Cuando miró el reloj en la terraza de los Karenin, estaba tan agitado y tan absorto en sus pensamientos que no reparó en la hora que era, a pesar de que había visto las manecillas en el cuadrante. Salió a la carretera y se dirigió a la calesa, pisando el barro con mucho cuidado. Tanto le obsesionaba la imagen de Anna que había perdido la noción del tiempo; ni siquiera se preguntaba si aún tendría ocasión de pasar por casa de Brianski. Como suele suceder en tales casos, sólo le quedaba la facultad externa de la memoria, que le señalaba el orden en que había resuelto hacer cada cosa. Se acercó a su cochero, que dormitaba en el pescante, bajo la sombra ya oblicua de un frondoso tilo, contempló las nubecillas tornasoladas de mosquitos que se arremolinaban por encima de los sudorosos caballos, saltó al interior de la calesa, despertó al cochero y le ordenó que lo condujera a casa de los Brianski. Sólo después de recorrer siete verstas recobró un tanto el sentido de la realidad. Volvió a consultar el reloj y descubrió que eran las cinco y media y que se le había hecho tarde.
Ese día se celebrarían varias carreras: la de la escolta imperial, luego la de dos verstas para oficiales, otra de cuatro verstas y finalmente aquella en la que participaría Vronski. Disponía de tiempo suficiente antes de que empezara su carrera, pero, si pasaba por casa de Brianski, llegaría por los pelos, cuando ya estuviera presente la corte al completo. Sería una inconveniencia. Pero había prometido visitar a Brianski, así que decidió seguir, no sin antes ordenarle al cochero que no se compadeciese de los caballos.
Llegó a casa de Brianski, donde se quedó sólo cinco minutos, y regresó al galope. Esa rápida marcha le tranquilizó. Todas las dificultades vinculadas a la relación con Anna, todas las incertidumbres surgidas a lo largo de la conversación se borraron de su cabeza. De nuevo volvía a pensar en las carreras con animación y entusiasmo, en que llegaría a tiempo, después de todo, y de vez en cuando su imaginación le pintaba con vivos colores la felicidad que le aguardaba en la entrevista de esa noche.
Pero a medida que avanzaba, adelantando coches que llegaban de San Petersburgo y de los alrededores, se iba imbuyendo más y más del ambiente de la competición, de la emoción de la inminente carrera.
En su casa no encontró a nadie: todos se habían ido ya al hipódromo. Un criado le esperaba en la entrada. Mientras le ayudaba a cambiarse de ropa, le informó de que ya había empezado la segunda carrera, de que habían venido muchos señores preguntando por él y de que el muchacho de las caballerizas se había presentado dos veces.
Vronski se vistió sin prisas (nunca se apresuraba ni perdía la compostura) y ordenó que lo llevaran a las barracas. Desde allí se divisaba un mar de carruajes, transeúntes y soldados alrededor del hipódromo, así como las tribunas abarrotadas de espectadores. Probablemente se estaba celebrando la segunda carrera, porque en el momento en que entró en la barraca oyó la campana. Al acercarse al establo, se encontró con Gladiator, el alazán de patas blancas de Majotin, cubierto de una gualdrapa naranja festoneada de azul, con unas orejas que parecían enormes, engalanadas también de azul. Lo estaban sacando a la pista.
—¿Dónde está Cord? —le preguntó al palafrenero.
—En el establo, ensillando.
En el cubículo abierto Fru Fru ya estaba ensillada. Se disponían a sacarla.
—¿No llego tarde?
—All right! All right! Todo va bien. Todo va bien —dijo el inglés—. No se preocupe.
Después de contemplar las elegantes y bellas formas de su yegua, que temblaba de pies a cabeza, Vronski se apartó con esfuerzo y salió de la barraca. Era un momento propicio para acercarse a las tribunas sin que nadie le prestase atención. La carrera de dos verstas estaba a punto de terminar, y todos los ojos estaban fijos en el oficial de la guardia que iba en cabeza y en el húsar que le seguía: los dos aguijaban a sus caballos con sus últimas fuerzas y estaban a punto de alcanzar la meta. La gente afluía de todas partes hacia ese punto. Un grupo de oficiales y de soldados de la guardia saludaban con alegres gritos el inminente triunfo de su compañero. Vronski, sin que nadie lo viera, se mezcló con esa muchedumbre casi en el preciso instante en que la campana anunciaba el final de la carrera, y el ganador, un muchacho alto, salpicado de barro, se inclinaba sobre la silla y aflojaba las riendas de su potro gris, que tenía la respiración jadeante y la piel oscurecida por el sudor.
