Introducción

Anna Karénina se abre con una frase memorable y, si prescindimos de la octava parte, que Tolstói escribió principalmente para exponer su opinión sobre el tema candente del momento —la ayuda rusa a los insurgentes eslavos que luchaban en los Balcanes por sacudirse el yugo del poder otomano—, se cierra con los asombrosos capítulos finales de la séptima parte, ocupados en gran medida por ese discurso deshilvanado de Anna, caótico a la vez que certero, que anticipa ya el estilo de James Joyce. Entre medias queda espacio para casi todo. Si ya la novela es de por sí un ámbito de libertad, en Tolstói se convierte en un espacio casi infinito. Por las abrumadoras páginas de la novela discurren decenas de personajes y se abordan decenas de cuestiones. Algunas de ellas han aguantado el paso del tiempo y siguen siendo tan vigentes y emocionantes como en el momento de la aparición del libro.

A diferencia de otras novelas más o menos contemporáneas de tema análogo, Anna Karénina no es la historia de un adulterio, la exposición de un destino truncado por los vaivenes de la vida y las condiciones sociales de una determinada época, sino una fábula sobre la búsqueda de la felicidad. Para ello Tolstói analiza la vida de tres parejas —cuatro, si contamos la relación de Anna y su marido—, con sus vicisitudes únicas e irrepetibles, de las que, no obstante, pueden extraerse conclusiones generales. No en vano, Tolstói dejó escrito: «Hay que observar a muchas personas parecidas para poder crear un tipo definido».

A lo largo de la novela se intercalan las peripecias de esas tres parejas: Anna-Vronski, Levin-Kitty, Daria Aleksándrovna-Oblonski, siempre con Karenin por medio. En esa búsqueda de la felicidad dentro del ámbito de la familia el amor es un componente fundamental, pero no único. Si el matrimonio de Anna con Karenin fracasa porque falta el amor, el desastre de su relación con Vronski se debe a que tiene el amor como único centro. Anna lo ve con claridad y por eso se dedica con insistencia nerviosa a cuidar su físico y su atuendo: sabe que es su única arma para retener a Vronski, aunque tampoco ignora que su suerte está echada. La repetición, la convivencia, la costumbre ensombrecen en cierto modo sus encantos, privándolos del resplandor de los primeros tiempos. Poco a poco va dándose cuenta de que Vronski es cada vez menos sensible a su influjo, de que sus trayectorias, como dice con acierto, se han cruzado un momento y ahora no harán más que separarse. No pasa un solo día sin que sus relaciones se enturbien más y más, sin que ese espíritu maligno del que habla Anna encuentre nuevos motivos de confrontación, ahonde en la enemistad, insista en la distancia que los separa, magnifique los desencuentros. Anna llega a la conclusión de que, con el paso del tiempo, el amor se troca en odio, y entonces ya no caben componendas de ningún tipo. Como dice Karenin, no sin cierto tino, cuando Daria Aleksándrovna le recuerda el precepto bíblico de amar a los enemigos: «Se puede amar a quienes nos odian, pero no a quienes odiamos».

Tampoco la pareja formada por Oblonski y Daria Aleksándrovna alcanza el premio de la felicidad, aunque, desde luego, no puede decirse que Oblonski sea desdichado: sus continuas infidelidades se han convertido en una necesidad y no le crean problemas de conciencia. La belleza de su mujer se ha ajado, después de continuados embarazos, y ya no puede atraerle, como le confiesa a Levin cuando ambos pasan la noche en un pajar. Si ella no se entera de sus aventuras, no sufre y, mientras tanto, él se lo pasa bien. Simpático, manirroto, dicharachero, encantador, Oblonski es el amigo perfecto y un desastre como marido. Es evidente que Daria Aleksándrovna, con su abnegación y su dedicación total a los hijos, constituye un ejemplo para Tolstói. Por lo demás, es uno de los personajes más trágicos del libro, al igual que Seriozha, el desdichado hijo del matrimonio Karenin. Anna al menos es dueña de sus decisiones: se separa porque quiere y se mata porque quiere —por desesperación y deseo de venganza—. El destino de Daria Aleksándrovna y Seriozha lo trazan otros: son terceras personas quienes mueven los hilos y los condenan al sufrimiento, la soledad y la amargura.

