Después de llegar a Moscú en el tren de la mañana, Levin se dirigió a casa de su medio hermano Kóznishev, se cambió de ropa y entró en su despacho, dispuesto a contarle sin más tardanza a qué obedecía su viaje y solicitar su consejo, pero su hermano no estaba solo. Un conocido catedrático de filosofía había venido desde Jarkov con el único fin de resolver un malentendido que había surgido entre ellos por culpa de una cuestión filosófica muy importante. El catedrático se había embarcado en una agria polémica con los materialistas, que Serguéi Kóznishev seguía con interés. Tras leer el último artículo del catedrático, le había escrito una carta expresándole sus objeciones y reprochándole que se hubiera mostrado demasiado conciliador con sus oponentes. Y el catedrático había decidido ponerse en camino sin pérdida de tiempo para aclarar sus diferencias. Se trataba de una cuestión que estaba muy en boga: ¿existe en la actividad un límite entre los fenómenos psíquicos y los fisiológicos y dónde debe situarse?
Serguéi Ivánovich acogió a su hermano con esa sonrisa entre fría y afectuosa que dedicaba a todo el mundo y, después de presentarle al catedrático, reanudó la conversación.
El filósofo, un hombre de tez amarillenta, con gafas y frente estrecha, se interrumpió un momento para responder al saludo de Levin, y a continuación retomó su discurso, sin volverle a prestar atención. Levin se dispuso a esperar que el catedrático se fuese, pero el asunto que discutían no tardó en interesarle.
Se había tropezado en las revistas con los artículos a los que se referían y los había leído con el interés propio de un estudiante de ciencias naturales por el desarrollo de esos saberes, pero nunca había relacionado las conclusiones científicas sobre el origen animal del hombre, los actos reflejos, la biología y la sociología con las cuestiones del significado de la vida y la muerte, que cada vez le preocupaban más.
Al seguir la conversación de su hermano con el catedrático, se dio cuenta de que establecían un vínculo entre las cuestiones científicas y las espirituales; varias veces estuvieron a punto de abordar ese tema, pero, en cuanto se acercaban al punto que consideraba más importante, retrocedían a toda prisa y volvían a enfrascarse en sutiles distinciones, reservas, citas, alusiones, referencias a opiniones autorizadas, y Levin apenas entendía lo que decían.
—No puedo en modo alguno estar de acuerdo con Keis —decía Serguéi Ivánovich, con su habitual claridad, precisión y elegancia en el hablar—, no puedo respaldar su tesis de que toda mi representación del mundo exterior se deriva de mis impresiones. El concepto fundamental de la existencia no lo he recibido por medio de las sensaciones, pues no existe un órgano especial para la transmisión de ese concepto.
—Sí, pero Wurst, Knaust y Pripásov le responderían que la conciencia que tiene usted de la existencia es el resultado de las sensaciones. Wurst llega incluso a afirmar que, sin sensaciones, no puede haber noción de la existencia.
—Pues yo digo lo contrario… —replicó Serguéi Ivánovich.
En ese momento Levin tuvo de nuevo la impresión de que, después de acercarse al meollo de la cuestión, volvían a apartarse, y decidió plantearle una pregunta al catedrático.
—En ese caso, si se aniquilan mis sentidos, si mi cuerpo muere, ¿no puede haber ninguna clase de existencia?
El catedrático, molesto y como herido por esa interrupción, fijó la mirada en el extraño individuo que le había planteado esa cuestión, más parecido a un sirgador que a un filósofo, y a continuación volvió los ojos hacia Serguéi Ivánovich, como preguntándole qué debía responder. Pero Serguéi Ivánovich, que no hacía gala de tanto apasionamiento e intransigencia como el catedrático, y que tenía la suficiente amplitud de miras para poder discutir con éste y al mismo tiempo entender el punto de vista sencillo y natural con que había sido planteada aquella pregunta, sonrió y dijo:
—Todavía no tenemos derecho a resolver esa cuestión…
—Carecemos de datos —confirmó el catedrático, y a continuación retomó su argumentación—. No —dijo—, demostraré que, aunque las sensaciones se basen en las percepciones, como sostiene Pripásov con toda claridad, debemos distinguir rigurosamente esos dos conceptos.
Levin ya no le escuchaba y sólo esperaba que se fuera.