—Ya ves —prosiguió Nikolái Levin, arrugando la frente con esfuerzo y haciendo muecas. Por lo visto, no sabía qué decir ni qué hacer—. Mira… —añadió, señalando unas barras de hierro atadas con cuerdas que había en un rincón de la habitación—. ¿Las ves? Son los cimientos de una empresa nueva que estamos poniendo en marcha. Se trata de una cooperativa manufacturera…
Konstantín apenas le escuchaba. Examinaba su rostro enfermizo de tísico y cada vez sentía más pena de él. No era capaz de prestar atención a lo que su hermano le estaba contando de la cooperativa. Se daba cuenta de que ese proyecto no era más que un ancla de salvación para escapar del desprecio que sentía por sí mismo. Nikolái Levin siguió con su exposición:
—Como sabes, el capital oprime al obrero. Nuestros trabajadores, nuestros campesinos, llevan todo el peso del trabajo. Pero, tal como están las cosas, por más que trabajen no pueden escapar de su condición de bestias de carga. Todas sus ganancias, que les permitirían mejorar su situación, disfrutar de algunas horas de asueto y, en consecuencia, instruirse, se las arrebatan los capitalistas. La sociedad está organizada de tal modo que, cuanto más trabajan, mayor es el beneficio de comerciantes y terratenientes, mientras ellos seguirán siendo siempre bestias de carga. Hay que cambiar ese orden de cosas —concluyó, mirando con aire inquisitivo a su hermano.
—Sí, desde luego —dijo Konstantín, reparando en unas manchas rojas que habían aparecido bajo los prominentes pómulos de Nikolái.
—Estamos organizando una cooperativa de cerrajeros en la que todo sea común: la producción, las ganancias y, sobre todo, las herramientas.
—¿Y dónde la organizaréis? —preguntó Konstantín Levin.
—En una aldea de la provincia de Kazán que se llama Vozdrioma.
—¿Y por qué en una aldea? Me parece que en el campo ya hay suficiente trabajo. ¿Qué necesidad tienen en una aldea de una cooperativa de cerrajeros?
—Pues porque los campesinos siguen siendo tan esclavos como antes, y eso es lo que a Serguéi Ivánovich y a ti os molesta: que se les quiera sacar de esa situación de esclavitud —dijo Nikolái Levin, irritado por la objeción de su hermano.
Konstantín suspiró, mientras recorría con la mirada la habitación lúgubre y sucia. Ese suspiro, al parecer, irritó aún más a Nikolái.
—Ya conozco los puntos de vista aristocráticos de Serguéi Ivánovich y los tuyos. Sé que emplea toda su energía intelectual en justificar los males existentes.
—No es verdad. Pero ¿por qué hablas de Serguéi Ivánovich? —preguntó Levin con una sonrisa.
—¿Por qué hablo de Serguéi Ivánovich? Pues te lo voy a explicar —gritó de pronto Nikolái, al oír el nombre de su hermano—. ¡Te lo voy a explicar!… Pero ¿de qué vale discutir? Dime sólo una cosa… ¿Para qué has venido a verme? Desprecias todo esto y estás en tu derecho. Pero ¡vete de una vez, por Dios, vete! —vociferó, poniéndose en pie—. ¡Vete, vete!
—No lo desprecio en absoluto —replicó Konstantín Levin con timidez—. Ni siquiera lo discuto.
En ese momento regresó Maria Nikoláievna. Nikolái la miró con enfado. Ella se acercó con premura y le dijo algo al oído.
—No me encuentro bien, me he vuelto irritable —dijo Nikolái Levin, tranquilizándose y respirando con dificultad—. Y encima me hablas de Serguéi Ivánovich y de su artículo. ¡Qué cantidad de insensateces y de embustes! ¡Qué manera de engañarse a sí mismo! ¿Qué puede escribir acerca de la justicia un hombre que no la conoce? ¿Ha leído su artículo? —añadió, dirigiéndose a Kritski, mientras volvía a sentarse y apartaba con la mano, tratando de hacer un poco de sitio, un montón de cigarrillos a medio hacer que ocupaba la mitad de la mesa.
—No —respondió Kritski con expresión sombría; era evidente que no quería intervenir en la conversación.
—¿Por qué? —preguntó Nikolái Levin, irritado una vez más, en esta ocasión con Kritski.
—Porque no me gusta perder el tiempo con esas cosas.
—Perdone, pero ¿cómo sabe usted que sería una pérdida de tiempo? Ese artículo está muy por encima de la comprensión de muchos. En mi caso, es diferente. Veo el fondo de su pensamiento y conozco sus puntos débiles.
Todos guardaron silencio. Kritski se levantó muy despacio y cogió su gorro.
—¿No quiere quedarse a cenar? Bueno, pues adiós. Venga mañana con el cerrajero.
En cuanto Kritski salió, Nikolái Levin sonrió y guiñó un ojo.
—Tampoco éste es gran cosa —dijo—. Desde luego, me doy cuenta de que…
Pero en ese momento Kritski lo llamó desde la puerta.
—¿Qué quiere ahora? —dijo, reuniéndose con él en el pasillo.
En cuanto se quedó solo con Maria Nikoláievna, Levin le preguntó:
—¿Hace mucho que vive con mi hermano?
—Más de un año. Su salud ha empeorado bastante. Bebe mucho.
—¿Qué quiere decir?
—Que bebe vodka y le sienta mal.
—Pero ¿tanto bebe? —murmuró Levin.
—Sí —respondió ella, dirigiendo una mirada temerosa a la puerta, donde apareció Nikolái Levin.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó, frunciendo el ceño y mirando tan pronto a uno como a otro con ojos asustados.
—De nada —respondió Konstantín, confuso.
