Una vez segadas las últimas hileras del Otero de Mashka, los campesinos se pusieron los caftanes y emprendieron alegres el camino de regreso. Levin subió a su caballo, se despidió de ellos con pesar y se dirigió a casa. Al llegar a lo alto de la colina se volvió. La niebla que subía del fondo se los tapaba, pero oía sus voces broncas y joviales, sus carcajadas, el ruido de las guadañas al entrechocar.
Hacía ya un buen rato que Serguéi Ivánovich había terminado de comer. Se había retirado a su habitación, donde bebía agua con limón y hielo, mientras hojeaba los periódicos y las revistas que acababan de llegar por correo. Levin, con los cabellos alborotados y pegados a la frente por el sudor, el pecho y la espalda sucios y húmedos, irrumpió en el cuarto lanzando animadas exclamaciones:
—¡Hemos segado todo el prado! ¡No puedes imaginarte lo bien que hemos trabajado! Y tú ¿qué tal lo has pasado? —preguntó Levin, que ya se había olvidado por completo de la desagradable conversación de la víspera.
—¡Cielos, qué pinta tienes! —dijo Serguéi Ivánovich, mirando a su hermano con reprobación—. ¡La puerta, cierra la puerta! —gritó—. Ha debido entrar por lo menos una docena.
Serguéi Ivánovich no soportaba las moscas. Sólo abría las ventanas de noche y tenía siempre la puerta cuidadosamente cerrada.
—Te juro que no ha entrado ni una. Y si, por casualidad, se ha colado alguna, la cazaré. ¡No puedes imaginarte qué bien lo he pasado! ¿Y a ti cómo te ha ido?
—Muy bien. Pero ¿de verdad has estado todo el día segando? Supongo que tendrás un hambre de lobo. Kuzmá te ha preparado la comida.
—No, no tengo hambre. He comido allí. Pero voy a ir a lavarme.
—Sí, vete, vete. Nos vemos dentro de un rato —dijo Serguéi Ivánovich, moviendo la cabeza y mirando a su hermano—. Vamos, vete ya —añadió, sonriendo, y, recogiendo sus libros, se dispuso a acompañarlo. Se había puesto alegre de repente y no quería separarse de él—. ¿Y dónde te metiste cuando se puso a llover?
—¿A llover? Sólo cayeron cuatro gotas. Vuelvo en seguida. Entonces ¿lo has pasado bien? ¡Estupendo!
Y Levin fue a cambiarse de ropa.
Al cabo de cinco minutos los hermanos se reunieron en el comedor. Levin creía que no tenía hambre y sólo se sentó a la mesa para no disgustar a Kuzmá, pero lo cierto es que, desde el primer bocado, la comida le pareció muy apetitosa. Serguéi Ivánovich le contemplaba con una sonrisa en los labios.
—Ah, ha llegado una carta para ti —dijo—. Kuzmá, haz el favor de ir a buscarla abajo. Pero asegúrate de cerrar bien la puerta.
La carta era de Oblonski. Levin la leyó en voz alta. Su amigo le escribía desde San Petersburgo: «He recibido una carta de Dolly, que está en Yergushovo. Por lo visto, no le sale nada a derechas. Te ruego que vayas a verla y la ayudes con algún consejo, ya que tú lo sabes todo. Se alegrará mucho de verte. Está completamente sola, la pobre. Mi suegra y todos los demás siguen todavía en el extranjero».
—¡Estupendo! Iré a verla sin falta —dijo Levin—. Podías venir conmigo. Es una mujer encantadora, ¿verdad?
—¿Queda muy lejos?
—A unas treinta verstas. Tal vez cuarenta. Pero la carretera es excelente. Llegaremos en seguida.
—Muy bien —dijo Serguéi Ivánovich, sin dejar de sonreír. La presencia de su hermano menor le comunicaba una alegría irreprimible—. ¡Vaya apetito tienes! —exclamó, contemplando a Levin que, con el rostro y el cuello enrojecidos y tostados por el sol, se inclinaba sobre el plato.