La pareja formada por Kitty y Levin es la que Tolstói nos presenta como modelo. Levin es quizá el personaje más claramente autobiográfico de toda su obra, una especie de Tolstói sin talento, como decía su esposa. El autor puso en él no sólo muchos de sus rasgos físicos y de carácter, sino también sus inquietudes de terrateniente y su angustia ante la muerte, así como diversos episodios de su noviazgo y su vida de casado. Por ejemplo, la escena de la declaración ante la mesa de juego (lo cierto es que el episodio resulta poco creíble, pero, según el testimonio de la mujer, fue más o menos así como sucedieron las cosas), el incidente de la camisa el día de la boda o la entrega de los diarios de soltero, que causaron idéntica perplejidad y conmoción en la mujer de carne y hueso que era su esposa y en la criatura de ficción que es Kitty. El éxito de su vida en común, no exento, por lo demás, de negros nubarrones y dolorosas incertidumbres, en forma de discusiones por los motivos más banales y violentos ataques de celos con escasa justificación (Levin llega a echar de su casa a un joven galanteador, por lo demás bastante inofensivo), es que, aún basándose en el amor, cuenta con otros puntos de apoyo no menos sólidos: la vida familiar en el campo, una armoniosa división de papeles, la paternidad. Es un modelo de felicidad que no satisfará a muchos lectores y, en especial, a muchas lectoras. Como escribió Henry Troyat en su prolija biografía del escritor: «El universo de una esposa, según Tolstói, debería limitarse a la cama, la cocina y la cuna». Además, se entrevén inquietantes grietas y desconchaduras. Así, por ejemplo, cuando en el curso de sus reflexiones Levin parece llegar a una conclusión que le aplaca y le satisface —la idea innata del bien en los hombres, el concepto de Iglesia como suma común de todos los fieles—, recurre a un argumento un tanto endeble —en realidad, bastante endeble— para espantar las dudas que empiezan a asaltarle: «Como la razón no puede entender esa cuestión, no es lícito que me interrogue al respecto». Aunque nunca lo sabremos, cabe suponer que Levin, con su carácter inquieto y ese afán obsesivo por ponerlo todo en tela de juicio, no conseguirá detener el flujo imparable de dudas con un razonamiento tan poco sólido. Por otro lado, como se pone de manifiesto en las páginas finales del libro, todas las cosas que son importantes para él —el sentido de la vida, la angustia existencial, hasta sus propias actividades, aficiones y lecturas (en fin, el propio núcleo de su persona, lo que lo define de una manera más íntima y carnal)— apenas inquietan o preocupan a Kitty. De este modo, la anhelada comunión espiritual entre marido y mujer se convierte en un logro inalcanzable, en una suerte de quimera, como Levin no puede dejar de reconocer al final del libro, cuando concluye: «Es importante sólo para mí».

