Se oyeron unos pasos en el umbral, y la princesa Betsy, convencida de que se trataba de la señora Karénina, se fijó en Vronski. El joven clavó la vista en la puerta, y su rostro reflejó una expresión nueva y diferente. Dirigió una mirada alegre, intensa y a la vez tímida a la recién llegada y se levantó lentamente. En el salón apareció Anna. Muy erguida, como siempre, y sin cambiar la dirección de su mirada, recorrió con pasos rápidos, firmes y ligeros, que la distinguían de otras damas de su círculo, la corta distancia que la separaba de la dueña de la casa, le estrechó la mano, esbozó una sonrisa y se volvió hacia Vronski, que le dedicó una profunda reverencia y le ofreció una silla.
Anna le respondió con una simple inclinación de cabeza, se ruborizó y frunció el ceño. Pero al cabo de un instante, después de saludar a algunos conocidos y estrechar las manos que le tendían, le dijo a Betsy:
—Habría querido venir antes, pero he estado en casa de la condesa Lidia y me he entretenido. Estaba allí sir John. Es un hombre muy interesante.
—Ah, ¿el misionero?
—Sí, contó unas cosas de los indios muy interesantes.
La conversación, interrumpida por la llegada de Anna, se reavivó de nuevo, como la llama de una lámpara cuando se sopla.
—¡Sir John! Sí, sir John. Lo conozco. Habla muy bien. Vláseva se ha enamorado perdidamente de él.
—¿Es verdad que la más joven de las Vláseva se casa con Topov?
—Sí, dicen que ya está todo decidido.
—Me sorprende que los padres consientan. Dicen que se casan por amor.
—¿Por amor? ¡Qué ideas tan antediluvianas! ¿Quién se casa por amor en los tiempos que corren? —dijo la mujer del embajador.
—¡Qué se le va a hacer! Esa moda estúpida y antigua no acaba de desaparecer —dijo Vronski.
—Tanto peor para quienes se atienen a ella. Los únicos matrimonios felices que conozco son los de conveniencia.
—Sí, pero sucede a menudo que la felicidad de esos matrimonios por conveniencia se disuelve como polvo precisamente cuando aparece ese amor en el que no creían —dijo Vronski.
—Consideramos matrimonios por conveniencia aquellos en que ambas partes se han corrido sus buenas juergas. Es como la escarlatina, hay que pasarla.
—En ese caso habría que encontrar un medio de inocular el amor, como sucede con la viruela.
—Cuando yo era joven, me enamoré de un sacristán —dijo la princesa Miágkaia—. No sé si eso me serviría de mucha ayuda.
—Bromas aparte, creo que para conocer el amor es necesario equivocarse y luego enmendar el error —terció Betsy.
—¿Incluso después del matrimonio? —preguntó en broma la mujer del embajador.
—Nunca es tarde para arrepentirse —dijo el diplomático, citando un proverbio inglés.
—En efecto —apuntó Betsy—. Primero hay que equivocarse y luego enmendar el error. ¿Y usted qué opina? —añadió, dirigiéndose a Anna, que había escuchado la conversación sin pronunciar palabra, con una sonrisa tenaz y casi imperceptible en los labios.
—Creo —respondió Anna, jugando con un guante que se había quitado—, creo… si hay tantas opiniones como cabezas, debe haber también tantas clases de amor como corazones.
Vronski, con los ojos clavados en Anna, esperaba sus palabras con el alma en vilo. Y una vez que ella dio su parecer, exhaló un suspiro, como si hubiera escapado de un peligro.
Anna se volvió de pronto hacia él.
—Acabo de recibir una carta de Moscú. Me escriben que Kitty Scherbátskaia está muy enferma.
—¿Es posible? —preguntó Vronski, frunciendo el ceño.
Anna le miró con severidad.
—¿Es que no le interesa?
—Al contrario, me interesa mucho. ¿Y qué es lo que le dicen en concreto, si se puede saber? —preguntó.
Anna se puso en pie y se acercó a Betsy.
