—A propósito, he estado pensando en ti —dijo Serguéi Ivánovich—. Por lo que me ha contado el médico, que parece un joven bastante despierto, en este distrito están pasando cosas inauditas. Te lo he dicho y te lo repito: no está bien que no partícipes en las reuniones y, en general, que te desentiendas de los asuntos de la asamblea. Si los hombres honrados se despreocupan, es natural que todo vaya de mal en peor. El dinero que entregamos lo emplean en pagar sueldos, y seguimos sin escuelas, ni practicantes, ni comadronas, ni farmacias, ni nada.
—Lo he intentado —replicó Levin en voz baja y con desgana—, pero no puedo. ¡Qué le vamos a hacer!
—¿Y qué es lo que no puedes? Reconozco que no lo entiendo. En tu caso no puede hablarse de indiferencia ni de incapacidad. ¿No será más que simple pereza?
—Nada de eso. Lo he intentado, pero me he dado cuenta de que no puedo hacer nada —dijo Levin.
No prestaba demasiada atención a lo que decía su hermano. Con la mirada perdida en los campos labrados de la otra orilla, trataba de identificar, sin conseguirlo, un bulto negro: ¿era un caballo o el administrador a lomos de su montura?
—¿Por qué no puedes hacer nada? Has hecho un intento y, al no conseguir lo que pretendías, te has dado por vencido. ¿Es que no tienes amor propio?
—¡Qué tiene que ver aquí el amor propio! —exclamó Levin, herido en lo vivo por las palabras de su hermano—. Si en mis tiempos de universitario me hubiesen dicho que era incapaz de comprender el cálculo integral como mis compañeros, podría apelarse al amor propio. Pero en el caso que nos ocupa habría que estar convencido de antemano de que esas actividades requieren unas habilidades concretas y, sobre todo, que todas esas cuestiones son muy importantes.
—¿Cómo? ¿Y acaso no lo son? —preguntó Serguéi Ivánovich, a quien ofendía que su hermano no concediera importancia a asuntos que a él le parecían capitales, y, sobre todo, que apenas pusiera atención a sus palabras.
—No me interesan ni me preocupan, ¡qué le vamos a hacer!… —respondió Levin.
En aquel punto negro había distinguido ya la figura de su administrador. Probablemente había dicho a los trabajadores que dejaran sus tareas, pues estaban dando la vuelta a los arados. «¿Habrán acabado ya?», pensó.
—Bueno, mira —dijo el hermano mayor, y su rostro agraciado e inteligente se ensombreció—, hay un límite para todo. Está muy bien ser un tipo estrafalario y sincero, despreciar la falsedad. Conozco todo eso. Pero lo que acabas de decir no tiene sentido, es una aberración. ¿Cómo te puede dejar indiferente que ese pueblo al que tanto dices amar… —«Jamás he pretendido tal cosa», pensó Konstantín Levin—… muera sin que nadie lo socorra? Las comadronas incompetentes matan a los niños, y el pueblo, sumido en la ignorancia, sigue en poder de cualquier escribiente. Se te conceden medios para cambiar ese estado de cosas, pero no haces nada porque no lo consideras importante.
Y Serguéi Ivánovich le planteó el siguiente dilema: o era tan simple que no comprendía todo lo que podía hacer o no quería sacrificar su tranquilidad, su orgullo o lo que fuera.
Konstantín Levin comprendió que no le quedaba otra salida que someterse o confesar su falta de interés por el bien común. Y esa constatación le ofendió y le entristeció.
—Las dos cosas —dijo con resolución—. No veo que sea posible…
—¿Cómo? ¿Acaso no sería posible, si se administrara mejor el dinero, ofrecerles asistencia médica?
—No, tal como yo lo veo… Me parece imposible proporcionar asistencia médica a todo el mundo en nuestro distrito, con sus cuatro mil verstas cuadradas, sus caminos impracticables durante el deshielo, sus tormentas de nieve y las labores estacionales del campo. Además, si te soy sincero, no creo en la medicina.
—Permíteme que te lo diga, pero eso es injusto… Podría ponerte miles de ejemplos… ¿Qué pasa con las escuelas?
—¿Y para qué valen?
—Pero ¿qué dices? ¿Acaso puede dudarse de la utilidad de la instrucción? Si es buena para ti, lo es para cualquiera.
Konstantín Levin se dio cuenta de que, con ese dilema de orden moral, su hermano lo había acorralado. Y, presa de la irritación, acabó confesando, aun sin proponérselo, el principal motivo de su indiferencia por el bien común.
