XVI

De camino a casa, Levin se informó de todos los detalles de la enfermedad de Kitty y de los planes de los Scherbatski. Aunque le avergonzaba reconocerlo, esas novedades le causaron un secreto placer. Le alegraba que aún quedara alguna esperanza y, sobre todo, que ella, que tanto daño le había hecho, también estuviera sufriendo. Pero, cuando Stepán Arkádevich le habló de las causas de la enfermedad y mencionó el nombre de Vronski, le interrumpió:

—No tengo ningún derecho a enterarme de esos secretos de familia. Además, tampoco me interesan.

Stepán Arkádevich esbozó una sonrisa apenas perceptible: había captado en los rasgos de Levin uno de esos bruscos cambios de humor, a los que ya estaba acostumbrado, que le hacían pasar, en cuestión de segundos, de la alegría a la tristeza.

—¿Has ultimado la venta del bosque con Riabinin? —preguntó Levin.

—Sí. El precio es inmejorable: treinta y ocho mil rublos. Ocho mil por adelantado, y el resto en un plazo de seis años. Llevo ya mucho tiempo ocupándome de ese asunto. Nadie me ofrecía más.

—Vamos, que has vendido el bosque regalado —replicó Levin, sombrío.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Stepán Arkádevich con una sonrisa benévola: sabía que ahora a su amigo todo le parecería mal.

—Porque ese bosque vale por lo menos quinientos rublos la hectárea —respondió Levin.

—¡Ah, estos propietarios rurales! —bromeó Stepán Arkádevich—. ¡Siempre ese tono de desprecio por los que venimos de la ciudad! Pero, cuando se trata de cerrar un asunto, nos las arreglamos mejor que nadie. Créeme, lo he calculado todo, y la venta me parece tan ventajosa que hasta tengo miedo de que el comprador se eche atrás. Ten en cuenta que no es un bosque maderable —añadió, convencido de que esa sola palabra, «maderable», bastaría para desbaratar todas las dudas de Levin—, sino de leña. No dará más de treinta estéreos por hectárea, y Riabinin me la paga a doscientos rublos.

Levin sonrió con desprecio. «Conozco muy bien esa manera de hablar de todos esos señores de la ciudad —pensó—. Vienen al campo un par de veces cada diez años, se aprenden dos o tres expresiones de la vida rural, las emplean tanto si viene a cuento como si no y están plenamente convencidos de que lo saben todo. “Maderable, treinta estéreos”. Dice palabras cuyo significado no conoce».

—No me permitiría darte lecciones sobre los documentos de los que os ocupáis en tu oficina —dijo—. Al contrario, en caso necesario te pediría consejo. En cambio, tú te figuras que lo sabes todo de los bosques. Y es un asunto complicado. ¿Has contado los árboles?

—¿Cómo voy a contar los árboles? —replicó Stepán Arkádevich, echándose a reír. En ese momento lo único que deseaba era que su amigo recuperara su buen humor—. Aunque una inteligencia superior pudiera contar la arena del mar, los rayos de los planetas[6]

—Pues te aseguro que la inteligencia superior de Riabinin puede hacerlo. No hay comerciante que no compre un bosque sin contar los árboles, a no ser que le den el bosque regalado, como has hecho tú. Conozco tu bosque. Todos los años voy allí a cazar, y te aseguro que vale quinientos rublos la hectárea, en dinero contante y sonante. Y él te da sólo doscientos, y a plazos. En definitiva, le estás regalando treinta mil rublos.

—Bueno, no exageres —replicó Stepán Arkádevich con voz quejumbrosa—. En ese caso, ¿por qué nadie me ha ofrecido esa suma?

—Porque se ha puesto de acuerdo con los demás comerciantes, a quienes habrá entregado una indemnización. He hecho tratos con todos ellos y los conozco. No son comerciantes, sino especuladores. Riabinin jamas se metería en un negocio que le proporcionara un beneficio de un diez o un quince por ciento. Espera hasta poder comprar por veinte kopeks lo que vale un rublo.

—¡Bueno, basta! Ya veo que estás de mal humor.

—En absoluto —dijo Levin con aire sombrío, en el momento en que llegaban a la casa.

Delante de la entrada había un coche con sólidos refuerzos de hierro y cuero, uncido a un caballo bien cebado, con anchos arneses, en el que descansaba el administrador de Riabinin, un individuo sanguíneo, con el cinturón muy apretado, que también hacía las veces de cochero. Su amo en persona ya había entrado en la casa, y se encontró con los amigos en el vestíbulo. Era un hombre alto y enjuto, de mediana edad, mentón rasurado y prominente, bigote, ojos saltones y turbios. Vestía una levita larga de color azul, con botones en la parte baja de la espalda, y unas botas altas, arrugadas en los tobillos y lisas a la altura de las pantorrillas, con unos grandes chanclos por encima. Se enjugó el rostro con un pañuelo y, cruzándose la levita, que ya sin eso le quedaba muy bien, saludó con una sonrisa a los recién llegados y tendió la mano a Stepán Arkádevich, como si quisiera atrapar alguna cosa.

