Daria Aleksándrovna, ataviada con una bata, el pelo, antaño abundante y hermoso, ahora ralo, recogido en la nuca, el rostro demacrado y enflaquecido, los ojos grandes, asustados y saltones por culpa de la delgadez, estaba delante de una cómoda, rodeada de objetos tirados por el suelo, y sacaba de un cajón abierto una prenda de ropa. Al oír los pasos de su marido, se detuvo, miró hacia la puerta y se esforzó en vano por adoptar una expresión severa y despectiva. Se daba cuenta de que tenía miedo de su marido y de la inminente entrevista. En esos momentos estaba intentando hacer algo que ya había intentado poner en práctica diez veces en el transcurso de los tres últimos días: coger sus cosas y las de los niños y marcharse a casa de su madre. Pero una vez más se sentía incapaz. También ahora, lo mismo que antes, se había dicho que las cosas no podían seguir así, que tenía que hacer algo, castigarlo, humillarlo, devolverle al menos una pequeña parte del dolor que le había causado. Seguía repitiéndose que lo abandonaría, pero en el fondo sabía que no lo haría, porque no podía dejar de amarlo y de considerarlo su marido. Además, era consciente de que si en su propia casa apenas era capaz de ocuparse de sus cinco hijos, aún sería peor en el lugar al que pensaba llevarlos. Y encima, a lo largo de esos tres días, el pequeño se había puesto enfermo después de tomar un caldo en malas condiciones; en cuanto a los demás, la noche anterior se habían ido a la cama casi sin cenar. Entendía, pues, que no podía marcharse, pero se engañaba y seguía cogiendo cosas, como si en verdad se dispusiera a abandonar la casa.
Al ver a su marido, metió las manos en un cajón de la cómoda, como si estuviera buscando algo, y no le miró hasta que estuvo justo a su lado. Pero su rostro, al que había querido comunicar una expresión severa y decidida, sólo delataba indecisión y sufrimiento.
—¡Dolly! —dijo él con voz sorda y cierta timidez. Encogió la cabeza entre los hombros y trató de adoptar un aire lastimoso y sumiso, pero seguía rebosando frescura y lozanía.
Dolly lo miró de arriba abajo por un instante y reparó en esa resplandeciente frescura y lozanía. «¡Sí, está feliz y satisfecho! —pensó—. En cambio yo… Y esa bondad afectada que tanto gusta a todo el mundo y tanto le alaban… Cuánto me repugna». Apretó los labios y un músculo de la mejilla derecha se estremeció en su rostro pálido y agitado.
—¿Qué quiere? —preguntó en tono desabrido, con una voz gutural irreconocible.
—¡Dolly! —repitió él con voz temblorosa—. Anna llega hoy.
—¿Y a mí qué me importa? ¡No puedo recibirla! —gritó.
—Pero, Dolly, habrá que…
—¡Vete, vete, vete! —gritó sin mirarle, como si ese grito se debiera a un dolor físico.
Stepán Arkádevich había podido conservar la calma mientras pensaba en su mujer, había podido albergar la esperanza de que todo se enderezaría, como decía Matvéi, había podido leer su periódico y desayunar tranquilo, pero cuando vio ese rostro descompuesto, marcado por el sufrimiento, y oyó el tono de su voz, resignado, desesperado, se le cortó el aliento, se le hizo un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Dios mío, qué he hecho! ¡Dolly! ¡Por el amor de Dios! Si… —pero no pudo continuar, ahogado por los sollozos.
Ella cerró de un golpe la cómoda y se lo quedó mirando.
—Dolly, ¿qué puedo decirte? Sólo una cosa: que me perdones… Recuerda todo lo que hemos pasado: ¿es que nueve años de vida no pueden redimir un momento… un momento…?
Ella bajó los ojos y se quedó aguardando sus palabras, como implorándole que la convenciera de alguna manera.
—Un momento… un momento de locura… —añadió, y quiso continuar, pero al oír esas palabras, Dolly volvió a apretar los labios, como sacudida por un dolor físico, y el músculo de la mejilla se estremeció de nuevo.
—¡Váyase, váyase de aquí! —gritó con mayor desesperación aún—. ¡Y no vuelva a hablarme de sus locuras y sus canalladas!
Hizo intención de salir, pero estuvo a punto de caer y se agarró al respaldo de una silla. El rostro de Stepán Arkádevich se dilató, sus labios se hincharon, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Dolly! —pronunció, sollozando—. Por el amor de Dios, piensa en los niños, que no tienen culpa de nada. El único culpable soy yo. Castígame, dime cómo puedo expiar mi culpa. Estoy dispuesto a todo. Soy culpable. No encuentro palabras para expresar lo culpable que soy. ¡Pero te pido que me perdones, Dolly!
Ella se sentó. Stepán Arkádevich escuchaba su respiración trabajosa y difícil y sentía una pena inefable por ella. Dolly trató de hablar varias veces, pero no pudo. Él esperaba.
—Sólo te acuerdas de los niños cuando tienes ganas de jugar con ellos, pero yo pienso en ellos en todo momento y sé que están perdidos sin remedio —acabó diciendo. Por lo visto era una de las frases que se había estado repitiendo a lo largo de esos tres días.
Le había tuteado, y él la miró agradecido e hizo ademán de cogerle la mano, pero ella la apartó con repugnancia.
—Pienso en los niños y haría cualquier cosa por salvarlos, pero no sé lo que les conviene: llevármelos o dejarlos con un padre depravado; sí, con un padre depravado… Dígame, ¿acaso podemos seguir viviendo juntos después de… lo que ha pasado? ¿Acaso es eso posible? Dígame, ¿acaso es eso posible? —repitió, levantando la voz—. Después de que mi marido, el padre de mis hijos, haya tenido un lío con la institutriz de los niños…
—Pero ¿qué se puede hacer?… ¿Qué? —preguntó él con voz lastimera, sin saber él mismo lo que decía y bajando cada vez más la cabeza.