—Puede que todo eso esté bien. Pero ¿por qué iba a preocuparme de poner en marcha unos dispensarios que jamás voy a utilizar o unas escuelas a las que nunca voy a enviar a mis hijos y a las que los campesinos tampoco querrán mandar a los suyos? Por lo demás, no acabo de tener claro que esa medida les beneficie.
Serguéi Ivánovich tardó un momento en recobrarse de la sorpresa que le había causado aquella manera inesperada de afrontar la cuestión. Pero en seguida ideó un nuevo plan de ataque.
Después de guardar silencio unos instantes, sacó el anzuelo, volvió a lanzar y, sonriendo, se dirigió a su hermano:
—Vamos a ver… En primer lugar, se necesitan dispensarios. Ya has visto que para atender a Agafia Mijáilovna ha habido que mandar a buscar al médico del distrito.
—Sí, pero me parece que le va a quedar la mano torcida.
—Eso todavía está por ver… Por otro lado, un campesino o un trabajador que sepa leer y escribir te será de mayor utilidad y provecho.
—No estoy de acuerdo. Pregúntaselo a quien quieras —respondió Konstantín Levin con determinación—. Los campesinos instruidos trabajan bastante peor que los otros. No hay manera de conseguir que arreglen los caminos; y, en cuanto se construye un puente, roban las tablas.
—En cualquier caso, no se trata de eso —dijo Serguéi Ivánovich, frunciendo el ceño, pues no le gustaban las contradicciones, y mucho menos que se saltara continuamente de un tema a otro, sacando a colación argumentos nuevos que no tenían relación entre sí, de manera que uno no sabía a cuál responder—. Permíteme, ¿reconoces que la instrucción es beneficiosa para el pueblo?
—Sí —se le escapó a Levin, y acto seguido se dio cuenta de que había dicho algo que no pensaba. Sabía que si aceptaba ese punto, su hermano le demostraría que no estaba diciendo más que bobadas desprovistas de sentido. No sabía a qué argumentos recurriría, pero no le cabía la menor duda de que emplearía deducciones lógicas, y aguardaba a ver cómo lo hacía.
Serguéi Ivánovich echó mano de un argumento mucho más sencillo de lo que Levin había esperado.
—Si reconoces que la instrucción es beneficiosa —dijo Serguéi Ivánovich—, como hombre honrado que eres no puedes dejar de interesarte y simpatizar con esa obra, como tampoco negarte a favorecerla.
—Pero si todavía no he reconocido que esa obra sea buena —replicó Konstantín Levin, ruborizándose.
—¿Cómo? Pero si acabas de afirmar…
—No, no la creo buena ni posible.
—Eso no puedes saberlo si antes no haces la prueba.
—Bueno, supongamos que sea como tú dices —concedió Konstantín sin la menor convicción—. Lo que no acabo de entender es por qué tengo que preocuparme yo de esa cuestión.
—¿Lo dices en serio?
—Bueno, ya que hemos empezado a hablar, haz el favor de explicarme todo esto desde un punto de vista filosófico —le propuso Levin.
—No entiendo qué tiene que ver la filosofía en todo esto —replicó Serguéi Ivánovich, y por su tono de voz se veía que no reconocía a su hermano ningún derecho a hablar de filosofía. Ese detalle irritó a Levin.
—¡Pues voy a decírtelo! —exclamó—. Creo que el móvil de todos nuestros actos es la felicidad personal. En estos momentos, en mi condición de noble, no veo que esas nuevas instituciones locales contribuyan a mi bienestar. Los caminos no son mejores ni pueden serlo; por lo demás, mis caballos me llevan igual por los buenos caminos que por los malos. No necesito médicos ni dispensarios. No necesito al juez de paz, al que no he recurrido nunca ni recurriré jamás. En cuanto a las escuelas, no sólo es que no me hagan ninguna falta, sino que hasta me parecen perjudiciales, como ya te he explicado. En mi caso, las nuevas instituciones locales se reducen a pagar un impuesto suplementario de dieciocho kopeks por hectárea, viajar a la ciudad, donde tengo que alojarme en habitaciones llenas de chinches, y escuchar toda clase de sandeces y vilezas. Y a ninguna de esas cosas me mueve mi interés personal.
—Perdona —le interrumpió Serguéi Ivánovich con una sonrisa—, pero el interés personal tampoco nos movía a trabajar en favor de la emancipación de los siervos, y, sin embargo, lo hicimos.
