A las cuatro, con el corazón palpitante, Levin se apeó de un coche de punto en la puerta del Parque Zoológico y siguió el camino que llevaba a las colinas y a la pista de patinaje. Estaba seguro de que la encontraría allí, porque había visto el carruaje de los Scherbatski en la entrada.
Era un día despejado y frío. Enfrente de la puerta se alineaban coches y trineos; alrededor se movían postillones y guardias. Un público selecto, con sombreros resplandecientes bajo la brillante luz del sol, bullía en la entrada y las limpias avenidas, entre las casitas de estilo ruso con adornos tallados. Los viejos y frondosos abedules del parque, con las ramas cubiertas de nieve, parecían revestidos de casullas nuevas y solemnes.
Mientras avanzaba por el sendero que conducía a la pista de patinaje, Levin se decía: «Cálmate, no tienes que ponerte nervioso. ¿Qué te ocurre? ¿Qué te pasa? Tranquilízate, tonto», añadía, dirigiéndose a su propio corazón. Y, cuanto más se esforzaba por calmarse, más trabajo le costaba respirar. Un conocido le saludó al pasar, pero él ni siquiera lo reconoció. Llegó al pie de las colinas, por las que se deslizaban con estrépito los trineos, en medio del chirrido de las cadenas que los remolcaban y un griterío de voces alegres. Dio unos pocos pasos y se encontró delante de la pista. Apenas necesitó unos segundos para distinguirla en medio de esa muchedumbre de patinadores.
La alegría y el terror que embargaron su corazón le revelaron su presencia. Estaba en el otro extremo de la pista, hablando con una señora. A primera vista no había nada especial en su atavío ni en su postura, pero a Levin le habría sido tan fácil reconocerla en medio de una multitud como una rosa entre matas de ortiga. Lo llenaba todo de luz, era la sonrisa que iluminaba cuanto le rodeaba. «¿Seré capaz de atravesar la pista y acercarme a ella?», pensaba. El lugar en que se encontraba le parecía un santuario inaccesible, y hubo un momento en que estuvo a punto de marcharse, tanto miedo tenía. Haciendo un esfuerzo, acabó convenciéndose de que Kitty estaba rodeada de gente de todo tipo y de que también él podía acercarse patinando. Bajó a la pista, evitando mirarla durante un buen rato, como si se tratara del sol; pero, aunque no la miraba, la veía, como sucede con el sol.
Ese día de la semana, a una hora determinada, se reunían en la pista personas de un determinado círculo social, que se conocían entre sí. Había allí verdaderos virtuosos, que presumían de su arte, principiantes que, agarrándose a unas sillas[8], avanzaban con movimientos tímidos y torpes, y también muchachos y hombres ya maduros que se entregaban a ese ejercicio para fortalecer su salud. Como estaban cerca de ella, a Levin se le antojaban todos dichosos y afortunados. Los patinadores la alcanzaban, la sobrepasaban e incluso le hablaban con completa indiferencia; no la necesitaban para estar alegres, les bastaba con esa pista excelente y ese tiempo magnífico.
Nikolái Scherbatski, un primo de Kitty, con chaqueta corta y pantalones ajustados, estaba sentado en un banco con los patines puestos. Al ver a Levin le gritó:
—¡Ah, ahí viene el primer patinador de Rusia! ¿Hace mucho que ha llegado? El hielo no puede estar en mejores condiciones. Póngase los patines.
—No los he traído —respondió Levin, sorprendido de que alguien pudiera hablarle con semejante audacia y desenvoltura en presencia de Kitty, a la que no perdía de vista ni un segundo, aunque evitaba mirarla. Sentía que el sol se acercaba. Desde el rincón en el que se encontraba, Kitty se dirigió hacia él con indecisión, trazando un torpe círculo con sus finos pies, embutidos en botas altas. Un muchacho vestido con traje ruso se disponía a adelantarla, agitando los brazos con desesperación y encorvándose casi hasta el suelo. A Kitty no se la veía muy segura. Había sacado las manos del manguito que llevaba colgado de un cordón, como si quisiera tenerlas listas por si se producía una caída, y, mirando a Levin, a quien había reconocido, esbozó una sonrisa, que fue un saludo al amigo y a la vez burla de su propio miedo. Cuando completó la vuelta, se dio impulso con su ligero piececito, se deslizó hasta Scherbatski y, cogiéndole del brazo, saludó a Levin con una risueña inclinación de cabeza. Era aún más hermosa que la imagen que él se había forjado en su imaginación.
Cuando pensaba en ella, se la representaba con toda claridad, en especial su adorable cabecita rubia, asentada con tanta elegancia sobre sus torneados hombros de doncella, y su expresión infantil de candor y bondad. El contraste entre ese aire pueril y la delicada esbeltez del busto constituía su principal encanto, como bien sabía Levin. Pero lo que más le sorprendía, por su carácter inesperado, eran sus ojos mansos, serenos y sinceros, y en especial su sonrisa, que le transportaba siempre a un mundo encantado, donde sentía esa ternura y esa languidez que recordaba de algunos raros días de la primera infancia.