—Ya ha llegado usted. Estupendo —dijo Stepán Arkádevich, dándole la mano.

—Aunque los caminos están muy mal, no me he atrevido a desobedecer las órdenes de su excelencia. Puedo decir, de una manera positiva, que he hecho todo el viaje a pie, pero he llegado puntual. Mis respetos, Konstantín Dmítrich —añadió, dirigiéndose a Levin, y le tendió también la mano. Pero éste, enfurruñado, hizo como si no se hubiese dado cuenta y se puso a sacar las chochas—. ¿Han estado ustedes de caza? ¿Qué clase de aves son éstas? —preguntó, mirando con desprecio las chochas—. A saber qué gusto tendrán. —Y movió la cabeza con desaprobación, como si dudara de que mereciera la pena ir de caza para cobrar semejantes piezas.

—¿Quieres pasar a mi despacho? —preguntó Levin en francés a Stepán Arkádevich, frunciendo el ceño con expresión sombría—. Allí podrán ustedes hablar.

—Vamos donde usted quiera —dijo Riabinin con aire de desdeñosa superioridad, como dando a entender que él no tenía inconveniente en tratar con toda clase de personas y que se encontraba cómodo en cualquier ambiente, no como otros.

Al entrar en el despacho, Riabinin, según tenía acostumbrado, miró a su alrededor, buscando el icono, pero, al no encontrarlo, no se santiguó. Contempló los armarios y las estanterías de libros, y, con esa misma expresión dubitativa con que había examinado las chochas, negó con la cabeza y una sonrisa despectiva: también en este caso le parecía que la cosa no merecía la pena.

—¿Qué, ha traído el dinero? —preguntó Oblonski—. Siéntese.

—El dinero no faltará. He venido para verle y charlar un rato.

—¿De qué? Pero, siéntese.

—De acuerdo —dijo Riabinin, tomando asiento y apoyando el codo en el respaldo, en una postura bastante incómoda—. Tiene que bajar un poco el precio, príncipe. Sería pecado no hacerlo. En cuanto al dinero, ya lo tengo listo, hasta el último kopek. No se preocupe por eso.

Levin, que había estado metiendo la escopeta en un armario, se disponía ya a salir cuando oyó las palabras del comerciante.

—Se queda usted con el bosque casi por nada —dijo—. Si mi amigo hubiera llegado un poco antes, le habría hecho una oferta.

Riabinin se levantó y, sin pronunciar palabra, miró a Levin de los pies a la cabeza, con una sonrisa en los labios.

—Konstantín Dmítrich es muy agarrado —dijo, sin dejar de sonreír, dirigiéndose a Stepán Arkádevich—. No hay manera de hacer tratos con él. Una vez quise comprarle trigo, y le ofrecí un buen precio.

—¿Y por qué iba a darle lo mío de balde? Que yo sepa, no lo he encontrado en el suelo ni lo he robado.

—Gracias a Dios, en los tiempos que corren, es totalmente imposible robar. En los tiempos que corren todo se dirime definitivamente en los tribunales de justicia, a la luz del día, de una forma honrada. No hay manera de robar. Somos gente de bien. Pide usted demasiado por el bosque, no me salen las cuentas. Le ruego que baje un poco el precio.

—Pero ¿el trato está cerrado o no? Si lo está, no tiene sentido negociar. Y si no lo está, me quedo yo con el bosque —dijo Levin.

Riabinin dejó de sonreír y en su rostro apareció de pronto una expresión rapaz y cruel de ave de presa. Se desabotonó la levita con sus dedos ágiles y huesudos, dejando al descubierto la camisa, que llevaba por fuera del pantalón, el chaleco de botones de cobre y la cadena del reloj, y, con un gesto fulgurante, sacó una cartera gruesa y usada.

—Perdone, pero el bosque es mío —profirió, alargando la mano, después de hacer apresuradamente la señal de la cruz—. Coja el dinero, ese bosque es mío. Así hace negocios Riabinin, sin pararse a contar los céntimos —añadió, frunciendo el ceño y blandiendo la cartera.

—Yo en tu lugar no me daría prisa por vender —dijo Levin.

—Pero es que ya le he dado mi palabra —replicó Oblonski sorprendido. Levin salió de la habitación dando un portazo. Riabinin sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.

—Una consecuencia de la juventud, definitivamente, una chiquillada. Le doy mi palabra de que, si compro este bosque, es por tener el honor de decir que fue Riabinin y no otro quien compró el bosque de Oblonski. Dios sabrá si obtendré algún beneficio. Lo dejo todo en sus manos. Bueno, haga el favor de firmarme el contrato.

Al cabo de una hora, el comerciante, la levita cerrada con esmero, el abrigo bien abrochado y el contrato en el bolsillo, se acomodó en su carruaje reforzado y se marchó a su casa.

—¡Ah, estos señores! —dijo a su administrador—. Siempre la misma historia.

—Así es —respondió el administrador, entregándole las riendas para cerrar la funda de cuero—. ¿Y qué tal ha ido la compra, Mijaíl Ignátev?

—Bien, bien…