El potro, estirando con dificultad las patas, ralentizó la veloz marcha de su enorme cuerpo, y el oficial de la guardia, como si acabara de despertar de un sueño profundo, miró a su alrededor y sonrió con esfuerzo. Le rodeaba una multitud de amigos y extraños.
Vronski evitaba deliberadamente ese público selecto que paseaba con discreción y desenvoltura, intercambiando impresiones, por delante de las tribunas. Había reconocido a Anna, a Betsy y a la mujer de su hermano; pero, temiendo que le distrajeran, prefirió no acercarse. No obstante, a cada paso lo detenía algún conocido para contarle detalles de las carreras ya celebradas y preguntarle por qué había llegado tan tarde.
En el momento en que llamaban a los participantes a la tribuna de honor para la distribución de los premios y todo el mundo se dirigía a ese lugar, vio cómo se acercaba su hermano mayor, Aleksandr, un coronel con cordones, de mediana estatura, tan corpulento como él, pero más apuesto y rubicundo, con su nariz roja y su rostro franco y colorado de borracho.
—¿Recibiste mi nota? —preguntó—. No hay manera de encontrarte en casa.
A pesar de que llevaba una vida disipada y, sobre todo, de que bebía como una cuba, algo que sabía todo el mundo, era un perfecto cortesano.
Al hablar ahora con su hermano de un asunto que le resultaba muy desagradable, se mostraba sonriente, como si estuviera bromeando, pues sabía que muchas miradas podían estar observándolo.
—Sí, y la verdad es que no entiendo por qué te preocupas —respondió Alekséi.
—Pues porque acaban de comentarme que hace un momento no estabas aquí y que el lunes te vieron en Peterhof.
—Hay asuntos que sólo incumben a los propios interesados, y el que tanto te preocupa es precisamente de ese tipo…
—Pues entonces deja el ejército, no…
—Te ruego que no te metas donde no te llaman. Es lo único que te pido.
El rostro ceñudo de Alekséi Vronski palideció, y un estremecimiento recorrió su prominente mandíbula inferior, algo que le sucedía en contadas ocasiones. Como era un hombre de buen corazón, se enojaba rara vez, pero cuando perdía los nervios y le sobrevenía ese temblor, se volvía temible. Su hermano, que no lo ignoraba, creyó conveniente dirigirle una sonrisa jovial.
—Sólo quería entregarte la carta de mamá. Contéstala y no te alteres antes de la carrera. Bonne chance[10] —añadió, sonriendo, y se alejó.
Acto seguido, alguien saludó amistosamente a Vronski y le detuvo.
—¿Es que ya no reconoces a los amigos? ¡Hola, mon cher! —exclamó Stepán Arkádevich, el rostro rubicundo, las patillas lustrosas y bien arregladas, no menos desenvuelto en medio de la elegante sociedad petersburguesa que en Moscú—. Llegué ayer y me alegro mucho de poder asistir a tu triunfo. ¿Cuándo nos vemos?
—Pásate mañana por el comedor del cuartel —dijo Vronski y, apretándole la manga del abrigo, en señal de disculpa, se dirigió al centro del hipódromo, adonde ya estaban conduciendo a los caballos que iban a participar en la gran carrera de obstáculos.
Los palafreneros se llevaban a los caballos sudorosos y agotados que habían corrido en la prueba anterior, mientras los de la siguiente, en su mayoría purasangres ingleses, semejantes a enormes aves fantásticas, con sus caperuzas y sus vientres ceñidos, aparecían uno detrás de otro, frescos y descansados. Por la derecha iba Fru Fru, hermosa y ligera, pisando con sus flexibles y larguísimas cuartillas, que parecían tener muelles. No lejos de allí le quitaban la gualdrapa al orejudo Gladiator. Las formas soberbias, robustas y perfectamente regulares del potro, con su magnífica grupa y sus cuartillas extraordinariamente cortas, justo por encima de los cascos, acapararon por un instante, aun a su pesar, la atención de Vronski. Se disponía ya a acercarse a su yegua, pero una vez más un conocido se interpuso en su camino.
—¡Ah, por ahí viene Karenin! —le dijo—. Está buscando a su mujer, que está en el centro de la tribuna. ¿No la ha visto usted?
—No, no la he visto —respondió Vronski y, sin volver siquiera la cabeza al lugar donde le señalaban, se acercó a Fru Fru.