—¿Lleva mucho tiempo aquí? —dijo, tendiéndole la mano—. Gracias —añadió, cuando él recogió el pañuelo que se le había caído del manguito.
—¿Yo? No mucho. Llegué ayer… es decir, hoy mismo… —respondió Levin, tan agitado que en un principio no entendió la pregunta—. Tenía intención de visitarles —añadió y, de pronto, recordando el objeto de su viaje, se turbó y se ruborizó—. No sabía que patinara usted, y además tan bien.
Ella lo miró con atención, como tratando de adivinar el motivo de su embarazo.
—Aprecio su elogio en lo que vale. Según se dice por aquí, es usted un patinador sin igual —añadió ella, con una sonrisa—. Me gustaría mucho verle patinar. Póngase unos patines y patinaremos juntos.
«¡Patinar juntos! ¿Acaso es posible?», pensó Levin, mirándola.
—Voy a buscarlos —dijo, y fue a ponerse unos patines.
—Hace mucho tiempo que no viene usted por aquí, señor —dijo el encargado, mientras le sujetaba el pie para atornillar la tuerca del talón—. Ninguno de los señores de hoy tiene su maestría. ¿Está bien así? —preguntó, apretando la correa.
—Vamos, vamos, dese prisa, por favor —respondió Levin, reprimiendo a duras penas una sonrisa de satisfacción que acabó asomando a su rostro, sin que pudiera hacer nada por impedirlo.
«Sí —pensaba—. ¡Esto es la vida! ¡Esto es la felicidad! Juntos, ha dicho, vamos a patinar juntos. ¿Debería hablarle ahora? Pero me da miedo… En estos momentos soy feliz, puedo concebir esperanzas… ¿Y luego? ¡Pero debo decírselo! ¡Es preciso! ¡Se acabó la debilidad!».
Se puso en pie, se quitó el abrigo y, después de tomar carrerilla en el rugoso hielo de los alrededores del pabellón, se deslizó por la superficie lisa, dirigiendo a su antojo, por lo visto, el ritmo de su carrera, tan pronto rápido como más lento. Se acercó a Kitty con timidez, pero de nuevo la sonrisa de ella le tranquilizó.
Una vez que la joven le dio la mano, se alejaron juntos, acelerando poco a poco la marcha; y, a medida que aumentaba la velocidad, ella le apretaba más el brazo.
—Con usted aprendería más deprisa. Por alguna razón, me inspira usted confianza.
—Yo también siento confianza en mí mismo cuando se apoya usted en mí —dijo Levin, pero acto seguido se asustó de sus propias palabras y se ruborizó. En realidad, nada más pronunciarlas, el sol pareció ocultarse detrás de las nubes; el rostro de Kitty perdió todo rastro de afabilidad, y él reparó en ese rasgo conocido, que en el caso de la muchacha significaba una profunda concentración: en su tersa frente apareció una arruga.
—¿Le ha molestado algo? Claro que no tengo derecho a hacerle esa pregunta —se apresuró a preguntar.
—¿Por qué dice eso?… No, no me ha molestado nada —respondió ella con frialdad, y al punto añadió—: ¿No ha visto usted a mademoiselle Linon?
—Aún no.
—Pues vaya a saludarla. Le tiene mucho afecto.
«¿Qué pasa? La he ofendido. ¡Dios mío, perdóname!», pensó Levin, corriendo en dirección a la vieja francesa de canosos cabellos rizados, que estaba sentada en un banco. La mujer lo recibió como a un viejo amigo, esbozando una amplia sonrisa que dejó al descubierto sus dientes postizos.
—Sí, vamos creciendo y haciéndonos mayores —le dijo, señalándole a Kitty con los ojos—. Tiny bear[9] se ha hecho ya grande —prosiguió la francesa, riendo, y le recordó su broma sobre las tres señoritas, a las que llamaba los tres ositos del cuento inglés—. ¿Se acuerda usted de que les daba ese nombre?
La verdad es que se le había olvidado por completo, pero hacía ya diez años que la francesa se divertía con esa broma, que tanto le gustaba.
—Bueno, vaya usted a patinar. ¿Verdad que nuestra Kitty patina mucho mejor?
Cuando Levin volvió a acercarse a Kitty, el rostro de ésta ya no era tan severo, y sus ojos habían recobrado esa mirada sincera y acariciadora, pero él creía percibir en esa afabilidad un matiz especial, de premeditada calma. Y se sintió triste. Después de intercambiar unas frases sobre la vieja institutriz y sus rarezas, Kitty le preguntó por su vida.
—¿Es posible que no le aburra a usted pasar el invierno en el campo? —le preguntó.
—No, no me aburro, estoy muy ocupado —respondió, dándose cuenta de que ella le imponía ese tono sereno, del que no sería capaz de librarse, como le había sucedido a comienzos del invierno.