—¡No! —le interrumpió Konstantín Levin, cada vez más acalorado—. En el caso de la emancipación de los siervos se trataba de otra cosa. Ahí sí entraba el interés personal. Queríamos sacudirnos un yugo que oprimía a toda la gente de bien. Pero ser miembro del Consejo para deliberar sobre el número de poceros necesarios y cómo se deben instalar las cañerías en una ciudad en la que no vivo; ser miembro de un jurado y juzgar a un campesino que ha robado un jamón, pasarme seis horas escuchando todas las bobadas que dicen los fiscales y los abogados defensores, y oír cómo el presidente del tribunal pregunta, por ejemplo, a mi viejo Aliosha el tonto: «Señor acusado, ¿se reconoce usted culpable de haber robado un jamón?»… ¿Qué me dices?
Konstantín Levin, que había perdido el hilo de su argumentación, se puso a imitar al presidente del tribunal y a Aliosha el tonto. Le parecía que todo eso venía a cuento.
Pero Serguéi Ivánovich se encogió de hombros.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Sólo pretendo decir que defenderé siempre con todas mis fuerzas cualquier derecho que… afecte a mis propios intereses. Cuando en nuestros tiempos de estudiantes, la policía efectuaba un registro y leía nuestras cartas, estaba dispuesto a defender con todas mis fuerzas esos derechos; esto es, mis derechos a la educación y a la libertad. Me interesa el servicio militar obligatorio porque afecta a mi propio destino, y también al de mis hijos y al de mis hermanos. Estoy dispuesto a discutir las cosas que me afectan. Pero no veo qué sentido tiene ponerse a discutir en qué deben emplearse los cuarenta mil rublos de los fondos del zemstvo o qué castigo merece Aliosha el tonto.
Konstantín Levin parecía incapaz de detener ese torrente de palabras. Serguéi Ivánovich sonrió.
—Y, si mañana te procesaran a ti, ¿preferirías que te juzgaran los tribunales de antaño?
—No van a procesarme. No tengo intención de matar a nadie, así que no hay razón para ello —prosiguió Levin, saltando de nuevo a un asunto que no tenía nada que ver con el tema—. Las instituciones locales me recuerdan esas ramitas de abedul que clavábamos en la tierra el día de la Trinidad para que pareciesen uno de esos bosques que crecen en Europa de manera natural. ¿Acaso puedo regarlas con amor y creer que van a crecer?
Serguéi Ivánovich se limitó a encogerse de hombros. Con ese gesto quería dar a entender lo sorprendido que estaba de que hubieran salido a colación esas ramas de abedul, aunque enseguida comprendió lo que había querido decir su hermano.
—Un momento, no se puede razonar de esa manera —observó.
Pero Konstantín Levin, que se sentía culpable de preocuparse poco por el bien común, trató de justificarse.
—En mi opinión ninguna actividad puede tener efectos duraderos si no se basa en el interés personal. Es una verdad general, filosófica —prosiguió, repitiendo con determinación la palabra «filosófica», como si quisiera demostrar que tenía tanto derecho como cualquier otro a hablar de esa cuestión.
Serguéi Ivánovich volvió a sonreír.
«También él se ha forjado una suerte de filosofía para ponerla al servicio de sus inclinaciones», pensó.
—Bueno, deja en paz la filosofía —dijo—. El objetivo principal de la filosofía de todas las edades consiste precisamente en encontrar ese vínculo indispensable entre los intereses personales y los generales. Pero eso no tiene nada que ver con la cuestión que nos ocupa. Permíteme que corrija tu comparación. No hemos clavado en el suelo ramitas de abedul, sino que hemos plantado o sembrado árboles jóvenes, que hay que tratar con mucho cuidado. Las únicas naciones que tienen un porvenir, las únicas que tienen derecho a llamarse históricas, son aquellas que comprenden la importancia y el significado de sus instituciones y les conceden el valor debido.
De esa manera Serguéi Ivánovich llevó la cuestión al terreno de la filosofía de la historia, inaccesible para Konstantín Levin, y le demostró lo equivocado de su postura.
—En cuanto a eso de que no te gusta ocuparte de tales asuntos, perdona que te lo diga, pero se debe a nuestra pereza rusa, a nuestro señoritismo. Pero estoy seguro de que en tu caso es un error pasajero.
Konstantín Levin guardaba silencio. Se daba cuenta de que estaba vencido en toda regla, pero al mismo tiempo era consciente de que su hermano no había entendido lo que había querido decir. Pero ¿por qué? ¿Es que se había explicado mal? ¿O acaso Serguéi Ivánovich no había querido o no había podido comprenderle? En cualquier caso, no profundizó en esa cuestión. Sin objetar nada a su hermano, se puso a pensar en un asunto completamente distinto, de índole personal.
—Bueno, vámonos.
Mientras Serguéi Ivánovich enrollaba el último sedal, Konstantín Levin desató el caballo. Acto seguido los dos hermanos emprendieron el camino de regreso.