XXXV

El príncipe contagió su alegre estado de ánimo a sus familiares, a sus conocidos y hasta al propietario alemán de la casa en la que se hospedaban los Scherbatski.

Al volver del balneario con su hija, después de invitar a tomar café al coronel, a Maria Yevguénevna y a Várenka, ordenó que sacaran una mesa y unos sillones al jardín, debajo de un castaño, y dispuso que sirvieran allí el desayuno. Tanto el propietario como los criados se animaron bajo la influencia de su alegría, tanto más cuanto que conocían su generosidad. Al cabo de media hora el médico enfermo de Hamburgo que vivía en el piso de arriba contempló con envidia por la ventana a ese jovial grupo de rusos rebosantes de salud, reunidos al pie del castaño. Bajo los temblorosos círculos de penumbra que proyectaban las hojas, ante la mesa con cafeteras, pan, mantequilla, queso y fiambres, todo ello sobre el blanquísimo mantel, estaba sentada la princesa, la cabeza engalanada con un gorro de cintas de color lila, repartiendo tazas y bocadillos. Al otro extremo se hallaba el príncipe, que comía con apetito y conversaba en voz alta y animada. Había dispuesto a su alrededor las compras que había hecho: cofrecillos de madera labrada, baratijas, plegaderas de todo tipo, que había adquirido sin medida en todos los balnearios y que ahora distribuía entre los presentes, sin excluir a la criada Linchen y al propietario, con el que bromeaba en su alemán tan defectuoso como cómico, asegurándole que no habían sido las aguas las que habían curado a Kitty, sino su excelente cocina, sobre todo la compota de ciruelas pasas. La princesa se burlaba de las costumbres rusas de su marido, pero nunca se había mostrado tan animada y alegre desde que estaban en el balneario. El coronel, como siempre, se reía de las bromas del príncipe; pero, en lo que respecta a Europa, que había estudiado a fondo, según creía, compartía la opinión de la princesa. La bondadosa Maria Yevguénevna se partía de risa con las ocurrencias del anfitrión. En cuanto a Várenka, cuando oía los chistes del príncipe, dejaba escapar una risita discreta pero contagiosa, para gran sorpresa de Kitty.

El espectáculo divertía a Kitty, aunque no podía olvidarse de su preocupación. No lograba resolver el enigma que su padre le había planteado involuntariamente con sus frívolos comentarios sobre sus amigos y esa vida a la que tanto se había aficionado. A semejante cuestión había que añadir el cambio de actitud de Anna Pávlovna, que acababa de manifestarse de forma tan evidente como desagradable. Todo el mundo estaba alegre, pero Kitty no podía compartir ese estado de ánimo, y eso la hacía sufrir aún más. Experimentaba una sensación semejante a la de una niña cuando la castigan encerrándola en su habitación, desde donde oye las risas despreocupadas de su hermana.

—¿Y qué necesidad tenías de comprar todas estas bagatelas? —preguntó la princesa, sonriendo y tendiendo a su marido una taza de café.

—Pues verás, sale uno de paseo y, en cuanto se acerca a una tienda, ya le están pidiendo que compre algo: «Erlaucht, Excellenz, Durchlaucht!»[21]. Bueno, pues en cuanto me decían Durchlaucht, ya no me podía contener y sacaba diez táleros.

—Una forma de matar el aburrimiento —dijo la princesa.

—Desde luego. Me aburría tanto, querida, que no sabía dónde meterme.

—¿Cómo puede aburrirse usted, príncipe? Hay tantas cosas interesantes en Alemania —intervino Maria Yevguénevna.

—Sí, las conozco todas: la compota de ciruelas y el salchichón con guisantes. Para qué seguir.

—Diga usted lo que quiera, príncipe, pero sus instituciones son interesantes —dijo el coronel.