No le había dado tiempo a examinar la silla, sobre la que tenía que dar algunas indicaciones, cuando llamaron a los jinetes a la tribuna para proceder al sorteo de los números y los lugares. Diecisiete oficiales, con rostros graves y serios, muchos de ellos pálidos, se aproximaron a la tribuna y sacaron una papeleta. A Vronski le correspondió el número siete.
De pronto resonó la orden:
—¡A caballo!
Consciente de que tanto él como los demás jinetes constituían el centro en el que convergían todas las miradas, Vronski se acercó a su yegua en un estado de gran tensión, que normalmente le hacía moverse con mayor tranquilidad y parsimonia. En honor a la solemnidad de la ocasión, Cord se había puesto su traje de gala: levita negra abotonada hasta arriba, cuello duro, muy almidonado, que le levantaba las mejillas, sombrero redondo de color negro y botas de montar. Con su acostumbrado aire de suficiencia y serenidad, sostenía la yegua por las riendas. Fru Fru seguía temblando como si tuviera fiebre. Sus ojos, llenos de fuego, miraron de soslayo a Vronski, que metió un dedo por debajo de la cincha. La yegua torció aún más la mirada, enseñó los dientes y agachó las orejas. El inglés frunció los labios y esbozó una sonrisa: cómo era posible que se dudara de su habilidad para ensillar un caballo.
—Monte, así se sentirá menos agitado.
Vronski contempló por última vez a sus oponentes. Sabía que durante la carrera no iba a tener oportunidad de verlos. Dos de ellos se dirigían ya a la línea de salida. Galtsin, amigo suyo y uno de los rivales más peligrosos, daba vueltas alrededor de su potro bayo, que no se dejaba ensillar. Un húsar de la guardia, bajo de estatura, con ajustados pantalones de montar, marchaba al galope, arqueado sobre la grupa como un gato, en un intento de imitar a los jinetes ingleses. El príncipe Kúzovlev, pálido como un lienzo, montaba una jaca purasangre de la yeguada de Grábov, que un inglés conducía por las bridas. Como todos sus compañeros, Vronski sabía que en Kúzovlev se aunaban un tremendo amor propio y unos nervios particularmente «débiles». Sabían que tenía miedo de todo, hasta de montar un simple caballo del ejército; pero ahora, precisamente porque se enfrentaba a una situación llena de peligros, porque corría el riesgo de romperse el cuello y al pie de cada obstáculo había un médico, una enfermera y una ambulancia con una cruz, había decidido participar en la carrera. Cuando sus ojos se encontraron, Vronski le dedicó un guiño amistoso, con el que pretendía darle ánimos. Al único que no vio fue a Majotin, su principal rival, que montaba a Gladiator.
—No se apresure —le dijo Cord a Vronski—, y recuerde una cosa: delante de los obstáculos no la retenga ni la apremie, déjela a su aire.
—Bien, bien —replicó Vronski, cogiendo las riendas.
—Si le es posible, colóquese a la cabeza. Pero no se desanime hasta el último momento, aunque vaya rezagado.
Antes de que el caballo tuviera tiempo de moverse, Vronski, con un ademán resuelto y decidido, puso un pie en el dentado estribo de acero y, aupándose ligero, se acomodó con firmeza en la silla de cuero, que crujió. Después de meter el pie derecho en el estribo, igualó entre los dedos las dobles riendas con un gesto habitual, y Cord las soltó. Como si no supiera qué pata levantar primero, Fru Fru, estirando las riendas con su largo cuello, echó a andar, como movida por resortes, meciendo al jinete en su lomo flexible. Cord, apretando el paso, los siguió. La yegua, muy inquieta, trataba de engañar al jinete, tirando de las riendas tan pronto de un lado como de otro, mientras Vronski hacía vanos esfuerzos por calmarla, prodigándole palabras amables y palmadas.
Ya se acercaban al arroyo embalsado, no lejos de la línea de salida. Precedido por unos jinetes y seguido por otros, Vronski escuchó de pronto, detrás de sí, el galope de un caballo en el barro del camino, y al instante siguiente vio cómo lo adelantaba Gladiator, el alazán orejudo y de patas blancas de Majotin, que sonreía, mostrando sus largos dientes. Vronski lo miró con irritación. En general, Majotin no le caía bien y ahora lo consideraba su rival más peligroso. Le había molestado que le hubiera adelantado, inquietando a su montura. Fru Fru levantó la pata izquierda con intención de galopar, dio dos saltos, y, enfurecida por sentir tan tensas las bridas, rompió en un trote saltarín, que sacudió al jinete en la silla. Cord se mostró también descontento y echó a correr detrás de Vronski.