La trataban a empujones, cogiéndola del antebrazo con fuerza. La llevaban a través de pasillos oscuros y mal olientes. Interminables pasadizos que no sabía dónde acabarían ni a qué infierno la acercaban.
Escuchaba a hombres hablar en fenya. Sus mismos secuestradores hablaban en ese idioma, y ella había entendido parte de la conversación dentro de la furgoneta, aguantando todo tipo de frases despectivas:
«Esta está muy buena», «Si yo la pudiera comprar, la tendría todo el día ocupada chupándome la polla», «Tiene unas tetas…»
Uno la había magreado. Leslie había fingido estar inconsciente mientras le retorcía el pezón con saña.
«La puta no se despierta. ¿Y si aprovechamos y se la metemos mientras duerme?». «No podemos tocar este material —decía otro—. Se supone que los nuevos paquetes deben venderse a los altos cargos, y ya perdieron sus pedidos hace poco con la sumisas del torneo del sovetnik. Nada de malograr el producto, Kirnov».
Sí. Era un producto.
Leslie quería descubrirse los ojos, que llevaba tapados con una cinta negra, y otear su alrededor.
¿Qué era aquello? ¿Un prostíbulo?
Escuchaba llantos y gemidos de mujeres, y palabras susurrantes de hombres que decían todo tipo de obscenidades en voz baja, como si se creyeran que una mujer quería escuchar aquellas cosas mientras estaba siendo violada.
Olía a sexo. A sangre y a humillación.
Después de caminar veinte metros más y descender unas escaleras, se encontró con otro universo distinto. Todo cambió.
Silencio. Perfumes de colonias caras. Olor a puros cubanos y a cigarros nada baratos. Y música… Música clásica, la típica que pondría un hombre frío y sin alma mientras torturaba a su víctima o elegía a una mujer para comprarla y follársela a su antojo de todas las maneras posibles e imaginables.
Y, entonces, Leslie lo supo.
Estaba de lleno en la criba; de lleno en la subasta.
—Siéntala aquí e inyéctale la droga de Keon —dijo un hombre—. Vamos a necesitar más.
Leslie se alarmó. Joder, usaban la misma droga que en el torneo para subir la libido de las mujeres. Keon había sido en las Islas Vírgenes el diseñador de popper con la variación de cristal, y lo acababan de nombrar.
La empujaron y ella cayó sobre una silla de madera. Le cogieron un brazo y le ataron la parte superior con una goma para cortarle la circulación, y así hacer que emergiera la vena.
—El pakhan ha pedido reorganizar a los químicos, pero con Keon entre rejas va a ser difícil elaborar la droga con la misma fórmula… Yegor está valorando a las chicas. Tiene el catálogo abierto de los compradores y está cogiendo a mujeres parecidas a las que ya habían comprado en Estados Unidos. Necesitan darle un suplemento a los clientes. Aunque no sean las originales, cree que se pueden conformar con la nueva remesa.
—Yo me conformo con esta —dijo el tipo que iba a inyectarle la droga—. Un poquitín de líquido del abandono y lubricará como una guarra.
—Ni la toques, Kirnov.
Leslie deseaba crujir a Kirnov a la antigua usanza. Hueso por hueso. Y si Markus estaba al otro lado de la línea, suponía que al ruso le gustaría hacerle lo mismo.
Intentó ignorar el pinchazo en el brazo y controlar su estado mental todo lo que pudo y más. Pero… no lo logró.
La droga recorrió su vena y fue directa a su circulación…, relajando sus músculos y atontando su mente.
El popper era un afrodisiaco y un inhibidor del dolor. Si deseaban hacerle daño y abusar de ella, no pondría demasiada resistencia.
Pero lucharía hasta el final.
—Desnúdala, Kirnov. Déjala en ropa interior. No quiero verle ni una marca —dijo el hombre—, ni quiero que la excites. Tenemos a los clientes actuales en cabinas, al otro lado de la sala, así que pórtate bien.
—Entendido —contestó Kirnov, aunque su tono de voz reflejaba que estaba en desacuerdo.
Leslie tenía pavor a quedarse a solas e indefensa con ese hombre. Estaba claro que lo que él quería era beneficiársela.
¿Cómo iba a pelear con las manos atadas a la espalda y con el caudal de droga fluyendo por todo su cuerpo?
Kirnov le quitó los pantalones y la camiseta, y la dejó en braguitas y en sostén.
—Vaya, morena… Eres todo lo que insinúas. —El mafioso le tocó un pecho y después coló la mano entre sus piernas—. ¿Y ahora qué? Seguro que incluso te gusta lo que te hago…
—Te mataré… —le dijo Leslie en inglés.
—No lo creo —respondió el ruso—. Primero —la levantó de la silla, la obligó a caminar hacia delante y la tumbó sobre una camilla de hospital—, te van a inspeccionar.
Un hombre, de pelo rizado y gafas, entró en el habitáculo y Kirnov le abrió las piernas todo lo que pudo. Leslie no tenía fuerzas ni para luchar.
El hombre le retiró las braguitas, y a Leslie se le saltaron las lágrimas. Con unos guantes le introdujo un dedo y después levantó la mirada negra hacia ella y sonrió.
—Virgen.
—Sí, soy virgen, hijo de puta… —aseguró Leslie.
—No por mucho tiempo —replicó el doctor mientras le miraba los dientes y el cuero cabelludo.
—Vas a salir ahí afuera para que te vean —dijo Kirnov incorporándola—. Y, cuando alguien te compre, si es que te compran, te tendré que preparar para él. Te follaré. Pero te lo haré por detrás, para que conserves tu himen. Pero si nadie te compra, monada —Kirnov le lamió la mejilla—, te quedas en mi club, y pienso sacar una pasta por ti. No me durarás ni un año, guarra.
Leslie apretó los labios y se sintió ultrajada por el vocabulario que ese tipo utilizaba con ella. ¿Qué se había creído que era? Era una persona. Pero la llamaba puta solo por ser mujer. Incluso las putas tenían más orgullo y honor en la uña de su dedo meñique de lo que él tenía en todo su despreciable ser.
No lo tuvo que pensar demasiado: había llegado el momento.
Lo que fuera que iba a suceder allí le daba pavor, y solo había algo que temieran los hombres que habían vendido su alma: al demonio.
—Demon… —susurró Leslie cuando desapareció detrás de las cortinas, para que la llevaran al escaparate principal de la subasta.