VI

La princesa Betsy abandonó el teatro antes del final del último acto. Apenas había tenido tiempo de entrar en su tocador, empolvarse el rostro pálido y alargado, enjugárselo, arreglarse el peinado y ordenar que sirvieran el té en el gran salón, cuando empezaron a llegar carruajes a su enorme casa de la Bolshaia Morskaia. Los invitados se apeaban ante el espacioso pórtico, donde un corpulento portero les abría sin hacer ruido la inmensa puerta acristalada, detrás de la cual solía leer los periódicos por la mañana, para edificación de los transeúntes.

Apenas había entrado por una puerta la dueña de la casa, una vez arreglado el peinado y retocado el rostro, cuando entraron por la otra los invitados. En el gran salón, de paredes oscuras y alfombras mullidas, había una mesa bañada de luz, cuyo mantel blanco resplandecía bajo las bujías, así como la plata del samovar y la translúcida porcelana del servicio de té.

La dueña de la casa tomó asiento delante del samovar y se quitó los guantes. Los invitados, ayudados por discretos criados, movieron las sillas y formaron dos grupos: uno al lado de la dueña de la casa, cerca del samovar; otro en el extremo opuesto del salón, alrededor de la bella esposa de un embajador, que llevaba arqueadas las cejas negras y un vestido de terciopelo negro. En los primeros momentos, como es común, la conversación en ambos círculos no acababa de anudarse, interrumpida por nuevas apariciones, saludos y ofrecimientos de té; era como si estuvieran buscando algún tema que abordar.

—Es una actriz extraordinaria; se ve que ha estudiado a Kaulbach[2] —decía un diplomático en el corro de la mujer del embajador—. ¿Se fijaron ustedes en cómo se desplomó?

—¡Ah, se lo ruego, no hablemos de la Nilsson! No se puede decir nada nuevo de ella —dijo una señora rubia, gruesa, colorada, sin cejas y sin moño, con un viejo vestido de seda. Era la princesa Miágkaia, conocida por su sencillez y la rudeza de sus modales, que le habían valido el apodo de enfant terrible. Sentada entre los dos grupos, prestaba atención a lo que decían, y tan pronto tomaba parte en una conversación como en otra—. Hoy mismo, como si se hubieran puesto de acuerdo, tres personas distintas me han dicho la misma frase acerca de Kaulbach. No sé por qué les habrá gustado tanto.

Ese comentario interrumpió la conversación, así que hubo que buscar un tema nuevo.

—Cuéntenos algo divertido, pero no malicioso —dijo la esposa del embajador, una gran experta en ese arte de la conversación elegante que los ingleses llaman small-talk, dirigiéndose al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.

—Dicen que eso es muy difícil, que sólo los comentarios maliciosos son divertidos —replicó el diplomático con una sonrisa—. Pero lo intentaré. Deme un tema. Todo depende del tema. Cuando se tiene uno, nada más fácil que bordar sobre él. A menudo pienso que los grandes conversadores del siglo pasado encontrarían difícil en nuestros días hacer comentarios ingeniosos. En los tiempos que corren todo lo ingenioso nos aburre…

—Eso ya se ha dicho hace mucho tiempo —le interrumpió la mujer del embajador, y se echó a reír.

La conversación se desarrolló en un principio en un tono agradable, pero precisamente por eso volvió a languidecer. Hubo que recurrir, pues, al único medio seguro e infalible: la maledicencia.

—¿No creen ustedes que Tushkévich guarda cierto parecido con Luis XV? —dijo el diplomático, señalando con los ojos a un joven rubio y apuesto que estaba sentado al lado de la mesa.

—¡Ah, sí! Es del mismo estilo que el salón, por eso viene tan a menudo.

La conversación cuajó porque se componía de alusiones a un tema del que no se podía hablar en ese salón: a saber, las relaciones de Tushkévich con la anfitriona.

Entretanto, los invitados agrupados en torno a la dueña de la casa y el samovar vacilaron durante algún tiempo entre los tres temas inevitables: las últimas novedades de la vida de sociedad, el teatro y el juicio del prójimo, y acabaron decidiéndose también por este último, es decir, por la maledicencia.

—¿Se han enterado ustedes de que la Maltíscheva, no la hija, sino la madre, se está haciendo un traje de diable rose[3]?

—¡No puede ser! ¡Qué maravilla!

—Me sorprende que con su inteligencia, pues no tiene un pelo de tonta, no se dé cuenta de que hace el ridículo.

Todos tenían un comentario crítico o burlesco sobre la desdichada Maltíscheva, y la conversación empezó a emitir alegres chisporroteos, como una llameante hoguera.

El marido de la princesa Betsy, un gordinflón bondadoso, apasionado coleccionista de grabados, enterado de que su esposa tenía invitados, pasó un momento al salón antes de dirigirse al casino. Avanzando sin hacer ruido por la blanda alfombra, se acercó a la princesa Miágkaia.

—¿Qué le ha parecido la Nilsson, princesa? —preguntó.

—¡Ah, amigo mío, no puede usted acercarse así a la gente! Menudo susto me ha dado —respondió ésta—. Haga el favor de no hablarme de la ópera, no tiene usted ni idea de música. Será mejor que descienda yo a su nivel y le pregunte por sus grabados y sus mayólicas. A ver, ¿qué tesoros ha encontrado últimamente en el rastro?

—¿Quiere que se los enseñe? Pero usted no entiende de esas cosas.

—Enséñemelos de todas formas. He aprendido mucho en casa de esos… ¿cómo se llaman?… banqueros… Tienen unos grabados magníficos. Nos los enseñaron.

