Ya en los primeros días que siguieron a su vuelta de Moscú, cada vez que Levin se estremecía y se ruborizaba al recordar la humillación de haber sido rechazado, se decía: «Me ruborizaba y me estremecía de la misma manera y consideraba que todo estaba perdido cuando me suspendieron en física y tuve que repetir el segundo curso, y también cuando eché a perder ese asunto que mi hermana me había confiado. ¿Y qué? Con el paso de los años, al recordar estos episodios, me sorprende que pudieran apenarme. Lo mismo sucederá con esta pena. Pasará el tiempo y lo veré todo con indiferencia».
Pero transcurrieron tres meses, y ese recuerdo, en lugar de dejarlo indiferente, seguía causándole el mismo dolor que los primeros días. No podía serenarse porque, después de tanto soñar con la vida familiar, para la que se creía preparado, se encontraba con que seguía soltero, y la posibilidad de casarse estaba más lejana que nunca. Como todas las personas que le rodeaban, sentía con dolor que no estaba bien que un hombre de su edad viviera solo. Recordaba que antes de su viaje a Moscú le había dicho a su vaquero Nikolái, un hombre ingenuo, con el que le gustaba charlar: «¡Pues sí, Nikolái! ¡Quiero casarme!», y que éste se había apresurado a responder, como si fuera un asunto sobre el que no se pudiera albergar la menor duda: «¡Hace tiempo que debía haberlo hecho, Konstantín Dmítrich!». Pero jamás el matrimonio le había parecido tan lejano. El lugar estaba ocupado. Y, cuando en lugar de Kitty, ponía a cualquier otra muchacha conocida, se daba cuenta en seguida de que era algo completamente imposible. Además, al recordar la negativa que había recibido y el papel que había desempeñado en esa historia, sentía que se ahogaba de vergüenza. Por más que se decía que no tenía la culpa de nada, ese recuerdo vergonzoso, unido a otros del mismo tenor, le hacían estremecerse y enrojecer. Había en su pasado, como en el de cualquier hombre, actos que juzgaba reprensibles, por los que le remordía la conciencia; pero su recuerdo le atormentaba mucho menos que aquel acontecimiento insignificante, pero vergonzoso. Esas heridas no cicatrizaban nunca. Y ahora a tales recuerdos venían a sumarse aquella negativa y la penosa impresión que debió de causar a todos esa noche. Pero el tiempo y el trabajo hicieron su obra. Los acontecimientos modestos, pero importantes, de la vida del campo fueron borrando poco a poco los recuerdos dolorosos. Cada semana que pasaba se acordaba menos de Kitty. Esperaba con impaciencia que alguien le anunciara la boda inminente o le confirmara la celebración del matrimonio, esperando que esa noticia, como la extracción de una muela, le curara del todo.
Entre tanto, llegó la primavera, bella, armoniosa, sin esas anticipaciones y amagos tan habituales, una de esas raras primaveras que alegran a un tiempo a las plantas, a los animales y a los hombres. Esa hermosa primavera comunicó a Levin nuevos bríos y le reafirmó en su propósito de renunciar al pasado para organizar su vida solitaria sobre una base sólida e independiente. Aunque no había llevado a cabo muchos de los proyectos que tenía cuando regresó al campo, había observado el más importante: llevar una vida pura. Ya no experimentaba esa vergüenza que tanto solía atormentarle después de una caída, y se atrevía a mirar a los ojos a la gente. En el mes de febrero recibió una carta de Maria Nikoláievna en la que le anunciaba que la salud de su hermano había empeorado, pero que no quería seguir un tratamiento. Nada más recibirla, Levin viajó a Moscú y logró convencer a su hermano de que consultara a un médico y fuera a tomar las aguas al extranjero. Se dio tanta maña para persuadirle y prestarle dinero sin que se enfadara que bien podía sentirse satisfecho. Además de las labores de la hacienda, que requerían una atención especial en primavera, y de la lectura, Levin había empezado a escribir ese invierno una obra sobre economía rural, cuyo objetivo principal consistía en demostrar que el carácter del labrador constituía un factor determinante, de la misma manera que el clima y el suelo, y que, por tanto, la ciencia agrícola debía tener en cuenta en sus proposiciones no sólo esos dos factores —el suelo y el clima—, sino también el carácter invariable del labriego. Así pues, a pesar de su soledad, o quizá a raíz de ella, Levin estaba ocupadísimo. Sólo de tarde en tarde lamentaba no poder comunicar las ideas que se le pasaban por la cabeza más que a Agafia Mijáilovna, con quien a veces departía de física, agronomía y, sobre todo, de filosofía, que era el tema preferido de esa buena mujer.
La primavera se hizo esperar. Un cielo despejado y un ambiente gélido marcaron las últimas semanas de la Cuaresma. De día, la nieve se fundía al calor del sol; pero de noche la temperatura descendía hasta los siete grados bajo cero. La capa de hielo era tan dura que los carros tenían que transitar fuera de los caminos. El día de Pascua aún había nieve. Pero al día siguiente, de pronto, sopló un viento tibio, se amontonaron las nubes, y durante tres días y tres noches estuvo cayendo una lluvia tibia y torrencial. El jueves amainó el viento, una niebla espesa y gris cubrió la tierra, como para ocultar la misteriosa transformación que se estaba produciendo en la naturaleza. Bajo esa capa de niebla, empezaron a fluir las aguas, crujieron y se desplazaron los hielos, se despeñaron los turbios y espumeantes torrentes. El lunes de Pascua, por la tarde, se disipó la niebla, las nubes se desflecaron en vedijas, el tiempo aclaró y empezó la auténtica primavera.
A la mañana siguiente un sol brillante acabó de fundir la fina capa de hielo que cubría las aguas, y el aire cálido se llenó de los vapores de la tierra vivificada. La hierba vieja reverdecía, al tiempo que la nueva empezaba a despuntar, se hincharon los brotes de los mundillos, de los groselleros y de los pegajosos y barnizados abedules, y en las ramas de los sauces, inundados de una luz dorada, revoloteaban y zumbaban las abejas, liberadas de su encierro invernal. Alondras invisibles cantaban sobre los prados aterciopelados y los rastrojos cubiertos de hielo, las avefrías gemían en las hondonadas y los pantanos inundados por las aguas torrenciales, las grullas y los patos salvajes lanzaban desde lo alto del cielo sus graznidos primaverales. El ganado, cuyo pelaje no se había renovado del todo y tenía calvas aquí y allá, mugía en los pastizales, corderos patizambos retozaban alrededor de sus madres, y muchachos de pies ligeros corrían descalzos, dejando sus huellas en los senderos aún húmedos; en los estanques se oían las voces alegres de las mujeres que lavaban la ropa, y en los patios resonaban los hachazos de los campesinos, que reparaban los rastrillos y los arados. Había llegado de verdad la primavera.