—Deme una taza de té —dijo, deteniéndose detrás de su silla.
Mientras Betsy le servía el té, Vronski se acercó a Anna.
—¿Qué le han escrito? —repitió.
—A menudo pienso que los hombres no saben lo que es la nobleza, aunque siempre están hablando de esa cuestión —dijo Anna, a modo de respuesta—. Hace tiempo que quería decírselo —añadió y, dando unos pasos, se retiró a un rincón, donde se sentó al lado de una mesa con unos álbumes.
—No acabo de entender el significado de sus palabras —dijo Vronski, entregándole la taza.
Anna le señaló con la vista el sofá que había a su lado y Vronski se apresuró a tomar asiento.
—Sí, era algo que quería decirle —continuó, sin mirarle—. Se ha portado usted mal, muy mal.
—¿Cree usted que no lo sé? Pero ¿quién tiene la culpa de que haya actuado de ese modo?
—¿Por qué me dice eso? —preguntó Anna, mirándole con severidad.
—Bien lo sabe usted —respondió Vronski con alborozo, enfrentando con valentía, sin bajar los ojos, la mirada de Anna.
En contra de lo esperado, fue ella quien se turbó.
—Lo único que demuestra su comportamiento es que no tiene usted corazón —dijo Anna. Pero sus ojos daban a entender que sabía muy bien que Vronski tenía corazón y que precisamente por eso le temía.
—En el caso al que acaba usted de referirse no puede hablarse de amor. Sólo fue una equivocación.
—Recuerde que le he prohibido pronunciar esa odiosa palabra —dijo Anna, con un estremecimiento. Pero ella misma se dio cuenta de que al pronunciar la palabra «prohibido» estaba reconociendo ciertos derechos sobre él y animándole de algún modo a hablarle de amor—. Hace tiempo que quería decírselo —añadió, mirándole con determinación a los ojos, las mejillas cubiertas de arrebol—. Para eso he venido aquí esta noche, pues sabía que acudiría usted. Quería decirle que esto debe terminar. No he tenido que ruborizarme nunca delante de nadie, pero usted me hace sentirme culpable de algo.
Vronski la miraba, sorprendido de la nueva belleza espiritual que asomaba a su rostro.
—¿Qué quiere usted que haga? —preguntó con sencillez y gravedad.
—Que vaya a Moscú y le pida perdón a Kitty —respondió Anna, y sus ojos centellearon.
—No quiere usted eso —dijo.
Vronski se daba cuenta de que esas palabras se las había dictado el sentido del deber, no su propio deseo.
—Si me ama tanto como dice —murmuró Anna—, debería ayudarme a recobrar la calma.
El rostro de Vronski resplandeció.
—¿Es que no sabe que usted lo es todo para mí? Pero desconozco la tranquilidad, así que no puedo procurársela. Puedo entregarle mi amor, mi vida entera… Eso sí. No puedo pensar en nosotros dos por separado. Para mí somos una misma cosa. Y no veo la manera de que ni usted ni yo gocemos de cierta serenidad en el futuro. No contemplo más que desesperación y desgracia… Aunque también podríamos ser felices, muy felices… ¿Por qué no? —añadió, moviendo apenas los labios, pero ella le oyó.
Hizo acopio de todas sus fuerzas para ofrecer a Vronski la respuesta que le dictaba un sentimiento del deber, pero en lugar de eso se le quedó mirando con ojos llenos de amor, sin pronunciar palabra.
«¡Será posible! —pensó entusiasmado—. Cuando ya empezaba a desesperarme y no contemplaba ninguna salida, me encuentro con esto. Me quiere. Me lo ha confesado».
—Le ruego que no vuelva a hablarme así. Seamos buenos amigos —dijo Anna, pero sus ojos expresaban otra cosa.
—Nunca seremos amigos, lo sabe usted de sobra. Seremos las personas más felices o las más desdichadas. De usted depende. —Anna quiso decir algo, pero él la interrumpió—. Sólo le pido una cosa: que me permita concebir esperanzas y seguir sufriendo como ahora. Y, en caso de que eso no sea posible, ordéneme que desaparezca y desapareceré. No volverá a verme, si mi presencia le resulta tan molesta.