—¡Excelente! No te imaginas lo útil que es este régimen de vida contra toda clase de locuras. Me propongo enriquecer la medicina con un nuevo término: Arbeitscur[2].
—Por lo que veo, tú no lo necesitas.
—No, pero ayuda a corregir muchos desarreglos nerviosos.
—Pues habrá que probarlo. Tenía intención de ir a ver cómo segabas, pero el calor era tan insoportable que no pasé del bosque. Me senté allí un rato y luego me dirigí a la aldea, donde me encontré con tu antigua nodriza. Traté de sondearla para ver qué opinan los campesinos de tu comportamiento. Por lo que me ha parecido entender, no lo aprueban. Me dijo: «No es un trabajo de señores». Me da la impresión de que el pueblo, en general, tiene una idea muy clara y precisa de lo que los señores deben y no deben hacer. Y no les gusta que se salgan de los límites que ha fijado su criterio.
—Puede ser. Pero esa actividad me procura un placer que no he experimentado en mi vida. Y no le hago mal a nadie, ¿no es verdad? —respondió Levin—. ¡Qué le vamos a hacer si no les gusta! En cualquier caso, me parece que no tiene la menor importancia, ¿no crees?
—Veo que estás muy satisfecho del día de hoy —prosiguió Serguéi Ivánovich.
—Sí, mucho. Hemos segado todo el prado. ¡Y he conocido a un anciano muy simpático! ¡No puedes imaginarte lo agradable que es!
—Vamos, que lo has pasado bien. Pues yo también. En primer lugar, he resuelto dos problemas de ajedrez, uno de ellos muy entretenido: una apertura de peón. Ya te lo enseñaré. Luego estuve pensando en nuestra conversación de ayer.
—¿Qué? ¿En nuestra conversación de ayer? —preguntó Levin, incapaz de acordarse de la conversación a la que se refería su hermano. A continuación entornó los ojos con expresión de felicidad y resopló, satisfecho, al parecer, de la comida.
—He llegado a la conclusión de que, en parte, tienes razón. Nuestro desacuerdo se debe a que tú propones el interés personal como móvil de nuestras acciones, mientras yo afirmo que cualquier hombre con cierto grado de cultura debe tener presente el bien general. Puede que tengas razón al preferir una actividad material interesada. Lo cierto es que tu naturaleza es demasiado prime-sautière[3], como dicen los franceses. Si una actividad no es impetuosa y enérgica, te deja indiferente.
Levin escuchaba a su hermano sin entender una palabra. La verdad es que ni siquiera lo intentaba. Lo único que temía es que le hiciera alguna pregunta que pusiese de manifiesto que no le estaba escuchando.
—Así es, amigo mío —dijo Serguéi Ivánovich, tocándole el hombro.
—Sí, desde luego. En cualquier caso, no voy a insistir en mis argumentos —replicó Levin, con una sonrisa infantil y cierto aire de culpabilidad. «¿De qué habremos estado discutiendo? —pensaba—. Es evidente que los dos teníamos razón, así que no hay más que hablar. Tengo que ir al despacho a dar las disposiciones para mañana».
Se levantó, se desperezó y sonrió.
Serguéi Ivánovich también sonrió.
—Si quieres dar una vuelta, podemos ir juntos —dijo, pues no le apetecía separarse de su hermano, que rebosaba de energía y vitalidad—. Y pasaremos por tu despacho, si tienes que ir por allí.
—¡Ah, Dios mío! —gritó de repente Levin con voz tan fuerte que Serguéi Ivánovich se asustó.
—¿Qué ocurre?
—¿Cómo tiene la mano Agafia Mijáilovna? —preguntó Levin, dándose un golpe en la frente—. Me he olvidado por completo.
—Mucho mejor.
—De todos modos voy a ir a verla. Antes de que tengas tiempo de ponerte el sombrero, ya habré vuelto.
Y bajó a toda prisa las escaleras, los tacones retumbando en los peldaños como una carraca.