XXXIV

Poco antes de que Kitty terminara su cura de aguas, el príncipe Scherbatski, que después de su estancia en Carlsbad se había trasladado a Baden y Kissingen para visitar a algunos compatriotas y respirar un poco de aire ruso, como decía él, se reunió con su familia.

Marido y mujer tenían puntos de vista completamente opuestos sobre la vida en el extranjero. A la princesa le parecía todo maravilloso y, a pesar de su sólida posición en la sociedad rusa, en el extranjero procuraba parecerse a una dama europea. Pero, como era una señora rusa de los pies a la cabeza, tenía que fingir, algo que le resultaba bastante molesto. El príncipe, por el contrario, lo encontraba todo detestable. Le desagradaba la vida europea, no renunciaba a ninguna de sus costumbres rusas y se esforzaba por parecer menos europeo de lo que era en realidad.

El príncipe había vuelto más delgado, con bolsas debajo de los ojos, pero en la más alegre disposición de ánimo, que no hizo más que reforzarse cuando vio a Kitty completamente restablecida. La noticia de que su hija había trabado amistad con madame Stahl y con Várenka y las observaciones de la princesa sobre el cambio que se había operado en ella le preocuparon. No sólo se exacerbaron esos celos que sentía cuando su hija se interesaba por algo, sino también el temor de que pudiera sustraerse a su influencia, internándose en unas regiones que a él le estaban vedadas. Pero las noticias desagradables se sumergieron en el mar de bondad y alegría que lo embargaba siempre y que había aumentado desde que había tomado las aguas en Carlsbad.

Al día siguiente de su llegada, el príncipe, con su abrigo largo, esas arrugas tan rusas y sus mejillas fofas, sostenidas por el cuello almidonado, se dirigió al balneario con su hija. Seguía de un humor excelente.

La mañana era espléndida. Las limpias y encantadoras casitas con sus jardincillos, las alegres y hacendosas criadas alemanas, de manos rojas y rostros rubicundos por la cerveza, y el sol ardiente llenaban de regocijo el corazón. Pero, cuanto más se acercaban al manantial, más frecuentes eran los encuentros con los enfermos, cuyo aspecto lastimoso destacaba aún más en ese ambiente tan bien organizado. A Kitty ya no le afectaba ese contraste. El sol brillante, el jovial destello de las frondas y los sones musicales constituían el cuadro natural de esos rostros conocidos, con sus cambios a mejor o a peor que tanto le interesaban. Pero para el príncipe, la luz y el resplandor de esa mañana de junio, los acordes de la orquesta, que tocaba un alegre vals de moda, y, sobre todo, la presencia de esas criadas rozagantes le parecían indecentes y monstruosos al lado de esos moribundos de movimientos torpes, venidos de todos los rincones de Europa.

A pesar de que se sentía orgulloso y como rejuvenecido llevando a su hija del brazo, su paso firme y sus miembros vigorosos, cubiertos de grasa, le llenaban de vergüenza y confusión. Era como encontrarse vestido de calle en una reunión de etiqueta.

—Preséntame a tus nuevos amigos —le dijo a su hija, apretándole el brazo con el codo—. Hasta está empezando a gustarme este odioso Soden, por haberte hecho tanto bien. Pero ¡qué tristeza se respira aquí! ¿Quién es ése?

Kitty le iba nombrando tanto a los conocidos como a los desconocidos con los que se encontraban. A la entrada misma del parque se toparon con madame Berthe y su acompañante, y el príncipe se alegró al contemplar la expresión enternecida de la vieja ciega cuando escuchó la voz de Kitty. Haciendo gala de esa exagerada amabilidad tan típica de los franceses, la dama se apresuró a felicitar al príncipe por tener una hija tan encantadora, la puso por las nubes, afirmó que era un tesoro, una perla, un ángel consolador.

—En ese caso, es el ángel número dos —replicó el príncipe, sonriendo—. Pues ella misma afirma que el ángel número uno es mademoiselle Várenka.

—¡Ah, mademoiselle Várenka es un auténtico ángel! Allez —corroboró madame Berthe.

En la galería se encontraron con Várenka, que iba rápidamente a su encuentro, llevando un elegante bolso de color rojo.

—¡Mira, ha llegado papá! —le dijo Kitty.

Con la naturalidad y sencillez que le eran propias, Várenka hizo un ademán que se quedaba a medio camino entre un saludo y una reverencia, y acto seguido se puso a hablar con el príncipe en el tono desenvuelto que empleaba con todo el mundo.