—¿Va a quedarse mucho tiempo? —le preguntó Kitty.
—No lo sé —respondió él, sin pensar en lo que decía. La idea de que, si volvía a adoptar ese tono de serena amistad, volvería a marcharse sin haber resuelto nada le sublevaba.
—¿Cómo que no lo sabe?
—No. Depende de usted —dijo, y acto seguido se asustó de sus propias palabras.
¿No oyó Kitty ese comentario final o no quiso oírlo? El caso es que, como si tropezara, dio dos golpes con el pie y se alejó a toda prisa. Se acercó a mademoiselle Linon, le dijo algo y se dirigió al pabellón en el que las señoras se quitaban los patines.
«¡Dios mío, qué he hecho! ¡Señor, ayúdame, guíame!», se decía Levin, rezando; y al mismo tiempo, sintiendo la necesidad de entregarse a un ejercicio violento, tomó velocidad y se puso a trazar círculos, unas veces hacia fuera y otras hacia dentro.
En ese momento, uno de los jóvenes, el mejor patinador de la nueva generación, salió del café con un cigarrillo entre los labios y los patines puestos, tomó carrerilla y bajó a saltos los peldaños, en medio de un gran estrépito. Una vez abajo se deslizó por el hielo, sin modificar siquiera la posición de los brazos.
—¡Ah, un truco nuevo! —dijo Levin, subiendo a toda prisa hasta lo alto con intención de imitarlo.
—¡Tenga cuidado, no vaya a hacerse daño! ¡Se necesita práctica! —le gritó Nikolái Scherbatski.
Levin llegó al descansillo, tomó tanto impulso como pudo y se lanzó escaleras abajo, manteniendo el equilibrio con ayuda de las manos. En el último peldaños tropezó con algo, pero, después de tocar apenas el hielo con la mano, hizo un movimiento brusco, se irguió y, echándose a reír, siguió patinando.
«¡Qué muchacho tan encantador!», pensó Kitty, que en ese momento salía del pabellón en compañía de mademoiselle Linon, y lo miró con una sonrisa amable y tierna, como a un hermano querido. «¿Acaso tengo yo la culpa? ¿Es posible que haya actuado mal? Coquetería, llaman a eso. Sé que no es a él a quien amo, pero me encuentro a gusto en su compañía. ¡Y es tan simpático! Pero ¿por qué me habrá dicho eso?…», se preguntaba.
Al ver que Kitty se marchaba con su madre, que había salido a su encuentro en la escalera, Levin, todo rojo después del ejercicio violento, se detuvo y se quedó pensativo. Se quitó los patines y las alcanzó en la entrada del parque.
—Me alegro mucho de verle —dijo la princesa—. Recibimos los jueves, como siempre.
—Es decir, hoy.
—Estaremos encantados de verle —replicó la princesa con sequedad.
A Kitty le apenó ese tono y no pudo reprimir el deseo de mitigar el efecto causado por la frialdad de su madre. Volvió la cabeza y dijo con una sonrisa:
—Hasta luego.
En ese momento Stepán Arkádevich, con el sombrero ladeado, el rostro y los ojos resplandecientes, entró en el parque con aire triunfante y alegre. Pero, al acercarse a su suegra, respondió a sus preguntas sobre la salud de Dolly con expresión triste y culpable. Después de intercambiar unas palabras con ella en voz baja y pesarosa, irguió el pecho y cogió a Levin del brazo.
—¿Qué? ¿Nos vamos? —preguntó—. He estado pensando en ti todo el tiempo y debo decirte que me alegro mucho de que hayas venido —añadió, mirándole a los ojos con aire significativo.
—Vamos, vamos —respondió Levin, que aún seguía oyendo, embargado de felicidad, esa voz que le decía «hasta luego» y viendo la sonrisa que había acompañado esas palabras.
—¿Prefieres el Inglaterra o el Ermitage?
—Me da lo mismo.
—Entonces vamos al Inglaterra —dijo Stepán Arkádevich, decantándose por ese restaurante porque debía allí más dinero que en el Ermitage, y en consecuencia consideraba impropio evitarlo—. ¿Tienes coche? Estupendo, porque he despedido el mío.
A lo largo de todo el camino los dos amigos guardaron silencio. Levin se preguntaba a qué podía obedecer aquel cambio de expresión en el rostro de Kitty y, al tiempo que vacilaba entre la esperanza y la desesperación, veía con meridiana claridad que sus ilusiones eran infundadas. Sin embargo, después de ver esa sonrisa y escuchar esas palabras de despedida, se sentía un hombre nuevo, totalmente distinto del que había sido hasta entonces.
Stepán Arkádevich aprovechó el trayecto para elegir el menú de la comida.
—¿Te gusta el rodaballo? —le preguntó a Levin cuando llegaban.
—¿Qué? —replicó Levin—. ¿El rodaballo? Sí, me gusta con locura.