confesado ser, y he venido para decirle que no puedo cambiar.
—No le he preguntado nada de eso —replicó de pronto Karenin, mirándola a los ojos con determinación y odio—. Me lo suponía. —Por lo visto, bajo el influjo de la ira había recobrado plenamente el dominio de sus facultades—. Pero, como le informé entonces de viva voz y por escrito —añadió con voz firme y aguda— y le repito ahora, no estoy obligado a saber nada. Prefiero ignorarlo. No todas las mujeres tienen la delicadeza de contarle a su marido esa novedad tan agradable —prosiguió, enfatizando de manera especial esa última palabra—. Y lo seguiré ignorando mientras la sociedad no se entere y mi nombre no sufra menoscabo. En consecuencia, quiero advertirle de que nuestras relaciones deben seguir siendo las mismas de siempre; sólo en caso de que se comprometa usted, tomaré las medidas oportunas para salvaguardar mi honor.
—Pero nuestras relaciones no pueden seguir siendo las de siempre —dijo Anna con voz tímida, mirándole con temor.
Cuando volvió a ver esos gestos mesurados y oyó esa voz penetrante, infantil y burlona, la piedad de antes desapareció, ahogada por un sentimiento de repugnancia y de miedo; pero por encima de todo quiso dejar clara su postura.
—No puedo ser su mujer cuando… —empezó.
Alekséi Aleksándrovich estalló en una risa malévola y fría.
—Probablemente la clase de vida que ha elegido ha influido en sus ideas. Respeto tanto su pasado como desprecio su presente… Ni se me ha pasado por la cabeza la interpretación que ha dado usted a mis palabras. —Anna suspiró y bajo la cabeza—. Lo que no entiendo es que una mujer tan independiente como usted —prosiguió, acalorándose—, capaz de confesar abiertamente a su marido su infidelidad, sin ver en ella nada reprensible, según parece, ponga tantos reparos en cumplir sus deberes de esposa.
—¡Alekséi Aleksándrovich! ¿Qué es lo que quiere de mí?
—Quiero que ese individuo no aparezca por aquí y que se comporte usted de tal manera que ni la sociedad ni los criados puedan acusarla… Quiero que deje usted de verlo. Creo que no pido demasiado. A cambio, gozará de los derechos de una mujer honrada, sin cumplir con sus deberes. Eso es cuanto tenía que decirle. Ahora debo irme. Hoy no como en casa.
Se levantó y se dirigió a la puerta. Anna también se puso en pie. Él se inclinó en silencio y la dejó pasar.