—Ni que decir tiene que la conozco a usted, y mucho —le dijo el príncipe con una sonrisa, y Kitty se quedó muy complacida al comprobar que a su padre le gustaba su amiga—. ¿Adónde va usted tan apresurada?

Maman está aquí —respondió ella, dirigiéndose a Kitty—. No ha dormido en toda la noche, y el médico le ha aconsejado que salga. Voy a llevarle su labor.

—¡Así que éste es el ángel número uno! —dijo el príncipe, una vez que Várenka se hubo alejado.

Kitty se dio cuenta de que a su padre le habría gustado burlarse de Várenka, pero que no había sido capaz de hacerlo, porque le había gustado.

—Bueno, ya iremos viendo a todos tus amigos, y también a madame Stahl, si es que se digna reconocerme.

—¿Es que acaso la conoces, papá? —preguntó Kitty con cierto temor, reparando en la chispa de ironía que centelleó en los ojos de su padre cuando pronunció el nombre de madame Stahl.

—Traté a su marido, y también un poco a ella, antes de que se uniera a los pietistas.

—¿Quiénes son esos pietistas, papá? —preguntó Kitty, asustada al ver que aquello que tanto apreciaba en madame Stahl tenía un nombre.

—Pues la verdad es que yo tampoco lo sé muy bien. Lo único que puedo decirte es que le da las gracias a Dios por todo, por cualquier desgracia. También le agradece la muerte de su marido, lo cual no deja de ser cómico, visto lo mal que se llevaban. ¿Quién es ése? ¡Vaya cara tan triste tiene! —añadió, reparando en un enfermo de baja estatura que estaba sentado en un banco, con un abrigo de color marrón y unos pantalones blancos, que formaban unos pliegues extraños en sus piernas descarnadas.

El señor en cuestión levantó el sombrero de paja, dejando al descubierto sus cabellos ralos y revueltos, así como una frente alta con un cerco rojo por la presión del sombrero.

—Se llama Petrov, y es pintor —respondió Kitty, ruborizándose—. Y ésa es su esposa —añadió, señalando a Anna Pávlovna, que en ese preciso instante, como hecho a propósito, se levantó para ir a buscar a un niño que corría por la alameda.

—¡Qué cara tan lastimosa y agradable tiene! —exclamó el príncipe—. ¿Por qué no te acercas? Parece que quiere decirte algo.

—Bueno, vamos a ver —dijo Kitty, volviéndose con decisión—. ¿Qué tal se encuentra hoy? —le preguntó a Petrov.

El pintor se levantó, apoyándose en el bastón, y miró al príncipe con timidez.

—Kitty es mi hija —dijo éste—. Encantado de conocerle.

Petrov saludó y sonrió, dejando al descubierto unos dientes de una blancura excepcional.

—La estuvimos esperando ayer, señorita —le dijo a Kitty.

Al pronunciar esas palabras, se tambaleó, y en seguida repitió el mismo movimiento, como tratando de demostrar que lo había hecho adrede.

—Y habría ido, si Anna Pávlovna no hubiera mandado recado a Várenka de que no iban a salir ustedes.

—¿Cómo? —dijo Petrov, enrojeciendo. A continuación sufrió un ataque de tos y buscó a su mujer con los ojos—. ¡Aneta, Aneta! —dijo en voz alta, y las gruesas venas de su cuello blanco y fino se tensaron como cuerdas. Anna Pávlovna se acercó—. ¿Por qué mandaste recado a la princesa de que no íbamos a salir? —le susurró con enfado, casi sin voz.

—¡Hola, señorita! —dijo Anna Pávlovna con una sonrisa forzada y una actitud totalmente distinta a la que solía mostrar antes—. Me alegro mucho de conocerle —añadió, dirigiéndose al príncipe—. Hace tiempo que le esperábamos.

—¿Por qué mandaste recado a la princesa de que no íbamos a salir? —repitió el pintor con un susurro ronco, aún más enfadado, sin duda porque le fallaba la voz y no podía dar a sus palabras la entonación deseada.

—¡Ah, Dios mío! Pensaba que no iríamos —le respondió su mujer con irritación.

—Pero cómo es posible, cuándo… —En ese momento tuvo otro ataque de tos e hizo un gesto con la mano.

El príncipe se descubrió y se alejó en compañía de su hija.

—¡Ah, pobre gente! —exclamó, exhalando un profundo suspiro.

