Kitty dio algunas vueltas de vals con Vronski y después se reunió con su madre. Apenas había tenido tiempo de intercambiar unas palabras con la condesa Nordston cuando Vronski fue a buscarla para la primera cuadrilla. Mientras bailaban, no se dijeron nada de particular. Hablaron de los Korsunski, marido y mujer, a los que Vronski describió con bastante gracia como unos niños de cuarenta años, y de un teatro público que se iba a inaugurar; sólo en una ocasión la conversación hirió a Kitty en lo vivo, cuando Vronski le preguntó si Levin había acudido al baile y añadió que le había gustado mucho. Por lo demás, Kitty no esperaba gran cosa de la cuadrilla. En cambio, aguardaba la mazurca con el corazón en vilo. Tenía la impresión de que entonces se decidiría todo. No le preocupó que Vronski no la hubiera invitado para la mazurca mientras bailaban la cuadrilla. Estaba segura de que acabaría haciéndolo, como había sucedido en los bailes anteriores, por eso rechazó cinco proposiciones, pretextando que ya la tenía comprometida. Todo el baile, hasta la última cuadrilla, fue para ella una especie de sueño maravilloso de alegres colores, sonidos y movimientos. Sólo dejaba de bailar cuando se sentía demasiado fatigada. Entonces pedía que la dejaran descansar. Pero, durante la última cuadrilla, que bailó con un muchacho aburrido, al que no había podido evitar, tuvo ocasión de encontrarse vis-à-vis con Vronski y Anna. No había vuelto a coincidir con Anna desde el comienzo del baile, y ahora volvió a verla bajo un aspecto completamente nuevo e inesperado. Advirtió ese entusiasmo causado por el éxito que tantas veces ella misma había experimentado. Veía que Anna estaba embriagada de la admiración que causaba. Kitty conocía ese sentimiento y todos sus síntomas, y ahora los descubría en Anna: el brillo trémulo y fulgurante de los ojos, la sonrisa de felicidad y entusiasmo que, a su pesar, asomaba a sus labios, esa distinción impecable, esa seguridad, esa ligereza de movimientos.
«¿Quién será el responsable? —se preguntó—. ¿Todos o uno solo?».
Y, sin ayudar al desdichado joven con el que bailaba a reanudar una conversación cuyo hilo había perdido y no despertaba en ella el menor interés, y sometiéndose en apariencia a las disposiciones alegres y ruidosas de Korsunski, que tan pronto ordenaba a todos que formaran en grand rond como en chaine[17], Kitty observaba, y el corazón se le oprimía cada vez más. «No, no es la admiración de la muchedumbre lo que la ha embriagado, sino el entusiasmo de uno solo. Pero ¿quién será? ¿Acaso él?». Cada vez que Vronski le hablaba, los ojos de Anna despedían un brillo alegre y una sonrisa de felicidad curvaba sus labios de grana. Parecía como si se esforzara en no revelar esas señales de satisfacción, que no obstante se manifestaban en su semblante. «¿Y él?». Kitty lo miró y se quedó horrorizada. Lo que el rostro de Anna le había mostrado con la fidelidad de un espejo se reflejaba también en el de él. ¿Qué había pasado con esa actitud firme y serena, con esa expresión imperturbable? Ahora, cada vez que se dirigía a Anna, inclinaba ligeramente la cabeza, como si deseara caer a sus pies, y en su mirada se percibía un matiz de temor y sumisión. «No quiero ofenderla —parecía decir esa mirada—; sólo aspiro a salvarme, pero no sé cómo». Kitty lo contemplaba y apenas lo reconocía.
Vronski y Anna hablaban de conocidos comunes, intercambiaban frases intrascendentes, pero Kitty tenía la impresión de que cada una de esas palabras decidiría su propio destino y el de ellos. Y, cosa extraña, aunque se referían a lo ridículo que estaba Iván Ivánovich cuando hablaba francés y comentaban que Yelétskaia habría podido encontrar un partido mejor, esas palabras adquirían un significado especial, y ellos mismos se daban cuenta, como también Kitty. El baile, la gente: todo se cubrió de bruma en el alma de Kitty. Sólo la estricta educación que había recibido le permitió hacer lo que se esperaba de ella, es decir, bailar, charlar y responder a las preguntas y hasta sonreír. Pero, justo antes de la mazurca, mientras ponían las sillas en su sitio y algunas parejas dejaban las habitaciones más pequeñas y se trasladaban a la sala principal, Kitty sucumbió a la desesperación y el pánico. Había rechazado a cinco parejas y ahora se iba a quedar sin bailar la mazurca. No había ninguna esperanza de que la invitaran, por culpa, precisamente, de su éxito en sociedad: a nadie se le podía pasar por la cabeza que no la tuviera ya comprometida. Debería haberle dicho a su madre que se encontraba mal y haberse marchado a casa, pero no encontraba fuerzas para hacerlo. Estaba destrozada.
