Stepán Arkádevich era un hombre sincero consigo mismo. Por tanto, no podía engañarse fingiendo que se sentía arrepentido de su proceder. Este hombre de treinta y cuatro años, apuesto y enamoradizo, no podía arrepentirse de no estar enamorado de su mujer, sólo un año más joven que él y madre de siete hijos, dos de los cuales habían muerto. Únicamente se arrepentía de no haberle ocultado mejor su aventura. En cualquier caso, se daba cuenta de la gravedad de la situación y se compadecía de su mujer, de sus hijos y de sí mismo. Tal vez se habría esforzado en encubrir mejor sus pecados si hubiera previsto la impresión que iba a causarle el descubrimiento de sus infidelidades. Jamás había reflexionado con detenimiento sobre el particular, pero se imaginaba de un modo confuso que ella sospechaba algo desde hacía tiempo y miraba para otro lado. Hasta tenía la impresión de que la propia Dolly, ajada, envejecida, ya sin atractivo alguno, privada de cualquier encanto particular, nada más que una sencilla y bondadosa madre de familia, debía mostrarse condescendiente en aras de la justicia. Pero había sucedido todo lo contrario.
«¡Ah, es terrible! ¡Ay, ay, ay, es terrible! —repetía Stepán, incapaz de encontrar ninguna solución—. ¡Y qué bien iba todo hasta este momento, qué felices éramos! Dolly estaba satisfecha, contenta con los niños, yo no la estorbaba en nada, dejaba que se ocupara de ellos y de la administración de la casa. Ya sé que no está bien que esa persona trabajara de institutriz bajo nuestro propio techo. ¡No está bien! No deja de ser trivial y vulgar hacerle la corte a la institutriz de mis hijos. Pero ¡qué institutriz! —Recordó con viveza los pícaros ojos negros y la sonrisa de mademoiselle Rolland—. Además, mientras vivió en nuestra casa, no me permití nada. Y lo peor de todo es que ella ya… ¡Parece hecho a propósito! ¡Ay, ay, ay! Pero ¿qué puedo hacer? ¿Qué?».
No había ninguna respuesta, más allá de la que la vida da a las cuestiones más complicadas e irresolubles: vivir al día, o, dicho de otro modo, entregarse al olvido. Pero ya no podía buscar ese olvido en el sueño, al menos hasta la noche siguiente; ya no podía volver a aquella música interpretada por esas garrafitas que eran como mujeres; por tanto, debía buscar ese logro en el sueño de la vida.
«Ya veremos más tarde», se dijo Stepán Arkádevich y, levantándose, se puso la bata gris forrada de seda azul, hizo un nudo en el cordón, llenó de aire su poderosa caja torácica, se acercó a la ventana con esos andares resueltos de sus pies torcidos, que con tanta ligereza transportaban su recia figura, descorrió las cortinas y tiró con fuerza de la campanilla. No tardó en aparecer su viejo amigo, el ayuda de cámara Matvéi, trayéndole el traje, las botas y un telegrama. Le seguía el barbero con los útiles de afeitar.
—¿Han traído unos papeles de la oficina? —preguntó Stepán Arkádevich, cogiendo el telegrama y sentándose delante del espejo.
—Están en la mesa —respondió Matvéi, dirigiendo sobre su amo una mirada inquisitiva y afectuosa. Al cabo de un momento añadió con una sonrisita astuta—: Ha venido alguien de parte de los cocheros.
En lugar de responder, Stepán Arkádevich se quedó contemplando el reflejo de Matvéi en el espejo; de la mirada que intercambiaron se deducía que ambos se entendían a las mil maravillas. Era como si Stepán Arkádevich le estuviera preguntando: «¿Por qué me dices eso? ¿Es que no lo sabes?».
Matvéi metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, adelantó un pie y miró en silencio a su amo, con expresión bondadosa y una sutil sonrisa en los labios.