—¿Y qué tienen de interesantes? Los alemanes no caben en sí de gozo: han vencido a todo el mundo. ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo no he vencido a nadie. En cambio, tengo que quitarme las botas yo mismo y dejarlas en el pasillo, delante de la puerta. Por la mañana, nada más levantarse, hay que vestirse y bajar al comedor para tomar un té malísimo. ¡En casa es otra cosa! Se despierta uno poco a poco, se enfada por cualquier motivo, refunfuña un rato, acaba de despabilarse, pone en orden sus pensamientos, se lo toma todo con calma.

—Pero el tiempo es oro, no lo olvide —dijo el coronel.

—¿Qué tiempo? Hay meses enteros que no valen ni cincuenta kopeks. En cambio, a veces una simple media hora no se puede pagar con nada. ¿No es verdad, Kitty? ¿Qué te pasa? Pareces preocupada.

—No es nada.

—¿Adónde va usted? Quédese un poco más —añadió el príncipe, dirigiéndose a Várenka.

—Tengo que volver a casa —dijo Várenka, y se puso en pie, sin poder contener otro ataque de risa.

Una vez que logró dominarse, se despidió y entró en la casa para ponerse el sombrero. Kitty la siguió. Hasta Várenka se le presentaba ahora bajo una luz diferente. No es que fuera peor, sino distinta de como antes se la había imaginado.

—¡Ah, hacía tiempo que no me reía tanto! —dijo, mientras cogía la sombrilla y el bolso—. ¡Qué simpático es su padre!

Kitty callaba.

—¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó Várenka.

Maman quería visitar a los Petrov. ¿Va a pasar usted por allí? —preguntó Kitty para sondearla.

—Sí —respondió su amiga—. Se disponen a partir, y he prometido ayudarles a hacer el equipaje.

—Bueno, entonces iré también yo.

—No, ¿para qué va a ir?

—¿Para qué? ¿Para qué? ¿Para qué? —preguntó Kitty, poniendo los ojos como platos y apoyando la mano en la sombrilla de Várenka para que no se marchara—. No, espere un momento. ¿Por qué le parece que no tengo que ir?

—Pues porque su padre acaba de llegar. Además, los Petrov se cohíben en presencia de usted.

—No, dígame usted por qué no quiere que los visite con frecuencia. Porque me doy cuenta de que no lo quiere. ¿Por qué?

—Yo no he dicho eso —respondió Várenka con serenidad.

—¡No, por favor, dígamelo!

—¿Se lo digo todo? —preguntó Várenka.

—¡Todo, todo! —insistió Kitty.

—La verdad es que la cosa no tiene nada de particular. El caso es que Mijaíl Alekséievich —así se llamaba el pintor—, que antes sólo hablaba de partir, ahora no quiere marcharse —dijo Várenka, sonriendo.

—¿Y qué? ¿Y qué? —La apremió Kitty, mirándola con expresión sombría.

—Entonces Anna Pávlovna aseguró que no quería irse para seguir viéndola a usted. Naturalmente, el comentario estaba fuera de lugar. Pero acto seguido se produjo una fuerte discusión. Ya sabe usted lo irritables que son estos enfermos.

Kitty, cada vez más contrariada, guardaba silencio; Várenka, por su parte, no dejaba de hablar, tratando de aplacarla y calmarla, pues se daba cuenta de que estaba a punto de estallar, aunque no sabía si en un torrente de palabras o de lágrimas.

—Por eso es mejor que no vaya… Espero que lo entienda usted y que no se ofenda…

—¡Me lo merezco! ¡Me lo merezco! —dijo de pronto Kitty, arrancando la sombrilla de manos de Várenka, sin mirarla a los ojos.

Várenka estuvo a punto de sonreír, viendo la ira infantil de su amiga, pero se contuvo, pues temía ofenderla.

—¿Cómo que se lo merece? No lo entiendo —dijo.

—Me lo merezco porque todo era hipocresía, porque no me salía del corazón. ¿Qué necesidad tenía de ocuparme de un extraño? Y ahora resulta que soy la causa de una discusión, que me he metido donde nadie me llamaba. ¡Todo ha sido una hipocresía! ¡Una hipocresía! ¡Una hipocresía!…

—Pero ¿qué necesidad tenía de fingir? —preguntó Várenka en voz baja.