—No pretendo echarlo de ningún sitio.
—Lo único que le pido es que no cambie nada. Déjelo todo como está —dijo Vronski con voz trémula—. Ahí está su marido.
En efecto, en ese momento Alekséi Aleksándrovich entraba en el salón con su paso tranquilo y torpe.
Después de dirigir una mirada a su mujer y a Vronski, se acercó a la dueña de la casa, se sentó delante de una taza de té y empezó a burlarse de alguien, con su acostumbrado tono irónico y su voz lenta y bien timbrada.
—Su Ramboillet[5] está al completo —dijo, echando un vistazo a su alrededor—. Se han dado cita las Gracias y las Musas.
Pero la princesa Betsy no podía soportar ese tono jocoso, sneering, como decía ella, y, en su condición de anfitriona experimentada, le arrastró a una conversación seria sobre el servicio militar obligatorio. Alekséi Aleksándrovich no tardó en interesarse por el tema y, ya sin asomo de burla, empezó a defender de los ataques de la princesa Betsy el nuevo proyecto de ley.
Vronski y Anna seguían sentados al lado de la mesita.
—Esto empieza a ser ya inconveniente —murmuró una señora, señalando con los ojos a Anna Karénina, a su marido y a Vronski.
—¿Qué le había dicho yo? —respondió la amiga de Anna. Y no sólo esas señoras, sino casi todos los presentes, incluidas la princesa Miágkaia y la propia Betsy, miraban de vez en cuando a aquellas figuras aisladas, como si les molestaran. Alekséi Aleksándrovich fue el único que no los miró ni una sola vez ni se distrajo de la interesante conversación que habían entablado.
Al percatarse de la mala impresión que la situación causaba en sus invitados, la princesa Betsy cedió su lugar a otra persona y se acercó a Anna.
—Nunca dejará de sorprenderme la precisión y claridad con que se expresa su marido —dijo—. Hasta los conceptos más trascendentales se vuelven comprensibles para mí cuando él los expone.
—¡Ah, sí! —exclamó Anna, con una radiante sonrisa de felicidad, sin entender una sola palabra de lo que Betsy acababa de decir. A continuación se acercó a la mesa grande y tomó parte en la conversación general.
Al cabo de media hora, Alekséi Aleksándrovich se acercó a su mujer y le propuso que volvieran juntos a casa, pero ella, sin mirarle, le respondió que iba a quedarse a cenar. Alekséi Aleksándrovich se despidió y se marchó.
El viejo y grueso cochero tártaro de Anna Karénina, con un lustroso chaquetón de cuero, sujetaba a duras penas el caballo gris de la izquierda, aterido de frío, que se encabritaba. Un lacayo sostenía la portezuela del carruaje, mientras el portero seguía plantado en la entrada de la casa. Anna Arkádevna, con su mano menuda y ágil, trataba de liberar los encajes de la manga, que se habían enganchado en un broche de su abrigo, y, con la cabeza inclinada, escuchaba entusiasmada las palabras de Vronski, que le había acompañado.
—Usted no me ha prometido nada. Supongamos que yo tampoco le haya pedido nada —decía—, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. Toda la felicidad de mi vida depende de esa palabra que tan poco le gusta a usted… Sí, del amor…
—El amor… —repitió Anna con voz lenta, como dirigiéndose a sí misma, y de pronto, en el momento que desprendía el encaje, añadió—: Si no me gusta esa palabra es porque significa demasiado para mí, mucho más de lo que usted pueda imaginar. —Y le miró de frente—. ¡Adiós!
Le tendió la mano, pasó con pasos rápidos y decididos frente al portero y desapareció en el interior del coche.
Esa mirada y ese apretón de manos enardecieron a Vronski. Se besó la palma en el lugar que Anna había posado sus dedos y a continuación se fue a casa lleno de felicidad, convencido de que en esa velada había avanzado más en su propósito que en los últimos dos meses.