En la medida en que la vida de Levin y Kitty es un trasunto de la del propio Tolstói y su mujer, podemos concluir que sobre el futuro de la pareja se ciernen ominosas amenazas, peligros insoslayables. En el caso de Tolstói, la crisis espiritual que sufrió poco después de acabar Anna Karénina (de hecho, como se advierte en el capítulo final, se estaba gestando ya entonces) envenenó su vida familiar y acabó desembocando en una dramática huida en plena noche, a escondidas, y en su trágica muerte en la remota estación de Astápovo. En una de las instantáneas más desgarradoras que quizá se hayan tomado nunca, se ve a la condesa Tolstói de puntillas, espiando por la ventana de la caseta en la que agoniza su marido, con la esperanza de ver al menos de refilón su rostro, pues los hijos le habían prohibido la entrada. ¿Esperará a Kitty un destino semejante en los años de la vejez? Nunca lo sabremos. En cualquier caso, parece claro que la compenetración ideal con que sueñan los protagonistas («entre ellos no podía ni debía haber ningún secreto»), la aspiración a sentir como un solo ser, ya no se contempla como una posibilidad real al final de la obra. Es posible que, en su caso, se cumpliera la jocosa observación de Katavásov, solterón impenitente, cuando, antes de la boda de Levin, previene a éste de que, al casarse, verá limitada su libertad y su horizonte espiritual. Katavásov, naturalista de profesión, se interesa por la vida de las jibias y no quiere que ninguna mujer interfiera en su pasión. «La jibia no le impedirá amar a su mujer», le dice Levin, a lo que Katavásov responde: «La jibia no me impedirá amar a mi mujer, pero mi mujer sí a la jibia».

La novela, en fin, presenta un cuadro bastante sombrío de las relaciones de pareja, sujetas a un desgaste continuado que corroe los rasgos del ser amado hasta dejar al descubierto un nuevo rostro tan desconocido como abominable, con el que se convive un año y otro y otro más.

Entre los innumerables temas que desfilan por la novela, merece especial mención la obsesión por la muerte («Estaba también en él, la sentía. ¿Qué más daba que viniera mañana o dentro de treinta años?»). Recordemos que, de los doscientos cuarenta y nueve capítulos de que consta la novela, sólo uno lleva título, el vigésimo de la quinta parte, precisamente «La muerte». El horror del protagonista es el mismo que Tolstói plasmaría en las tortuosas, tensas y hermosas páginas que abren la Confesión y en el relato inacabado que lleva por título Memorias de un loco.

En la figura de Nikolái Levin, Tolstói describió la agonía de su hermano Dmitri, que también convivió con una prostituta a la que sacó de un burdel.

Merecen también algún comentario las digresiones sobre el arte que aparecen en la quinta parte, y, en no menor medida, las consideraciones críticas sobre la música de orientación wagneriana que se exponen en la parte siguiente.

En la figura del pintor Mijáilov, Tolstói representó a un dotado artista, y lo comparó con Vronski, un mero aficionado, que ha cogido los pinceles porque no tiene nada mejor que hacer. El contraste le sirve para contraponer con gran brillantez afición y vocación, actitud y talento. En ese sentido, son significativos sus comentarios sobre la técnica, como la capacidad mecánica de pintar y dibujar, con independencia del tema o motivo. Extrapolando el ejemplo, se podría hablar también del arte de escribir bien, con frases elegantes y copioso vocabulario, más allá de las tramas y los argumentos. Para Tolstói tal técnica es algo meramente externo, ajeno por completo a la obra de arte. De ahí su rechazo a la poesía pura, su incapacidad para comprender un arte puramente formal, carente de contenido, pero de exquisito acabado exterior. Años más tarde expondría esas ideas con mayor virulencia e indudable brillantez en su ensayo más interesante y también más polémico y discutible, ¿Qué es el arte?

Es magnífica la comparación que establece entre el artista dedicado en cuerpo y alma a su obra y la labor efímera y un tanto triste del diletante: «No se puede impedir que un hombre modele una gran muñeca de cera y la bese. Pero, si el individuo de la muñeca se sentara delante de un hombre enamorado y se pusiera a acariciar a su criatura como el otro acaricia a su amada, el hombre enamorado se sentiría molesto».

También encontrarán eco en las páginas hirvientes de ¿Qué es el arte? sus virulentos ataques a la música de programa, y a ese intento de fusión de distintas disciplinas artísticas. Para Tolstói cada forma de arte tiene sus propias reglas, intransferibles y únicas, que no es posible combinar sin que una de ellas resulte perjudicada. De ahí su rechazo de la ópera como género, en la medida en que combina el arte musical y el dramático, y su crítica de casi toda la música contemporánea, con su obsesión por reproducir efectos de disciplinas artísticas ajenas, como juegos de luz y color, efusiones líricas, etcétera.

