Desde la comida hasta la caída de la tarde Kitty experimentó un sentimiento semejante al que se apodera de un joven la víspera de una batalla. El corazón le latía con fuerza, y no era capaz de concentrarse en nada.
Se daba cuenta de que esa tarde, en que los dos se encontrarían por primera vez, decidiría su destino. No paraba de imaginárselos, tan pronto juntos como separados. Cuando rememoraba su pasado, se detenía con placer y ternura en los recuerdos que concernían a Levin. Algunos momentos de su infancia, así como la amistad de Levin con su difunto hermano, comunicaban un encanto especial y poético a su relación con ese hombre. Su amor por ella, del que estaba segura, la halagaba y la llenaba de alegría. En general, le agradaba pensar en él. En cambio, la imagen de Vronski le causaba cierto malestar, aunque era un joven de una corrección exquisita, siempre dueño de sus actos; le parecía como si en sus relaciones hubiera una nota falsa, y que ese equívoco se debía no tanto a él —era muy sencillo y simpático— como a sí misma, mientras que con Levin su comportamiento era sencillo y natural. En cualquier caso, tenía la impresión de que con Vronski se le abría la perspectiva de una felicidad deslumbrante; con Levin, por el contrario, el futuro se le aparecía envuelto en una especie de bruma.
Cuando subió a su habitación para vestirse y se contempló en el espejo, advirtió con alegría que estaba en uno de sus días buenos, es decir, en pleno dominio de todas sus fuerzas, algo que necesitaba muchísimo, en vista de lo que le esperaba: sentía una suerte de serenidad externa y sus ademanes eran desenvueltos y distinguidos.
A las siete y media, poco después de que bajara al salón, un criado anunció a Konstantín Dmítrich Levin. La princesa estaba todavía en su habitación y el príncipe todavía no había bajado. «Llegó el momento», pensó Kitty, y toda la sangre le afluyó al corazón. Se miró en el espejo y se asustó de su palidez.
Ahora sabía con certeza que Levin había venido antes para encontrarse a solas con ella y pedir su mano. Y en ese momento, por primera vez, todo el asunto se le presentó bajo una luz nueva y diferente. Sólo entonces comprendió que la cuestión no sólo le concernía a ella —con quién sería feliz y a quién amaba—, sino que en unos instantes iba a herir de un modo cruel a un hombre por el que sentía afecto… ¿Por qué? Porque ese simpático joven la quería, se había enamorado de ella. Pero no se podía hacer nada. Era preciso. No se podía obrar de otro modo.
«Dios mío, ¿es posible que deba decírselo yo misma? —pensaba—. Pero ¿qué le voy a decir? ¿Que no le quiero? No sería verdad. ¿Entonces? ¿Que amo a otro? No, es imposible. Lo mejor es que me vaya. Que salga de aquí ahora mismo».
Ya se había acercado a la puerta, cuando oyó los pasos de Levin. «¡No! No estaría bien. ¿De qué me asusto? No he hecho nada malo. ¡Que pase lo que tenga que pasar! Le diré la verdad. Además, con él nunca me siento incómoda. Ahí está», se dijo viendo su fuerte figura, su aspecto apocado y sus ojos brillantes, clavados en ella. Lo miró directamente a la cara, como implorándole clemencia, y le tendió la mano.
—Me parece que he llegado demasiado pronto —dijo Levin, echando un vistazo al salón vacío. Y, cuando vio que sus expectativas se habían cumplido, que nada le impediría declararse, su rostro se ensombreció.
—Oh, no —dijo Kitty, sentándose a la mesa.
—Pero eso era precisamente lo que quería: verla a solas —dijo, sin tomar asiento ni levantar la vista, para no perder el valor.
—Mamá vendrá en seguida. Ayer estaba muy cansada. Ayer…
Hablaba sin saber ella misma lo que decía, y no apartaba de él sus ojos suplicantes y acariciadores.
Por fin se decidió Levin a mirarla, y entonces ella se ruborizó y guardó silencio.
—Le dije esta mañana que no sabía si iba a quedarme mucho tiempo… que todo dependía de usted… —Kitty cada vez bajaba más la cabeza, sin saber cómo iba a responder a lo que le iba a decir Levin—. Que depende de usted —repitió—. Quería decirle… Quería decirle… Para eso he venido… para… ¡pedirle que sea mi mujer! —exclamó por fin, sin saber él mismo lo que estaba diciendo; pero, dándose cuenta de que lo más terrible ya había pasado, se interrumpió y se quedó mirándola.
Kitty no levantaba los ojos del suelo y respiraba con dificultad. No cabía en sí de gozo. Una felicidad inmensa embargaba su corazón. Jamás se habría imaginado que esa declaración de amor pudiera causarle una impresión tan honda. Pero ese estado duró sólo un momento. De pronto se acordó de Vronski. Levantó hasta Levin sus ojos claros y sinceros y, al ver la desesperación que se reflejaba en su semblante, se apresuró a responder:
—No puede ser… Perdóneme…
¡Qué cerca de sí la había sentido un minuto antes, qué importante se le había antojado en su vida! ¡Y ahora qué distante y extraña se había vuelto!
—No podía ser de otro modo —dijo sin mirarla.
La saludó e hizo intención de retirarse.