Se retiró al fondo de una pequeña sala y se desplomó en un sillón. La vaporosa falda de su vestido flotaba como una nube alrededor de su esbelto talle. Uno de sus brazos desnudos, finos y delgados se hundía sin fuerzas en los pliegues de su túnica rosa; con la otra mano sujetaba el abanico, que agitaba con movimientos cortos y rápidos delante de su rostro congestionado. Aunque parecía una mariposa que se hubiera posado un momento en una brizna de hierba, antes de echar de nuevo a volar, desplegando las alas irisadas, una angustia insoportable le oprimía el corazón.
«¿No me habré equivocado? ¿No será todo producto de mi imaginación?».
Y volvió a recordar lo que había visto.
—Kitty, ¿qué te pasa? —dijo la condesa Nordston, deslizándose por la alfombra sin hacer ruido—. No entiendo nada. —Un estremecimiento sacudió el labio inferior de Kitty. Se levantó a toda prisa—. ¿No bailas la mazurca?
—No, no —respondió la joven con voz llorosa.
—La ha invitado para la mazurca delante de mí —dijo la condesa Nordston, sabiendo que Kitty entendería a quiénes se refería—. Ella le preguntó si no iba a bailarla con la princesa Scherbátskaia.
—¡Ah, me da igual! —respondió Kitty.
Nadie más que ella misma podía comprender su situación; nadie sabía que unos días antes había rechazado a un hombre a quien quizá amaba porque había confiado en otro.
La condesa Nordston fue en busca de Korsunski, con quien tenía apalabrada la mazurca, y le pidió que invitara a Kitty.
Así pues, Kitty formó la primera pareja. Por suerte para ella, no tuvo que pronunciar palabra, ya que Korsunski iba de un lado para otro dando disposiciones. Vronski y Anna estaban sentados casi enfrente de ella. Primero los observó de lejos, con sus ojos perspicaces, y luego más de cerca, cuando les llegó su turno de bailar, y, cuanto más los observaba, más se convencía de que su desdicha se había consumado. Se daba cuenta de que se sentían solos en esa sala repleta. Y en el semblante de Vronski, siempre tan sereno e impasible, volvió a ver esa expresión sumisa y temerosa que tanto la había sorprendido, semejante a la de un perro inteligente que se sabe culpable.
Cuando Anna sonreía, Vronski le respondía; cuando se quedaba pensativa, él se ponía serio. Impulsada por una especie de fuerza sobrenatural, Kitty no podía apartar la mirada del rostro de Anna. Ataviada con su sencillo vestido negro, su aspecto general era encantador, y no menos encantadores sus torneados brazos cargados de pulseras, su firme cuello con el hilo de perlas, sus cabellos rizados con algunos mechones sueltos, los movimientos gráciles y ligeros de sus manos finas y de sus pequeños pies, su hermoso rostro arrebatado; no obstante, en medio de toda esa fascinación, se percibía algo terrible y cruel.
Kitty la admiraba aún más que antes y sufría cada vez más. Se sentía anonadada, como delataba su rostro. Cuando Vronski se encontró con ella en una figura de la mazurca, al principio no la reconoció, tanto habían cambiado sus rasgos.
—¡Un baile maravilloso! —dijo, por decir algo.
—Sí —respondió ella.
En medio de la mazurca, mientras repetían una complicada figura inventada hacía poco por Korsunski, Anna salió al centro del círculo, llamó a dos caballeros y a dos damas. Una de ellas era Kitty, que se acercó asustada. Anna, con los ojos entornados, la miró y le apretó la mano con una sonrisa. Pero, al advertir la expresión de sorpresa y desesperación con que Kitty le respondía, se volvió y se puso a hablar alegremente con la otra dama.
«Sí, hay algo extraño, diabólico y fascinante en ella», se dijo Kitty.
Anna no quería quedarse a cenar, pero el dueño de la casa insistió.
—Vamos, Anna Arkádevna —le dijo Korsunski, cubriendo su brazo desnudo con la manga de su frac—. ¡Ya verá qué idea se me ha ocurrido para el cotillón! Un bijou![18]
Y a continuación dio unos pasos, tratando de arrastrarla. Al anfitrión le parecía bien su conducta, como delataba su sonrisa.
—No, no puedo quedarme —respondió Anna. A pesar de que había pronunciado esas palabras con una sonrisa, el tono decidido convenció a los dos hombres de que no había posibilidad de retenerla—. He bailado más en Moscú en una sola noche que en San Petersburgo en todo el invierno —añadió, dirigiendo una mirada a Vronski, que estaba a su lado—. Tengo que descansar antes del viaje.
—¿Se va usted definitivamente mañana? —preguntó Vronski.
—Sí, creo que sí —respondió Anna, a quien pareció sorprender el atrevimiento de esa pregunta; pero el brillo irresistible de sus ojos y la sonrisa con que pronunció esas palabras lo abrasaron.
Anna Arkádevna se marchó a casa antes de que se sirviera la cena.