A pesar de que Tolstói a veces es un prosista un tanto desmañado (nada que ver con las armonías y el equilibrio perfecto de las frases de Turguénev), la novela rebosa poesía por los cuatro costados. Los ejemplos son tan numerosos que resulta imposible enumerarlos. Por todas partes aparecen comentarios e indicios simbólicos, correspondencias, líneas que se cruzan, círculos que se cierran. A Anna la vemos por primera y última vez en una estación. El accidente del guardagujas presagia su final, como ella misma presiente de una forma oscura. Cuando se entera del accidente al llegar a Moscú, rebosante de alegría y vitalidad, sus labios tiemblan y sus ojos se llenan de lágrimas. Su hermano, el ufano Oblonski, le pregunta si le pasa algo y ella responde: «Veo un mal presagio». Anna llega a Moscú para salvar el matrimonio de su hermano y lo hace a costa de acabar con el suyo. En las primeras páginas la vemos en compañía de Kitty y en las últimas también. Todo parece un juego de simetrías y contrastes.

Es imposible no ver el simbolismo que encierra la caída de Fru Fru, durante las carreras. Un movimiento en falso de Vronski hace que la yegua se rompa el espinazo y agonice en el suelo, ante la mirada impotente del jinete. Tampoco Vronski se volvió después de la última entrevista con Anna. Otro movimiento en falso que acaba con otra vida. No menos premonitorio es el juego infantil de Seriozha con sus compañeros, imitando la marcha de un tren.

Difícilmente se puede olvidar la poética y conmovedora imagen de la vela al final de la vida de Anna, que ya había aparecido antes: «¿Por qué no apagar la vela cuando ya no hay nada que ver, cuando a uno le repugna todo lo que ve?».

¿Y qué decir de la ominosa pesadilla que comparten Anna y Vronski, del frío terror que se apodera de ambos cuando Anna le cuenta su espantoso sueño y Vronski reconoce los rasgos de la misma historia urdida por su imaginación? El hombrecillo inquietante y horrendo, los golpes en el hierro, las palabras chapurreadas en francés…

Anna Karénina, una novela imbuida de libertad, es al mismo tiempo inamovible en sus reglas, necesaria en su desenlace. Daria Aleksándrovna y Oblonski no pueden separarse. Anna y Vronski no pueden entenderse. Todo parece conducir a una conclusión inevitable, que ni el propio autor parece en condiciones de cambiar. No en vano, a Tolstói le gustaba una anécdota que se contaba de Pushkin: un día, comentando con una amiga el desenlace de su novela en verso Yevgueni Onieguin, habría dicho de la heroína de la obra: «Jamás me habría esperado eso de Tatiana».

Cabe destacar también la enorme objetividad con que está escrita la novela. Imposible buscar culpables e inocentes, víctimas y verdugos, buenos y malos. En las páginas de Anna Karénina el lector encontrará seres humanos, con errores y aciertos y una línea de conducta inamovible, dados los hábitos, la posición, el carácter y el pasado de cada personaje. Tolstói dijo en una ocasión: «He comprobado que un relato impresiona mucho más cuando no se sabe de qué parte está el autor». Desde ese punto de vista, todos los personajes encuentran una justificación, porque no pueden obrar de otro modo. Sólo figuras secundarias merecen la plena condena de Tolstói: la pietista madame Stahl, con su humildad de puertas afuera y sus ataques de malhumor, o las santurronas petersburguesas que han caído en las redes del espiritismo, tan diligentes para propugnar el bien como para perpetrar el mal.

