Sólo las personas más allegadas sabían que Alekséi Aleksándrovich, con sus aires de hombre frío y razonable, tenía una debilidad que parecía contradecir los rasgos dominantes de su carácter: era incapaz de oír o escuchar con indiferencia el llanto de un niño o de una mujer. La simple visión de las lágrimas le hacía perder el dominio de sí mismo y la capacidad de razonar. El jefe de su oficina y su secretario conocían ese rasgo suyo y aconsejaban a las solicitantes que se abstuvieran de llorar, si no querían que sus gestiones cayesen en saco roto. «Se enfadará y no le escuchará», decían. En efecto, el desconcierto que causaban las lágrimas en Alekséi Aleksándrovich acababa manifestándose en un arrebato de cólera. «No puedo hacer nada. No puedo. ¡Haga el favor de marcharse!», solía gritar en tales casos.
De vuelta de las carreras, cuando Anna le confesó su relación con Vronski y se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos, Alekséi Aleksándrovich, a pesar de la ira que sentía, se vio dominado por ese desconcierto que le producían siempre las lágrimas. Comprendiendo que exteriorizar sus sentimientos en semejante ocasión estaría fuera de lugar, hizo todo lo posible por reprimir cualquier manifestación vital, llegando al punto de no moverse ni mirarla. A eso se debía la extraña expresión de rigidez cadavérica que tanto había impresionado a Anna.
Cuando llegaron a la casa, Alekséi Aleksándrovich ayudó a su mujer a apearse del coche y, haciendo un esfuerzo por dominarse, se despidió con su cortesía habitual, pronunciando unas palabras que no le comprometían a nada, pues se limitó a decirle que al día siguiente le informaría de su decisión.
Las palabras de su mujer, que confirmaban sus peores temores, le causaron un profundísimo dolor, que se vio reforzado por el extraño sentimiento de piedad física motivado por las lágrimas. Pero, una vez solo en el carruaje, descubrió con satisfacción y sorpresa que se había liberado de esa compasión, así como también de las dudas y los celos que tanto le habían atormentado en las últimas semanas.
Se sentía como un hombre al que acaban de extraer una muela que llevaba mucho tiempo haciéndole sufrir. Después del terrible dolor y de la sensación de que le han arrancado de la mandíbula una pieza enorme, más grande que su propia cabeza, el paciente, sin creer todavía en su felicidad, nota que esa muela que le ha envenenado la vida y le ha robado toda su atención ha desaparecido; que puede volver a vivir, a pensar, a interesarse en otras cosas. Eso era lo que experimentaba Alekséi Aleksándrovich. El dolor había sido extraño y terrible, pero ya había pasado. Se daba cuenta de que podía reanudar su vida, de que su esposa ya no ocuparía todos sus pensamientos.
«¡Es una mujer sin honor, sin corazón, sin religión! ¡Una mujer depravada! Siempre lo he visto y siempre lo he sabido, aunque, llevado por la compasión, procuraba engañarme». Y, en efecto, estaba convencido de que siempre lo había visto. Recordó detalles de su vida en común a los que antes no había concedido la menor importancia y que ahora parecían demostrar, sin ninguna sombra de duda, que Anna era una mujer depravada. «He cometido un error uniendo mi vida a la suya; pero no se me puede culpar de nada y no hay razón para que me sienta desdichado. La culpa no es mía —se dijo—, sino de ella. Nada de lo que le pase es ya de mi incumbencia. En lo que a mí respecta, ha dejado de existir…».
A partir de ese momento poco le importaba lo que le sucediera, como tampoco a su hijo, por el cual también habían cambiado sus sentimientos. Lo único que le preocupaba ahora era encontrar el modo más correcto, conveniente y justo (desde el punto de vista de sus intereses) de sacudirse el barro con que iba a salpicarlo la caída de su mujer, para poder continuar con esa vida honorable de trabajo y dedicación.
«No merezco ser desdichado por el hecho de que una mujer despreciable haya cometido una bajeza. Tengo que encontrar la mejor salida posible para la penosa situación en la que me encuentro por su culpa. Y la encontraré —se decía, arrugando cada vez más el ceño—. No soy el primero ni seré el último». Dejando a un lado los ejemplos históricos, que se remontaban al mismo Menelao, cuyo recuerdo estaba fresco en la memoria de todos gracias a La belle Hélène[6], Alekséi Aleksándrovich pasó revista a una serie de infidelidades conyugales de que habían sido víctimas hombres de la alta sociedad. «Dariálov, Poltavski, el príncipe Karibánov, el conde Paskudin, Dram… Sí, también Dram, ese hombre tan honrado y trabajador… Semiónov, Chaguin, Sigonin —recordaba Karenin—. No cabe duda de que a todos ellos los recubre una capa de ridicule injusto, pero yo no he visto nunca más que su infortunio, y siempre los he compadecido».