—¡Ah, qué cosa más absurda y repugnante! No, no tenía ninguna necesidad de fingir… ¡Todo ha sido una hipocresía! —repetía, abriendo y cerrando la sombrilla.

—Pero ¿con qué fin fingía?

—Para parecer mejor ante los demás, ante mí misma y ante Dios. Para engañar a todos. No, esto no volverá a ocurrir. Prefiero ser mala, antes que mentir y engañar.

—Pero ¿quién engaña? —dijo Várenka en tono de reproche—. Habla usted como…

Pero Kitty, presa de uno de esos ataques de cólera, no la dejó terminar.

—No me refiero a usted, no me refiero a usted en absoluto. Usted es perfecta. Sí, sí, sé que todas ustedes son perfectas. Pero ¿qué le voy a hacer si yo soy mala? Nada de esto habría sucedido si yo no fuese mala. Es mejor que siga siendo como soy, que deje de fingir. ¿Qué me importa a mí Anna Pávlovna? Que vivan a su manera y yo viviré a la mía. No puedo ser de otra manera… Además, todo esto no es lo que pensaba…

—¿Qué quiere decir? —preguntó Várenka, perpleja.

—Pues que no es lo que pensaba. Yo sólo puedo vivir siguiendo los impulsos de mi corazón, mientras que para ustedes no existen más que las reglas. ¡Mientras yo le he tomado cariño, usted por lo visto sólo se preocupaba de salvarme e instruirme!

—Es usted injusta —dijo Várenka.

—No estoy hablando de los demás, sino de mí misma.

—¡Kitty! —gritó en ese momento la princesa—. Ven a enseñarle tu collar a papá.

Con ademán orgulloso y sin haberse reconciliado con su amiga, Kitty cogió de la mesa el estuche con el collar y salió al jardín.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan colorada? —le preguntaron su madre y su padre a una sola voz.

—Nada —respondió ella—. En seguida vuelvo —añadió, y echó a correr.

«¡Sigue ahí! Dios mío, ¿qué voy a decirle? ¿Qué he hecho? ¿Qué le he dicho? ¿Por qué la he ofendido? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué puedo decirle?», pensó Kitty, deteniéndose en el umbral de la puerta.

Várenka, con el sombrero puesto, estaba sentada cerca de la mesa y examinaba el muelle de la sombrilla, que Kitty había roto. De pronto alzó la cabeza.

—¡Várenka, perdóneme! ¡Perdóneme! —murmuró Kitty, acercándose—. No recuerdo lo que le he dicho…

—La verdad es que nunca he tenido intención de disgustarla —dijo Várenka con una sonrisa.

Hicieron las paces. Pero la llegada de su padre cambió por completo el mundo en el que Kitty había vivido. Sin renunciar a todo lo que había aprendido, reconoció que se había engañado al pensar que podría llegar a convertirse en la persona que le habría gustado ser. Era como si hubiera despertado de un sueño. Comprendió lo difícil que sería elevarse a una altura tan grande sin recurrir a hipocresías ni caer en el orgullo. Además, se dio cuenta de lo amargo que era ese mundo lleno de dolores, enfermos y moribundos en el que había estado viviendo. Se le antojaban insufribles los esfuerzos que había hecho para acostumbrarse a todo eso, y sentía una necesidad imperiosa de respirar aire puro, de regresar a Rusia, a Yergushovo, en donde ya se encontraban Dolly y sus hijos, como había sabido por una carta.

Pero su afecto por Várenka no se resintió. Al despedirse, le rogó que fuera a visitarlos en Rusia.

—Iré cuando se case usted —le dijo Várenka.

—No me casaré jamás.

—Entonces nunca iré.

—En ese caso, no me queda más remedio que casarme. Pero ¡no se olvide usted de su promesa! —añadió Kitty.

La predicción del médico se había cumplido. Kitty volvió restablecida a casa, a Rusia. Ya no se mostraba tan despreocupada y alegre como antes, pero estaba tranquila, y aquellos tormentos que había padecido en Moscú sólo formaban parte del recuerdo.