El lugar elegido para la caza quedaba cerca, en la orilla de un arroyo poblada de jóvenes álamos temblones. Al llegar al bosque, Levin se apeó y condujo a Oblonski al extremo de un calvero encharcado y cubierto de musgo, en el que ya se había fundido la nieve. A continuación se dirigió al lado opuesto y se apostó al pie de un abedul con dos troncos, apoyó la escopeta en una rama baja y seca, en forma de horca, se quitó el caftán, se ajustó bien el cinturón y comprobó si podía mover los brazos con plena libertad.
La vieja y canosa Laska, que los había seguido, se sentó con precaución enfrente de él y aguzó las orejas. El sol ya se estaba poniendo detrás del inmenso bosque, y a la luz del ocaso los jóvenes abedules, diseminados entre los álamos temblones, se recortaban nítidos con sus ramas colgantes y sus yemas hinchadas, a punto de estallar.
De la espesura del bosque, donde aún había manchas de nieve, llegaba el leve rumor del agua, que fluía en arroyos estrechos y sinuosos. Los pájaros gorjeaban y de vez en cuando saltaban de un árbol a otro.
Había también momentos de un completo silencio, en los que se percibía el murmullo de las hojas del año anterior, removidas por el deshielo y la incipiente hierba.
«¡Fíjate! ¡Se oye y se ve crecer la hierba!», se dijo Levin, observando el estremecimiento de una hoja de álamo, empapada y de color pizarra, al lado de una hebra de hierba joven. Seguía allí, escuchando y mirando tan pronto la tierra mojada y musgosa como la perra Laska, que aguzaba las orejas, o el mar de copas desnudas que se extendía al pie de la montaña o el cielo atravesado de jirones blancos, que se iba oscureciendo poco a poco. Un halcón, batiendo las alas con parsimonia, pasó a gran altura sobre los bosques lejanos. Acto seguido apareció otro, que voló del mismo modo en la misma dirección hasta que se perdió de vista. El gorjeo de los pájaros en la espesura era cada vez más ruidoso y animado. Un búho ululó no lejos de allí. Laska se estremeció, avanzó unos pasos con cautela, ladeó la cabeza y prestó atención. Al otro lado del arroyo cantaba un cuco. Se oyó dos veces su llamada habitual, luego emitió un sonido ronco, apresurado y confuso.
—¡Fíjate! ¡Ya tenemos aquí al cuco! —dijo Stepán Arkádevich, saliendo de unos arbustos.
—Sí, lo oigo —respondió Levin, rompiendo de mala gana el silencio de los bosques con su voz, que él mismo encontró desagradable—. No tendremos que esperar mucho.
Stepán Arkádevich volvió a desaparecer detrás de los matorrales. Levin sólo vio la viva llamita de una cerilla, y a continuación la punta encendida de un cigarrillo y una voluta de humo azul.
«Chik, chik», oyó de pronto: Stepán Arkádevich estaba montando su escopeta.
—¿Qué es ese grito? —preguntó Oblonski, llamando la atención de Levin sobre un chillido prolongado, semejante a ese delicado relincho que lanzan los potros cuando retozan.
—¿No lo sabes? Es una liebre macho. Pero ¡basta de hablar! ¡Escucha, ya están ahí! —gritó casi Levin, armando también su escopeta.
Se oyó un silbido agudo y lejano; al cabo de dos segundos, con esa cadencia que tan bien conoce el cazador, se oyó otro, y luego otro más, seguido de un graznido.
Levin miró a derecha e izquierda, y de pronto, justo enfrente, en el cielo azul oscuro, por encima de las copas imprecisas de los álamos, cubiertas de tiernos brotes, surgió un ave que volaba directamente hacia él. Los graznidos cercanos, semejantes al ruido de una tela que se rasga, resonaban en su misma oreja. Ya podía verse el largo pico y el cuello del ave; pero en el momento en que Levin apuntaba, detrás del arbusto en el que se ocultaba Oblonski brilló un relámpago rojo; el ave cayó como una flecha, pero después consiguió levantar el vuelo. Resplandeció otro relámpago y se oyó un nuevo disparo. El ave sacudió las alas, como tratando de sostenerse en el aire, luego se detuvo, quedó inmóvil un instante y cayó pesadamente en el suelo embarrado.