No era verdad: no sólo no se había compadecido jamás de desgracias de esa índole, sino que, cuanto más menudeaban los casos de mujeres infieles, más en alta estima se tenía a sí mismo. «Es una desgracia que puede sucederle a cualquiera. Y me ha tocado a mí. De lo que se trata ahora es de buscar la mejor manera posible de salir de esta situación». Y se puso a repasar las distintas actitudes de los hombres que se habían visto en semejante tesitura.
«Dariálov se batió en duelo…».
En su juventud Alekséi Aleksándrovich había pensado mucho en los duelos, precisamente porque era de natural temeroso, cosa que sabía muy bien. No podía pensar sin horror en una pistola apuntándole, y nunca en su vida se había servido de un arma. Tal horror no sólo le había inspirado numerosas reflexiones sobre el duelo, sino que le había llevado a imaginarse una situación en que se viera obligado a poner su vida en peligro.
Más tarde, una vez alcanzado el éxito y consolidada su posición, se había olvidado de semejantes consideraciones. Pero ahora volvía a apoderarse de su ánimo esa vieja preocupación. Tanto miedo le daba su propia cobardía que pasó un buen rato examinando desde todos los puntos de vista la cuestión del duelo, aunque sabía de sobra que no se batiría en ningún caso.
«No cabe duda de que en una sociedad tan bárbara como la nuestra (¡no estamos en Inglaterra!), a muchos —entre los que figuraban las personas cuya opinión más valoraba— les parecen bien los duelos. Pero ¿a qué conduciría? Supongamos que le desafío —seguía pensando e, imaginándose vívidamente la noche que pasaría después de retar a su adversario, así como la pistola apuntándole al pecho, se estremeció y comprendió que jamás sería capaz de una cosa así—. Supongamos que le desafío, que me enseñan a disparar, que me coloco delante de él, aprieto el gatillo y lo mato —proseguía, cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza para ahuyentar esas estúpidas ideas—. ¿Qué sentido tiene matar a un hombre para definir mis relaciones con mi mujer culpable y con mi hijo? De todos modos, no me quedará más remedio que resolver qué debo hacer con ella. Además, el resultado más probable, casi seguro, de ese duelo, es que me matarían o me herirían. De suerte que yo, que soy inocente, me convertiría en la víctima. ¿No es más absurdo todavía? Y, por si eso fuera poco, al desafiarlo me comportaría de forma deshonrosa. ¿Acaso no sé de antemano que mis amigos jamás me dejarían batirme, que no permitirían poner en peligro la vida de un hombre tan útil para Rusia? ¿Qué pasaría entonces? Pues que yo, sabiendo por adelantado que la situación no se volvería nunca peligrosa, simplemente me habría servido del duelo para aureolarme de un prestigio falso. En suma, un comportamiento indigno e hipócrita. Sería engañar a los demás y engañarme a mí mismo. El duelo es impensable y nadie espera eso de mí. Mi objetivo debe consistir en salvaguardar mi reputación, requisito indispensable para proseguir con mis actividades». Su carrera, que ya antes tenía una importancia capital en su vida, se le antojaba ahora trascendental.
Después de ponderar y descartar la idea del duelo, Alekséi Aleksándrovich pasó a analizar la cuestión del divorcio, otra de las soluciones que habían elegido algunos maridos burlados. Tras repasar todos los casos que recordaba (había muchos en la alta sociedad, que Karenin conocía bien), no encontró ninguno que respondiera al propósito que él tenía en mente. En todos los casos el marido había cedido o vendido a la mujer infiel, y, aunque ésta no tenía derecho a casarse de nuevo, el caso es que entablaba una relación ficticia, seudolegítima, con su nuevo cónyuge. Alekséi Aleksándrovich se daba cuenta de que, en su caso, sería imposible obtener un divorcio legal, es decir, sin otras consecuencias que el repudio de la esposa adúltera. Comprendía que las complicadas condiciones de su vida no le permitirían proporcionar las zafias pruebas que exigía la ley para determinar la culpabilidad de la esposa. Era consciente de que el propio refinamiento de su vida le impediría hacer uso de las pruebas, suponiendo que las hubiere, porque el principal perjudicado por las revelaciones, a ojos de la opinión publica, no sería su esposa, sino él.