—¿Cómo? ¿Ha estado usted en casa de los Schutzburg? —preguntó la anfitriona desde su puesto al lado del samovar.

—Sí, ma chère. Nos invitaron a comer a mi marido y a mí, y nos sirvieron una salsa que, según nos dijeron, costaba mil rublos —respondió la princesa Miágkaia, levantando la voz, pues se daba cuenta de que todos la estaban escuchando—. Una salsa espantosa, por lo demás, de un color verdoso. Cuando les recibimos en mi casa, servimos una salsa que costó ochenta y cinco kopeks, y todos quedaron tan contentos. Yo no tengo medios para preparar salsas de mil rublos.

—¡Esta mujer es única! —exclamó la mujer del embajador.

—¡Asombrosa! —observó alguien.

Los comentarios de la princesa Miágkaia siempre producían el mismo efecto. Su secreto consistía en que decía cosas sencillas y con sentido, aunque, como en este caso, no vinieran a cuento. En la sociedad que frecuentaba esas palabras causaban la misma impresión que una broma ingeniosa. Ni ella misma entendía el éxito que cosechaba, pero le sacaba todo el partido posible.

Aprovechando que todos escuchaban a la princesa Miágkaia y que la conversación en el círculo de la mujer del embajador se había interrumpido, la dueña de la casa intentó unir los dos grupos y se dirigió a esta última.

—¿Seguro que no quiere usted té? Tendría que sentarse aquí con nosotros.

—No, estamos bien aquí —respondió con una sonrisa la esposa del embajador, reanudando la conversación interrumpida, que se ocupaba de un tema muy interesante: estaban criticando a los Karenin, marido y mujer.

—Anna ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú. Se comporta de un modo extraño —decía una de sus amigas.

—El cambio principal consiste en que ha traído consigo la sombra de Alekséi Vronski —dijo la mujer del embajador.

—Y ¿eso qué más da? Hay un cuento de Grimm que trata de un hombre que pierde su sombra como castigo por algo que ha hecho. Nunca he podido entender en qué consiste ese castigo. Pero para una mujer debe ser muy desagradable quedarse sin sombra.

—Sí, pero las mujeres con sombra suelen acabar mal —dijo la amiga de Anna.

—Debería usted morderse la lengua —dijo de pronto la princesa Miágkaia, al escuchar esas palabras—. La señora Karénina es una mujer maravillosa. Su marido no me gusta, pero a ella le tengo mucho cariño.

—¿Y por qué no le gusta Karenin? Es un hombre muy notable —dijo la mujer del embajador—. Mi marido dice que no hay en Europa muchos hombres de Estado como él.

—El mío dice lo mismo, pero yo no le creo —replicó la princesa Miágkaia—. Si nuestros maridos se callaran, veríamos las cosas tal como son. En mi opinión, Alekséi Aleksándrovich no es más que un tonto. Que quede entre nosotros… ¿No es cierto que eso lo aclara todo? Antes, cuando me creía obligada a considerarlo inteligente, llegaba a la conclusión de que la tonta era yo, porque no veía su inteligencia por ningún lado. Pero, en cuanto dije, en voz baja naturalmente: «Es tonto», todo quedó claro. ¿No es verdad?

—¡Qué mordaz está usted hoy!

—Nada de eso. Es que no me queda otra salida. Uno de los dos tiene que ser tonto. Y ya sabe usted que uno nunca dice eso de sí mismo.

—Nadie está contento de su fortuna ni descontento de su inteligencia —dijo el diplomático, citando un verso francés[4].

—Así es —se apresuró a confirmar la princesa Miágkaia—. Pero no pienso dejarles que se ceben con Anna. Es una mujer buena y encantadora. ¿Qué culpa tiene de que todos se enamoren de ella y la sigan como sombras?

—Yo no tenía intención de criticarla —se justificó la amiga de Anna.

—Que nadie nos siga como una sombra no nos da derecho a juzgar a los demás.

Después de haber puesto en su sitio a la amiga de Anna, la princesa Miágkaia se levantó y, en compañía de la mujer del embajador, se acercó a la mesa, donde la conversación general se ocupaba del rey de Prusia.

—¿De quién estaban murmurando ustedes allí? —preguntó Betsy.

—De los Karenin. La princesa nos ha ofrecido un retrato de Alekséi Aleksándrovich —respondió la mujer del embajador con una sonrisa, mientras se sentaba a la mesa.

—¡Qué pena que no la hayamos oído! —exclamó la dueña de la casa, con la mirada vuelta hacia la puerta—. ¡Ah, por fin aparece usted! —añadió, dirigiéndose con una sonrisa a Vronski, que entraba en esos momentos.

Vronski no sólo conocía a todos los presentes, sino que los veía a diario. Por tanto, avanzó con ese porte sereno de que suele hacerse gala cuando uno se reúne con personas de las que acaba de separarse.

—¿Que de dónde vengo? —respondió a la pregunta de la mujer del embajador—. ¡Qué le vamos a hacer! Tendré que confesar. Del teatro bufo. Aunque lo he visto ya cien veces, ese espectáculo siempre me depara un placer nuevo. ¡Es una maravilla! Ya sé que debería avergonzarme, pero, mientras en la ópera me quedo dormido, en el teatro bufo me lo paso bien hasta el último momento. Esta tarde…

Nombró a una actriz francesa y se dispuso a decir algo sobre ella, pero la mujer del embajador le interrumpió con una expresión de fingido espanto:

—¡No nos hable de esos horrores, se lo ruego!

—Está bien, no lo haré, tanto más cuanto que todos los conocen.

—Y todos irían allí si estuviera tan bien visto como la ópera —observó la princesa Miágkaia.