—Si no queréis decirlo, no lo digáis. Pero no hay razón para que hables con ella. Es una perdida y tú, un señor —exclamó, con un estremecimiento en el cuello—. Ya veo que lo has comprendido todo, que te haces cargo de mi situación y que te compadeces de mis extravíos —agregó, levantando la voz.
—Nikolái Dmítrich, Nikolái Dmítrich —volvió a susurrar Maria Nikoláievna, acercándose a él.
—¡Bueno, bueno!… ¿Qué pasa con la cena? Ah, ya viene —dijo, viendo a un camarero con una bandeja—. Aquí, déjalo aquí —añadió con enfado y, a continuación, llenó una copa de vodka y se la bebió de un trago—. ¿Quieres? —le preguntó a su hermano, ya más alegre—. Bueno, no hablemos más de Serguéi Ivánovich. En cualquier caso, me alegro de verte. Dígase lo que se diga, no somos extraños el uno para el otro. Vamos, tómate una copita. Y dime, ¿de qué te ocupas ahora? —continuó, mientras masticaba con avidez un pedazo de pan y llenaba otra copa de vodka.
—Vivo solo en el campo, como antes, y me ocupo de las tierras —respondió Konstantín, a quien horrorizaba la glotonería con que su hermano comía y bebía, aunque trataba de disimularlo.
—¿Por qué no te casas?
—No se me ha presentado la ocasión —replicó Konstantín, ruborizándose.
—¿Por qué? Yo, como ves, estoy acabado. He echado a perder mi vida. Lo he dicho y lo sigo diciendo: si me hubieran dado mi parte entonces, cuando la necesitaba, mi vida habría sido muy diferente.
Konstantín Dmítrich se apresuró a cambiar de tema.
—¿Sabes que tu Vaniushka trabaja en mi oficina de Pokróvskoie? —dijo.
Nikolái, cuyo cuello se vio sacudido por otro estremecimiento, se quedó pensativo.
—Sí, cuéntame cómo van las cosas en Pokróvskoie. ¿Sigue la casa en pie? ¿Y los abedules? ¿Y nuestro cuarto de estudios? ¿Aún vive Filipp, el jardinero? ¡Cómo me acuerdo del cenador y del sofá! Lo importante es que no cambies nada en la casa, que te cases cuanto antes y que vuelvas a vivir como antaño. Entonces iré a verte, si tu mujer es agradable.
—¿Y por qué no vienes ahora? —dijo Levin—. ¡Qué bien lo pasaríamos juntos!
—Iría si supiera que no iba a encontrarme con Serguéi Ivánovich.
—No lo encontrarás allí. No dependo para nada de él.
—Ya, pero, por mucho que digas, tendrás que elegir entre él y yo —dijo Nikolái, mirándole tímidamente a los ojos. Esa timidez conmovió a Konstantín.
—Si quieres conocer mi opinión, te diré que en esa disputa vuestra no tomo partido por uno ni por otro. Ninguno de los dos tenéis razón. Tú te equivocas más bien en las formas; y Serguéi, en el fondo.
—¡Ah! ¡Lo has entendido! ¡Lo has entendido! —exclamó Nikolái lleno de júbilo.
—Y también debo decirte, por si te interesa, que aprecio más tu amistad porque…
—¿Por qué? ¿Por qué?
Konstantín no se atrevía a confesar la verdadera razón: que lo consideraba desdichado y, por tanto, más necesitado de afecto. Pero Nikolái lo adivinó y, frunciendo el ceño, volvió a echar mano del vodka.
—¡Basta, Nikolái Dmítrich! —dijo Maria Nikoláievna, alargando el carnoso brazo desnudo hacia la garrafa.
—¡Suelta! ¡Déjame en paz o te daré una buena! —gritó Nikolái.
Maria Nikoláievna esbozó una sonrisa llena de bondad y mansedumbre, que comunicó a Nikolái, y apartó el vodka.
—¿Crees que no entiende nada? —dijo Nikolái—. Lo entiende todo mejor que cualquiera de nosotros. ¿No es verdad que es una muchacha simpática y agradable?
—¿No había estado usted nunca en Moscú? —le preguntó Konstantín, por decir algo.
—No le hables de usted. Eso le da miedo. Salvo el juez de paz que la juzgó cuando quiso abandonar la casa de tolerancia, nadie le ha hablado de usted. ¡Dios mío, cuántos disparates hay en este mundo! —exclamó de pronto—. ¡Esas instituciones nuevas, esos jueces de paz, esas asambleas rurales! ¡Qué horror!
Y pasó a contar sus encontronazos con tales instituciones nuevas.
Konstantín Levin le escuchaba. Aunque compartía ese desprecio por las instituciones públicas, y a menudo había expresado opiniones semejantes, le desagradada oír esas ideas en boca de su hermano.
—En el otro mundo lo entenderemos todo —dijo en broma.
—¿En el otro mundo? ¡Ah, no me gusta ese otro mundo! ¡No me gusta! —dijo, clavando sus ojos salvajes y asustados en el rostro de su hermano—. Aunque en principio parece agradable poder escapar de toda esta basura y esta confusión, de nuestras propias vilezas y de las ajenas, me da miedo la muerte, un miedo terrible. —Nikolái se estremeció—. Anda, toma algo. ¿Te apetece champán? ¿O prefieres que salgamos? ¡Podemos ir a ver a los gitanos! ¿Sabes? Me gustan mucho los gitanos y las canciones rusas.
Empezaba a trabársele la lengua y pasaba de un tema a otro. Con la ayuda de Masha, Konstantín lo convenció de que era mejor no ir a ninguna parte. Cuando lo acostaron, estaba completamente borracho.
Masha prometió a Konstantín que le escribiría en caso de que necesitaran algo y también que trataría de convencer a Nikolái Levin de que se fuera a vivir con él.