Una petición de divorcio sólo conduciría a un proceso escandaloso, del que se aprovecharían sus enemigos para calumniarlo y menoscabar su prestigio. En suma, el principal fin que perseguía, resolver la situación con las menores complicaciones posibles, tampoco lo lograría por medio del divorcio. Además, una simple petición de divorcio, independientemente del resultado, implicaba que la mujer rompía sus vínculos con el marido y podía unirse a su amante. Y, por más que Alekséi Aleksándrovich afirmara no sentir más que indiferencia y desprecio por Anna, no había logrado expulsarla del todo de su corazón. En suma, no deseaba que pudiera unirse a Vronski sin impedimentos, pues de ese modo su falta redundaría en su propio beneficio. Ese pensamiento le resultaba tan ofensivo que, sólo con imaginárselo, gimió de dolor, se incorporó, cambió de postura y pasó un buen rato con el ceño fruncido, las piernas huesudas y ateridas envueltas en la esponjosa manta.
«Además del divorcio formal, podría seguir el ejemplo de Karibánov, Paskudin y el bueno de Dram, es decir, separarme de mi mujer», siguió pensando Alekséi Aleksándrovich, ya más calmado. Pero esa medida presentaba los mismos inconvenientes que el divorcio, y, lo más importante, también arrojaba a su mujer en brazos de su amante.
—¡No, es imposible! ¡Imposible! —dijo en voz alta, envolviéndose de nuevo en la manta—. Yo no merezco ser desdichado, pero ni él ni ella deben ser felices.
Los celos que le habían atormentado en esas semanas de incertidumbre desaparecieron cuando las palabras de su mujer le arrancaron la muela con dolor. Ahora ese sentimiento había cedido su lugar a otro: el deseo de que Anna no sólo no saliera triunfante, sino que recibiera el castigo que merecía por su bajeza. No se atrevía a reconocerlo, pero en lo más profundo de su alma quería que sufriera por haber destruido su tranquilidad y atentado contra su honor. Volvió a sopesar las condiciones del duelo, del divorcio y de la separación, y, después de rechazarlos una vez más, se convenció de que sólo había una salida: seguir viviendo con ella, ocultar a la sociedad lo que había sucedido, emplear todas las medidas a su alcance para poner fin a esa relación y, sobre todo, aunque no se lo reconociera a sí mismo, castigarla. «Debo anunciarle que, después de haber analizado la penosa situación en que ha puesto a la familia, he llegado a la conclusión de que cualquier otra solución sería peor para ambas partes que el statu quo aparente, que acepto respetar, pero con la estricta condición de que se someta usted a mi voluntad, es decir, que interrumpa cualquier relación con su amante». Una vez tomada tal decisión, y a modo de refuerzo, Alekséi Aleksándrovich recurrió a otro argumento de bastante peso: «Es la única manera de actuar en consonancia con los preceptos de la religión —se dijo—. No repudio a la mujer adúltera, le ofrezco la posibilidad de enmendarse e incluso —por doloroso que sea para mí— le consagro parte de mis fuerzas para que se corrija y se salve». Aunque sabía de sobra que no podía ejercer ninguna influencia moral sobre su esposa, que todos esos intentos de regeneración no conducirían a nada más que a nuevas mentiras, que, a lo largo de esos momentos penosos, no había pensado ni una sola vez en buscar consuelo en la religión, ahora que su decisión coincidía, según creía, con los mandamientos de la Iglesia, la sanción religiosa a su manera de obrar le proporcionaba una enorme satisfacción y cierta serenidad. Le agradaba pensar que en una encrucijada vital de tanta importancia nadie podría acusarle de no haber procedido de acuerdo con los principios de la religión, cuyo estandarte siempre había llevado muy alto, en medio de la indiferencia y la apatía generalizadas. Siguió analizando la situación desde otros ángulos y llegó a la conclusión de que no había motivo para que las relaciones con su mujer sufrieran cambio alguno. Desde luego, jamás se haría merecedora de su respeto. Pero no había razón para que se destrozara la vida y sufriera por culpa de una mujer perversa y adúltera. «Sí, el tiempo lo cura todo, dejemos que obre su labor —se dijo Alekséi Aleksándrovich—. Un día nuestras relaciones volverán a ser las de antes, es decir, mi vida retomará su curso habitual como si no hubiera sucedido nada. Ella debe ser desgraciada, pero yo no, puesto que no tengo ninguna culpa».