—Les he dicho que vuelvan el domingo, que hasta entonces no le molesten a usted ni se molesten ellos en vano —dijo el criado, que por lo visto había preparado la frase de antemano.
Stepán Arkádevich comprendió que Matvéi había querido gastarle una broma y atraer su atención. Después de rasgar el telegrama, lo leyó, adivinó el sentido de las palabras, plagadas de errores, como de costumbre, y su rostro resplandeció.
—Matvéi, mañana llega mi hermana Anna Arkádevna —dijo, deteniendo por un instante la mano gordezuela y reluciente del barbero, que estaba abriendo un rosado camino entre las largas patillas rizadas.
—Gracias a Dios —dijo Matvéi, dando a entender con esa respuesta que era tan consciente como su amo de la importancia de esa novedad: Anna Arkádevna, la querida hermana de su señor, podía contribuir a reconciliar al matrimonio—. ¿Sola o con su marido? —preguntó.
Stepán Arkádevich no pudo pronunciar palabra, porque en ese momento el barbero estaba ocupado con su labio superior, y se limitó a levantar un dedo. El criado, reflejado en el espejo, asintió con la cabeza.
—Sola. ¿Mando preparar las habitaciones de arriba?
—Díselo a Daria Aleksándrovna y que ella decida.
—¿A Daria Aleksándrovna? —exclamó Matvéi con aire dubitativo.
—Sí. Llévale el telegrama y ven luego a comunicarme lo que ha dicho.
«Quiere hacer una prueba», pensó el ayuda de cámara, pero se contentó con añadir:
—A sus órdenes.
Stepán Arkádevich, ya lavado y peinado, se disponía a vestirse cuando Matvéi, con el telegrama en la mano, entró en la habitación y avanzó con pasos lentos por la mullida alfombra, acompañado del ligero crujido de sus botas. El barbero ya se había marchado.
—Daria Aleksándrovna me ha pedido que le informe de que se marcha. Y que el señor, es decir, usted, haga lo que le parezca —dijo, sonriendo sólo con los ojos, las manos metidas en los bolsillos, la cabeza ladeada, la mirada fija en el amo.
Stepán Arkádevich guardó silencio unos instantes. Luego una sonrisa bondadosa y algo triste asomó a su hermoso rostro.
—¿Y qué te parece a ti, Matvéi? —preguntó, moviendo la cabeza.
—No se preocupe, señor, todo se enderezará —respondió el criado.
—¿Se enderezará?
—Seguro.
—¿Tú crees? ¿Quién está ahí? —preguntó Stepán Arkádevich, que había oído el rumor de un vestido detrás de la puerta.
—Soy yo —contestó una voz de mujer, firme y agradable, y al punto apareció en el umbral el rostro severo y picado de viruelas de Matriona Filimónovna, la niñera.
—¿Qué pasa, Matriona? —preguntó Stepán Arkádevich, saliéndole al encuentro.
A pesar de que Stepán Arkádevich era totalmente culpable ante su mujer, y así lo reconocía él mismo, casi todo el mundo en la casa, incluyendo la niñera, el sostén principal de Daria Aleksándrovna, estaba de su parte.
—¿Qué pasa? —dijo con pesar.
—Vaya a verla, señor, y pídale perdón una vez más. Puede que Dios le ampare. Sufre tanto que da pena mirarla, y en la casa todo está manga por hombro. Hay que compadecerse de los niños, señor. Pídale usted perdón. ¡Qué le vamos a hacer! El que algo quiere…
—Pero no me dejará entrar…
—Vaya de todos modos. Dios es misericordioso. Pídaselo usted, señor, pídaselo.
—Bueno, vale, vete —dijo Stepán Arkádevich, sonrojándose de pronto—. Vamos, dame la ropa —añadió, dirigiéndose a Matvéi, y se quitó con resolución la bata.
Soplando sobre unas invisibles motas de polvo, Matvéi sostenía ya la camisa como si fuera una collera y con evidente satisfacción envolvió el cuidado cuerpo de su señor.