Levin vació su copa, y ambos guardaron silencio.
—Debo decirte algo más. ¿Conoces a Vronski? —preguntó Stepán Arkádevich.
—No, no lo conozco. ¿Por qué me lo preguntas?
—Trae otra botella —añadió Stepán Arkádevich, dirigiéndose al tártaro, que llenaba sus copas y daba vueltas a su alrededor cuando menos falta hacía.
—¿Por qué tenía que conocerlo?
—Porque es uno de tus rivales.
—¿Quién es? —preguntó Levin, y la expresión de emoción infantil que tanto había admirado Oblonski se trocó de pronto en otra malévola y desagradable.
—Vronski es hijo del conde Kirill Ivánovich Vronski, uno de los mejores representantes de la juventud dorada de San Petersburgo. Lo conocí en Tver, por asuntos relacionados con el reclutamiento, cuando estuve allí de servicio. Apuesto, inmensamente rico, con muy buenas relaciones; es ayuda de campo del emperador, y, además, un chico muy simpático y de buen natural. Y no sólo eso: una vez que lo he conocido mejor, aquí en Moscú, me he dado cuenta de que es culto y muy inteligente. Un hombre que llegará lejos. —Levin frunció el ceño y guardó silencio—. Apareció por aquí poco después de que tú te fueras. Si no me equivoco, está perdidamente enamorado de Kitty. Y, como comprenderás, la madre…
—Perdóname, pero no entiendo nada —replicó Levin, cada vez más enfurruñado. De pronto se acordó de su hermano Nikolái y se sintió como un miserable por haberse olvidado de él.
—Espera, espera —dijo Stepán Arkádevich, sonriendo y tocándole la mano—. Te he contado lo que sé, pero te repito que, en la medida en que uno puede hacer conjeturas en un asunto tan sutil y delicado, soy de la opinión de que tienes todas las de ganar. —Levin se recostó en la silla. Su rostro se había vuelto pálido—. Pero te aconsejaría que te decidieras lo antes posible —añadió, llenándole la copa.
—No, gracias, no puedo beber más —dijo Levin, rechazándola—. Me emborracharía… Bueno, ¿cómo van tus asuntos? —prosiguió, con el deseo evidente de cambiar de tema.
—Una palabra más: en cualquier caso, te recomiendo que tomes una decisión cuanto antes. Pero esta noche es mejor que no digas nada —añadió Stepán Arkádevich—. Ve mañana por la mañana, haz la habitual petición de mano y que Dios te bendiga…
—¿Por qué no vienes nunca a cazar a mis tierras? —preguntó Levin—. Te espero esta primavera.
Se arrepentía con toda su alma de haber iniciado esa conversación con Stepán Arkádevich. Ese sentimiento suyo tan especial había sido profanado por la mención a ese oficial de San Petersburgo, rival suyo, así como por los consejos y suposiciones de Stepán Arkádevich.
Oblonski, que sabía lo que ocurría en el alma de su amigo, sonrió.
—Iré un día de éstos —dijo—. Sí, amigo, las mujeres son el eje alrededor del cual gira el mundo entero. Y, en lo que a mí respecta, las cosas van mal, muy mal. Y todo por culpa de las mujeres. Háblame con franqueza, dame un consejo —prosiguió, con un cigarrillo en una mano y la copa en la otra.
—Pero ¿de qué se trata?
—Pues verás. Supongamos que estás felizmente casado, pero te encaprichas de otra mujer…
—Perdona, pero no entiendo nada… Es como si ahora, después de comer, me fuera a robar un bollo a una confitería.
La ojos de Stepán Arkádevich se volvieron más brillantes que de costumbre.
—¿Y por qué no? A veces un bollo huele tan bien que uno no es capaz de contenerse.
Himmlisch ist’s wenn ich bezwungwen
Meine irdische Begier;
Aber, dock wenn’s nicht gelungen,
Hatt’ich auch recht hübsch Plaisir[13]
Al pronunciar esas palabras, Stepán Arkádevich esbozó una sutil sonrisa, a la que Levin no pudo dejar de corresponder.
—Pero dejémonos de bromas —prosiguió Stepán Arkádevich—. Piensa en una mujer encantadora, modesta y afectuosa, sola en el mundo, sin dinero y que lo ha sacrificado todo por ti. Una vez que el mal está hecho, ¿entiendes lo que te digo?, ¿puede uno abandonarla? Supongamos que sea necesario romper con ella para no destruir la vida familiar. Pero ¿no es normal que se compadezca uno de ella, que la ampare, que procure mitigar el daño?
—Perdóname, pero, ya sabes que, en lo que a mí respecta, las mujeres se dividen en dos categorías… O, mejor dicho: hay mujeres y… No he visto ni veré nunca mujeres caídas llenas de encanto. En cuanto a las criaturas como esa francesa del mostrador, con sus afeites y sus rizos, me resultan repugnantes. Y todas las mujeres caídas son así.