—Sí, papá —replicó Kitty—. Y fíjate, tienen tres niños, carecen de criados y apenas disponen de medios de subsistencia. Él recibe algún dinero de la Academia —prosiguió Kitty con animación, tratando de disimular la turbación que le había causado el extraño cambio de actitud de Anna Pávlovna—. Por ahí viene madame Stahl —añadió, señalando un cochecito en el que, entre almohadones y bajo una sombrilla, se distinguía algo así como un bulto azul y gris.

En efecto, era madame Stahl. Un trabajador alemán, robusto y de aire sombrío, tiraba de la silla. A su lado iba un conde sueco de cabellos rubios al que Kitty conocía de nombre. Algunos enfermos aminoraban el paso cuando llegaban a la altura del cochecito y se quedaban mirando a la señora que iba en su interior como si fuera algo extraordinario.

El príncipe se acercó a ella y Kitty volvió a percibir en sus ojos esa chispa de ironía que tanto la turbaba. Después de saludarla, se puso a hablar en un francés excelente, como muy pocos hablan hoy, expresándose con extremada amabilidad y cortesía.

—No sé si se acordará usted de mí, pero me veo en la obligación de recordarle que nos conocemos para agradecerle las atenciones que ha tenido con mi hija —le dijo, descubriéndose y quedándose con el sombrero en la mano.

—El príncipe Aleksandr Scherbatski —dijo madame Stahl, levantando hasta él sus ojos celestiales, en los que Kitty creyó advertir un matiz de disgusto—. Me alegro de volver a verle. Me he encariñado mucho de su hija.

—¿Sigue usted mal de salud?

—Sí, pero ya estoy acostumbrada —dijo madame Stahl, y presentó al príncipe al conde sueco.

—Ha cambiado usted muy poco —observó el príncipe—. No he tenido el placer de verla en estos últimos diez u once años.

—Sí, Dios nos da la cruz y también las fuerzas para llevarla. A menudo me pregunto por qué será tan larga esta vida… ¡Por el otro lado! —añadió irritada, dirigiéndose a Várenka, que le había envuelto las piernas en la manta de un modo que no le satisfacía.

—Probablemente para hacer el bien —dijo el príncipe, con ojos risueños.

—No nos compete a nosotros juzgarlo —replicó madame Stahl, que había captado ese matiz de ironía en la mirada del príncipe—. Entonces, ¿me enviará usted ese libro, querido conde? Se lo agradeceré mucho —agregó, volviéndose hacia el joven sueco.

—¡Ah! —exclamó el príncipe, descubriendo la presencia del coronel moscovita no lejos de allí, y, después de despedirse de madame Stahl, se alejó en compañía de su hija para reunirse con él.

—¡Ahí tiene usted a nuestra aristocracia, príncipe! —exclamó el coronel moscovita, deseando mostrarse sarcástico. Estaba enojado con madame Stahl porque no había manifestado el menor deseo de relacionarse con él.

—Siempre la misma —respondió el príncipe.

—¿Cuando la conoció usted gozaba aún de buena salud o ya tenía que guardar cama?

—Precisamente entonces cayó enferma —respondió el príncipe.

—Dicen que lleva diez años sin levantarse.

—No se levanta porque tiene una pierna más corta que otra. Y con esa figura tan horrible…

—¡No puede ser, papá! —exclamó Kitty.

—Pues es lo que dicen las malas lenguas, amiguita. En cuanto a tu Várenka, la compadezco —prosiguió—. ¡Ah, estas señoras enfermas!

—¡Ah, no, papá! —protestó Kitty con calor— ¡Várenka la adora! Además, ¡hace tanto bien! ¡Pregúntaselo a quien quieras! Todo el mundo conoce a madame Stahl y a Aline.

—Tal vez —repuso el príncipe, apretándole el brazo con el codo—. Pero, cuando se hace el bien, es preferible que nadie lo sepa.

Kitty guardó silencio, no porque no tuviera nada que responder, sino porque no quería revelar sus pensamientos secretos, ni siquiera ante su padre. No obstante, por extraño que pueda parecer, aunque estaba dispuesta a no someterse a los juicios de su padre ni a permitirle que entrara en su santuario más íntimo, se dio cuenta de que la imagen divina de madame Stahl, que desde hacía un mes llevaba en su alma, se desvanecía para siempre, como desaparece la figura formada por un vestido tirado en cuanto se da uno cuenta de que sólo se trata de una prenda de ropa. Sólo quedaba una mujer con una pierna más corta que otra, que se pasaba el día en la cama porque tenía una figura horrible y que atormentaba a la sumisa Várenka porque no la tapaba con la manta como ella quería. Y ningún esfuerzo de la imaginación pudo devolverle la antigua imagen de madame Stahl.