Varias veces había intentado Vronski, aunque no de forma tan decidida como ahora, hacerle comprender la posición en la que se encontraba, y siempre se había topado con la superficialidad y los endebles argumentos con los que Anna había respondido en esta ocasión a su propuesta. Por lo visto, había en esa cuestión aspectos en los que no podía o no quería entrar. Era como si al empezar a analizarla, la verdadera Anna desapareciera y en su lugar surgiera una mujer extraña y ajena, que le oponía resistencia, y por la que Vronski no sentía cariño, sino temor. Pero esa tarde había decidido decírselo todo.
—Que lo sepa o no, poco nos importa —dijo Vronski con su tono habitual, firme y sereno—. No podemos… No puede usted seguir así… sobre todo ahora.
—Y, en su opinión, ¿qué debería hacer? —preguntó Anna, con la misma ligereza e ironía de antes.
Ella, que tanto había temido que Vronski acogiera con ligereza el anuncio de su embarazo, lamentaba ahora que él creyera necesario tomar una decisión.
—Confesárselo todo y abandonarlo.
—Muy bien. Supongamos que lo hago —dijo Anna—. ¿Sabe usted lo que sucedería? Pues se lo voy a decir. —Y un resplandor maligno centelleó en sus ojos, tan llenos de ternura apenas un segundo antes—. «Ah, se ha enamorado usted de otro, tiene una relación culpable —prosiguió, imitando a su marido y enfatizando, como habría hecho él, la palabra “culpable”—. Ya le había prevenido de las consecuencias que esa conducta tendría en el ámbito religioso, social y familiar. Pero no me ha escuchado. Ahora no puedo permitir que deshonre mi nombre…». —«Y el de mi hijo», habría querido añadir, pero con él era incapaz de hacer bromas—. En definitiva, con sus modales de funcionario y esa claridad y precisión tan suyas, me notificaría que no puede concederme la libertad y que tomaría todas las medidas necesarias para evitar el escándalo. Y actuaría con la mayor serenidad, sin olvidar ningún detalle. Eso es lo que sucedería. No es un hombre, sino una máquina, una máquina perversa cuando se enfada —añadió, recordando todos los pormenores de la figura de Alekséi Aleksándrovich, su manera de hablar y su carácter, y repasando sus rasgos menos amables, sin olvidar ninguno, como si con eso quisiera compensar la terrible falta de que era culpable ante él.
—Pero, Anna —dijo Vronski con voz suave y persuasiva, tratando de tranquilizarla—, en cualquier caso es necesario hablar con él, y, una vez que sepamos lo que piensa hacer, actuar en consecuencia.
—Entonces, ¿tenemos que escaparnos?
—¿Y por qué no? No me parece posible prolongar esta situación. Y no lo digo por mí. Me doy cuenta de que está usted sufriendo.
—Sí, escapar, y convertirme en su amante —dijo ella con despecho.
—¡Anna! —replicó él, en tono de tierno reproche.
—Sí —prosiguió ella—, convertirme en su amante y perderlo… todo…
Una vez más había querido decir «a mi hijo», pero fue incapaz de pronunciar esa palabra.
Vronski no podía entender que una persona tan enérgica y honrada como ella pudiera soportar la situación falsa en la que se encontraba sin buscar una salida; pero no se daba cuenta de que la causa principal era la palabra «hijo», que Anna no había podido pronunciar. Cuando pensaba en su hijo y en sus futuras relaciones con él, una vez que abandonara a su marido, sentía tanto espanto por lo que había hecho que no era capaz de razonar. Como mujer, procuraba tranquilizarse con argumentos y palabras falaces: quería que todo siguiera como antes para poder olvidar el terrible dilema de lo que sería de su hijo.
—¡Te ruego, te suplico, que nunca vuelvas a hablarme de esta cuestión! —dijo de pronto en un tono completamente distinto, lleno de ternura y sinceridad, cogiéndole la mano.
—Pero, Anna…
—Nunca. Deja que sea yo quien decida. Me doy perfecta cuenta de la bajeza y el horror de mi situación. Pero no es tan fácil como tú crees encontrar una salida. Déjame actuar a mi manera y hazme caso. No vuelvas a hablarme nunca de esta cuestión. ¿Me lo prometes?… ¡No, no! ¡Prométemelo!…
—Te prometo todo lo que quieras, pero no puedo estar tranquilo, sobre todo después de lo que me has dicho. No puedo estar tranquilo cuando no puedes estarlo tú…
—¿Yo? —replicó Anna—. Es cierto que a veces me atormento. Pero se me pasará si no vuelves a hablarme de este tema. Sólo sufro cuando me lo mencionas.
—No lo entiendo —dijo Vronski.
—Sé cuánto repugna a tu naturaleza honrada la mentira, y te compadezco —le interrumpió—. A menudo pienso que has echado a perder tu vida por mi culpa.
—Lo mismo pensaba yo ahora. ¿Cómo es posible que lo hayas sacrificado todo por mí? Jamás me perdonaré haberte hecho desdichada.
—¿Desdichada yo? —exclamó Anna, acercándose y mirándole con una sonrisa llena de amor y adoración—. Soy como una persona hambrienta a la que han dado de comer. Puede que tenga frío y se sienta avergonzada de sus andrajos, pero no es desdichada. ¿Desdichada yo? No, aquí está mi felicidad…
Anna oyó la voz de su hijo, que ya había regresado, y, después de recorrer la terraza con una rápida mirada, en la que refulgió ese brillo que Vronski conocía tan bien, se levantó apresuradamente. Con un movimiento fulgurante alzó sus bellas manos, cubiertas de sortijas, le cogió la cabeza, lo contempló un buen rato, acercó su rostro, con los labios entreabiertos y sonrientes, estampó un rápido beso en su boca y en sus ojos y lo apartó de su lado. Quiso marcharse, pero Vronski la retuvo.
—¿Cuándo? —susurró, mirándola extasiado.
—Esta noche, a la una —murmuró ella y, tras un profundo suspiro, se dirigió con pasos raudos y ligeros al encuentro de su hijo.
La lluvia había sorprendido a Seriozha en el jardín grande, y se había refugiado con la niñera en un templete.
—Bueno, adiós —le dijo Anna a Vronski—. Dentro de poco iremos a las carreras. Betsy ha prometido pasar a buscarme.
Vronski consultó su reloj y partió a toda prisa.