—¿También las del Evangelio?
—¡Ah, basta! Cristo no habría pronunciado nunca esas palabras si hubiera sabido el mal uso que íbamos a hacer de ellas. Son las únicas que se recuerdan de todo el Evangelio. En cualquier caso, te estoy diciendo lo que siento, no lo que pienso. Me repugnan las mujeres caídas. A ti te dan miedo las arañas y a mí esas sabandijas. Es probable que nunca te hayas ocupado de las arañas y desconozcas sus costumbres. Pues a mí me pasa lo mismo.
—Es muy fácil decir eso. Me recuerdas a ese personaje de Dickens que con la mano izquierda arrojaba por encima del hombro derecho todos los asuntos complicados. Pero negar los hechos no constituye ninguna respuesta. ¿Qué puedo hacer? Dime, ¿qué puedo hacer? Tu mujer envejece y tú, en cambio, te sientes lleno de vida. En un abrir y cerrar de ojos, te das cuenta de que ya no eres capaz de amar a tu mujer, por más respeto que te merezca. Entre tanto, el amor surge de improviso, y entonces estás perdido, ¡perdido! —exclamó Stepán Arkádevich con amargura y desesperanza. Levin sonrió con ironía—. Sí, perdido —prosiguió Oblonski—. Pero ¿qué puede hacerse?
—No robar bollos.
Stepán Arkádevich prorrumpió en una carcajada.
—¡Ah, moralista! Pero no pierdas de vista que hay dos mujeres: una insiste sólo en sus derechos, es decir, en un amor que ya no puedes darle; la otra lo sacrifica todo por ti y no exige nada. ¿Qué debe hacerse? ¿Cómo proceder? En eso estriba todo el terrible drama.
—Si quieres mi opinión al respecto, te diré que yo no veo ningún drama. Y voy a explicarte por qué. En mi opinión, el amor… los dos amores que Platón define en El banquete, si lo recuerdas, constituyen la piedra de toque de los hombres. Unos comprenden sólo el primero y otros, el segundo. Los que comprenden únicamente el amor no platónico no tienen ninguna razón para hablar de drama, ya que en esa clase de amor no puede haberlo. «Le estoy muy agradecido por el placer que me ha procurado». Ahí está todo el drama. Y en el caso del amor platónico tampoco puede haber drama, porque en ese amor todo es puro y cristalino, porque… —En ese momento Levin se acordó de sus pecados y de la lucha interior a la que se había visto abocado. Y añadió de manera inesperada—: En cualquier caso, puede que tengas razón. Es muy posible… Pero no lo sé, la verdad es que no lo sé.
—Ya lo ves —dijo Stepán Arkádevich—, eres un hombre de una pieza. Y ésa es tu mayor cualidad y tu mayor defecto. Debido a la integridad de tu carácter, querrías que la vida se basara en los mismos principios, pero no sucede así. Desprecias la labor del Estado, porque te gustaría que cualquier actividad humana tuviera un fin determinado, y eso no suele suceder. También querrías que todos nuestros actos tuvieran siempre un fin, que el amor y la vida conyugal fueran una misma cosa. Y están lejos de serlo. Tanto el encanto, como la variedad y la belleza de la vida residen en ese juego de luces y sombras.
Levin suspiró y no dijo nada. Pensaba en sus propios asuntos y no escuchaba a Oblonski.
De pronto ambos se dieron cuenta de que, a pesar de que eran amigos y de que estaban comiendo y bebiendo juntos, algo que en principio debería unirlos más, cada uno pensaba sólo en sus cosas y no en las del otro. Oblonski había reparado en más de una ocasión en que esas comidas, en lugar de acercar a los comensales, los distancia mucho más, y sabía lo que había que hacer en tales casos.
—¡La cuenta! —gritó, y pasó a la sala contigua, donde no tardó en encontrar a un ayuda de campo al que conocía. La conversación que entabló con él, a propósito de una actriz y del hombre que la mantenía, le proporcionó alivio y descanso, después de haber estado hablado con Levin, cuyo modo de encarar las cuestiones siempre acababa causándole una tensión espiritual y mental extremas.
Cuando el tártaro apareció con la cuenta, que ascendía a veintiséis rublos y pico, además de un suplemento por el vodka, Levin, que en cualquier otro momento, en su condición de hombre de campo, se habría horrorizado de que su parte ascendiera a catorce rublos, ni siquiera prestó atención a ese hecho. Pagó lo que le correspondía y se encaminó a su casa para cambiarse de ropa, antes de dirigirse a la residencia de los Scherbatski, donde se decidiría su destino.