—¡Me resulta usted asqueroso, repugnante! —gritó ella, cada vez más alterada—. ¡Sus lágrimas no son más que agua! Nunca me ha querido. ¡No tiene usted corazón ni dignidad! Es usted un hombre vil y repulsivo. Y se ha convertido en un extraño para mí. Sí, en un extraño —dijo, pronunciando con dolor y rabia la palabra extraño, que se le antojaba terrible.
Stepán Arkádevich se quedó mirándola, asustado y sorprendido de la ira que se reflejaba en su rostro. No comprendía que la lástima que sentía por ella la exasperaba. Se daba cuenta de que la compadecía, pero no veía ni huella de cariño.
«Sí, me odia. No me perdonará nunca», pensó.
—¡Esto es horrible! ¡Horrible! —exclamó.
En ese momento un niño se echó a llorar en la habitación contigua. Probablemente se había caído. Daria Aleksándrovna prestó atención y su rostro de pronto se dulcificó.
Tardó unos instantes en reaccionar, como si no supiera dónde estaba y qué debía hacer; luego se levantó bruscamente y se abalanzó sobre la puerta.
«Pero si quiere a mi hijo —pensó Stepán Arkádevich, advirtiendo el cambio que se había operado en el rostro de su mujer al oír el grito del niño—, ¿cómo puede odiarme a mí?».
—Dolly, sólo una palabra más —dijo, yendo tras ella.
—¡Si me sigue usted, llamaré a los criados y a los niños! ¡Que se enteren todos de que es usted un canalla! ¡Me marcho hoy mismo, así que ya puede ir trayendo aquí a vivir a su querida!
Y salió dando un portazo.
Stepán Arkádevich suspiró, se enjugó el rostro y salió silenciosamente de la habitación. «Matvéi asegura que todo se enderezará, pero ¿cómo? No veo ninguna salida. ¡Ah, qué horror! Y qué gritos tan vulgares —se decía, recordando los chillidos de su mujer y aquellas dos palabras: “canalla” y “querida”—. ¡Puede que lo hayan oído las criadas! Una ordinariez repugnante, repugnante». Al cabo de unos segundos, Stepán Arkádevich se secó los ojos, suspiró, abombó el pecho y salió de la habitación.
Era viernes, y el relojero alemán daba cuerda al reloj del comedor. Stepán Arkádevich se acordó de que, sorprendido por la puntualidad de ese hombre calvo, un día había dicho en broma que a ese alemán «le habían dado cuerda para toda la vida para que él hiciera lo mismo con los relojes», y sonrió. Le gustaban los chistes ingeniosos. «¡Puede que todo acabe recomponiéndose! Bonita expresión esa de recomponerse —pensó—. Habrá que repetirla».
—¡Matvéi! —gritó, y añadió cuando éste apareció—: Ocupaos Maria y tú de preparar la salita para Anna Arkádevna.
—A sus órdenes.
Stepán Arkádevich se puso la pelliza y salió a la escalinata.
—¿No va a comer en casa? —le preguntó Matvéi, siguiendo sus pasos.
—Ya veremos. Toma, para los gastos —dijo, sacando diez rublos de su cartera—. ¿Será suficiente?
—Suficiente o no, habrá que apañarse con eso —respondió el criado, cerrando la portezuela del coche y ganando de nuevo la escalinata.
Entre tanto Daria Aleksándrovna había consolado al niño; enterada por el ruido del carruaje de que su marido se había marchado, volvió a su habitación, el único refugio que tenía para escapar de las tareas domésticas, que la asediaban en cuanto salía de allí. Incluso ahora, en el poco tiempo que había pasado en la habitación de los niños, la institutriz inglesa y Matriona Filimónovna se las habían ingeniado para hacerle varias preguntas que no admitían dilación y a las que sólo ella podía dar respuesta: ¿qué ropa había que ponerles a los niños para el paseo? ¿Tenían que darles leche? ¿No sería mejor ponerse a buscar otro cocinero?
—¡Ah, déjenme en paz, déjenme! —les había dicho. Una vez en el dormitorio, se sentó en el mismo lugar que había ocupado mientras hablaba con su marido, se retorció las manos descarnadas, con los anillos deslizándose en los dedos huesudos, y se puso a recordar la conversación que habían tenido. «¡Se ha marchado! Pero ¿habrá roto con ella? —pensaba—. ¿No la seguirá viendo? ¿Por qué no se lo he preguntado? No, no hay manera de que nos reconciliemos. Aunque vivamos en la misma casa, seguiremos siendo extraños. ¡Extraños para siempre! —repitió, pronunciando con especial énfasis esa palabra tan terrible para ella—. ¡Y cómo lo quería, Dios mío, cómo lo quería!… ¡Cómo lo quería! ¿Y acaso no lo quiero ahora? ¿No lo quiero incluso más que antes? Lo más espantoso es que…», empezó, pero dejó la frase a medias, porque Matriona Filimónovna asomó la cabeza por la puerta.
—Al menos deje que llame a mi hermano —dijo—. Puede preparar el almuerzo. De otro modo, los niños se quedarán sin comer hasta las seis, como pasó ayer.
—Bueno, está bien. Ahora mismo iré a dar las órdenes oportunas. ¿Se ha ocupado de que alguien vaya a buscar leche fresca?
Y Daria Aleksándrovna, enfrascada en sus quehaceres cotidianos, se olvidó de su pena por un momento.