—¿No habré fallado? —gritó Stepán Arkádevich, que no veía nada por el humo.
—¡Ya lo trae! —dijo Levin, señalando a Laska que, levantando una oreja y meneando la punta del hirsuto rabo, se acercó muy despacio, como queriendo prolongar el placer, y, casi sonriendo, le entregó la pieza a su amo—. Me alegro de que hayas acertado —añadió Levin, aunque le daba cierta envidia no haber sido él quien abatiera esa chocha.
—Pero erré el tiro del cañón derecho —respondió Stepán Arkádevich, cargando la escopeta—. Chis… Ahí viene otra.
En efecto, se oyeron unos silbidos penetrantes, que se sucedían rápidamente uno detrás de otro. Dos chochas, jugueteando y persiguiéndose, sin emitir ningún graznido, sólo silbando, volaron por encima de la cabeza de los dos cazadores. Resonaron cuatro disparos, y las chochas, dando un brusco giro, como las golondrinas, se perdieron de vista.
La partida de caza fue un éxito. Stepán Arkádevich abatió dos piezas más, y Levin otras tantas, aunque sólo encontraron una. Empezaba a oscurecer. Venus, clara y plateada, brillaba ya a poniente con su débil resplandor, remontándose a muy poca altura por encima de los abedules; a oriente, muy arriba, parpadeaba la luz roja del severo Arturo. Las estrellas de la Osa Mayor se encendían y se apagaban por encima de la cabeza de Levin. Las chochas habían dejado de volar, pero él decidió esperar hasta que Venus, que asomaba por debajo de la rama de un abedul, la sobrepasara, y las estrellas de la Osa Mayor se distinguieran con claridad. Venus ya había superado la ramita y el carro de la Osa con su lanza se perfilaba nítido en el cielo azul oscuro, pero Levin seguía esperando.
—¿No es hora de volver? —preguntó Stepán Arkádevich.
En el bosque reinaba ya el silencio, ni un ave se movía.
—Esperemos un poco —respondió Levin.
—Como quieras.
Estaban a una distancia de quince pasos.
—¡Stiva! —exclamo Levin de pronto, de manera inesperada—. Todavía no me has dicho si se ha casado tu cuñada o cuándo se va a casar.
Se sentía tan sereno y seguro de sí mismo que estaba convencido de que ninguna respuesta podría afectarle. Pero en ningún caso esperaba lo que escuchó de labios de Stepán Arkádevich.
—Ni se ha casado ni piensa casarse. Está muy enferma, y los médicos la han enviado al extranjero. Hasta se teme por su vida.
—¡Qué me dices! —exclamó Levin—. ¿Y está muy enferma? ¿Qué le pasa? Y cómo…
Mientras los dos amigos hablaban, Laska, aguzando las orejas, miraba el cielo y luego se volvía a ellos con expresión de reproche.
«Vaya momento de ponerse a charlar. Ya viene una… Sí, ahí está. La van a dejar escapar», pensaba Laska.
En ese momento los cazadores oyeron un silbido penetrante, que casi les hizo daño en los oídos, y ambos echaron mano de sus escopetas. Centellearon dos relámpagos y resonaron dos disparos al mismo tiempo. La chocha, que volaba a gran altura, plegó las alas por un instante y cayó en la espesura, quebrando los brotes tiernos.
—¡Estupendo! ¡Le hemos acertado a la vez! —exclamó Levin y salió corriendo con Laska en busca de la pieza.
«¿Qué era eso que me ha disgustado? —se preguntaba—. Ah, sí, Kitty está enferma… Es una pena, pero ¿qué se le va a hacer?».
—¡Ah, la has encontrado! ¡Qué lista eres! —dijo, tomando el ave, aún caliente, de las fauces de Laska, y metiéndola en el morral, casi lleno—. ¡La he encontrado, Stiva! —gritó.