Anna Karénina es quizá la obra maestra de un escritor deslumbrante que en un determinado momento abjuró de su arte. Después de internarse en la peligrosa senda de la admonición y la propaganda ideológica, Tolstói renegó del conjunto de su obra, salvando sólo un par de relatos cortos. Su rechazo obedecía no sólo a razones de tipo religioso y moral, sino también estilísticas. De escritor detallista y puntilloso —es difícil que Tolstói deje escapar a un solo personaje sin haberlo caracterizado de alguna manera, con un gesto, un rasgo físico, un detalle de su atuendo, y a menudo con una generosa combinación de todas y cada una de estas cosas— pasó a propugnar el estilo esquemático, desnudo de precisiones superfluas de tiempo y lugar de la bíblica historia de José y sus hermanos. En Anna Karénina alcanzan su perfección esos párrafos hinchados, rebosantes de información, esos detalles milimétricos, esa penetración obsesiva para que no se le escape un solo aspecto revelador, un solo pormenor certero de cualquiera de sus personajes. De ahí también esa repetición insistente de algunos epítetos e imágenes, porque se trata de rasgos físicos o ademanes que definen de alguna manera, a veces a su pesar, la pasta de los personajes: las orejas de soplillo de Karenin, los dientes fuertes y regulares de Vronski, los ojos soñadores de Lidia Ivánovna, los andares saltarines de Oblonski.

En lo que respecta al estilo, no estaría de más citar el siguiente episodio: durante el verano de 1877, encontrándose en Yásnaia Polaina, Nikolái Strájov, filósofo y ensayista, amigo también de Dostoievski, participó en la revisión de Anna Karénina con vistas a su publicación en forma de libro. Tolstói aceptó algunas de sus propuestas, pero rechazó la mayoría. Más tarde Strájov escribió: «En lo que concierne a mis correcciones, que casi siempre tienen que ver con el idioma, he notado que Lev Nikoláievich defiende tenazmente sus expresiones y hasta se niega a los cambios más anodinos. Por sus explicaciones pude convencerme de que le importa mucho su texto y que, a pesar de la negligencia y la aparente torpeza de su estilo, ha sopesado cada palabra y moldeado cada frase como el más exigente de los poetas».

Tolstói comentaría en una ocasión: «Si me dijeran que dentro de unos veinte años los que ahora son niños leerán mis escritos, y que esa lectura les hará reír, llorar y amar la vida, dedicaría todo mi tiempo y todos mis esfuerzos a esa tarea». Ahora que se cumple el centenario de su muerte podemos decir con justicia que su deseo se ha cumplido con creces.

Antes de terminar, no estaría de más recordar una anécdota que cuenta Nabokov, no por improbable menos hermosa: «Un día de tedio, cuando ya era anciano, muchos años después de que dejara de escribir novelas, cogió un libro y, empezando a leer por la mitad, se fue interesando y le fue agradando mucho, hasta que miró el título y vio: Anna Karénina, por Lev Tolstói».

Anna Karénina se publicó por entregas en El Mensajero Ruso a partir del mes de enero de 1875. La revista se negó a publicar la última parte de la novela, porque las opiniones que allí se vertían sobre los voluntarios rusos entraban en contradicción con su línea editorial, y Tolstói decidió editarla por su cuenta.

El plan de la obra fue madurando poco a poco. Tolstói le mencionó a su mujer por primera vez el argumento ya en 1870, pero, ocupado con otros proyectos y asuntos, no volvió a referirse al tema hasta 1873.

En el origen de la novela se sitúa un fragmento de Pushkin que empieza así: «Los invitados se reunieron en la casa de campo». A Tolstói le encantó esa manera de entrar en materia sin explicaciones previas y decidió seguir ese modelo. Entusiasmado con el proyecto, y convencido de tener todo el plan en su cabeza, expresó a un amigo su parecer de que la novela estaría lista en dos semanas, pero lo cierto es que el trabajo se prolongó, con numerosas interrupciones, cinco años enteros, hasta 1878, cuando la novela apareció por primera vez en forma de libro.

Para la traducción he utilizado la edición de Obras completas en veintidós tomos publicada por la editorial Judozhestvenaia Literatura en 1981.

Víctor Gallego Ballestero