No habían dormido nada durante la noche.
Ni uno ni otro.
Markus descansó en el sofá, y Leslie en la cama.
Estaban agotados del viaje y también de su incomodidad. El silencio se había implantado entre ellos como una norma irrenunciable. Uno no invadía el espacio del otro y, simplemente, solo se dirigían la palabra para tener claros los puntos de la misión que debían emprender al día siguiente.
A las diez de la mañana llegaban los vuelos con más pasajeros. Muchos de ellos directamente desde Estados Unidos para presenciar ese macroconcierto en Hyde Park.
Se habían vestido de manera informal: vaqueros, calzado deportivo y camisetas. Markus llevaba una camiseta sin mangas negra y con capucha, unos pantalones tejanos bajos de cintura y el mismo calzado que la noche anterior.
Leslie se había puesto unas Converse rojas de bota alta semiatadas, una camiseta negra holgada de tirantes que dejaba entrever su sostén rojo y unos tejanos azules gastados.
Markus seguía viéndola preciosa, aunque apenas llevara maquillaje y se vistiera de manera casual y deportiva. Leslie continuaba siendo una belleza.
Los dos se quedaron en la cafetería de enfrente del pasillo de llegadas. Diferentes tipos de pasajeros cruzaban esas puertas con distintas expresiones en sus rostros; los ejecutivos que viajaban solo por negocios; los matrimonios mayores que en época de vacaciones visitaban a sus familiares; los que llegaban con promesas de trabajo y una vida mejor; y los que regresaban a casa derrotados porque esa misma promesa era una falacia en otros países en los que habían ido a labrarse un futuro. Todos y cada uno de ellos tenían cabida en Londres.
Y después estaban los grupos de adolescentes y mujeres hechas y derechas que llegaban en manadas para el evento londinense y popular, ajenas a los buitres que las captarían y las acecharían para sus propios fines.
Ajenas a la posibilidad de que aquel fuera, para las más confiadas y desafortunadas, su último viaje.
Por eso los dos agentes secretos estaban ahí. Bien es cierto que no podrían detener los movimientos de todos los captadores, pero tenían un plan, uno arriesgado y extremadamente peligroso. No obstante, sin riesgo no habría victoria.
Buscaban a los ganchos: los encargados de atraer a las abejas con el olor inconfundible de la miel.
—El de la camiseta blanca, pantalones negros de pinzas y el pelo de punta y rubio —dijo Leslie.
Estaban sentados en la cafetería y desde ahí controlaban todos los movimientos desde hacía tres largas horas.
Markus también tenía vigilado al mismo sujeto.
Desde que los dos agentes habían llegado para desayunar y hacer sus respectivas guardias, el objeto de su vigilancia, un chico de unos treinta años muy atractivo y muy bien vestido, controlaba las llegadas de los aviones a través del panel de información y hacía llamadas constantemente.
A cada oleada de llegadas, miraba a todas las visitantes y llamaba en cuanto localizaba a grupos de dos o tres chicas que viajaban solas y eran atractivas.
—Míralo. ¿Ves? —decía Leslie tomándose un largo café con hielo—. Ahora sale y se va a la zona de los taxis del aeropuerto. Coge su maleta de mano, se queda allí durante una media hora y después vuelve a entrar.
—Si este es uno de los ganchos, tiene que hablar con los taxistas que formen parte de su bratva y avisarlos para que estén preparados. Allí, mientras espera a que lleguen, seguramente, se acerque a algunas de las chicas y entable conversación con ellas.
—Ellas responderán porque es un chico guapo y simpático, y él empezará a hacerles preguntas… Cretino —gruñó Leslie—. Ahora sale de nuevo.
El hombre se colocaba detrás de un par de jovencitas pelirrojas que escuchaban la música de sus iPods y bailoteaban felices de estar en tierra extranjera. No tendrían más de veinte años.
—Vamos —dijo Markus, dejando el dinero encima de la mesa y cogiendo a Leslie de la mano.
La agente se levantó debido al impulso y la fuerza del ruso, y caminó tras él, casi a trompicones.
—Pero ¿qué haces? ¿Markus?
Leslie solo veía la ancha espalda del agente y su pelo insolente hacia arriba. ¿Qué le había dado? ¿Por qué la llevaba así?
—Vamos a ver qué hace el guaperas.
Aquel tono no le gustó nada. De repente, Markus parecía un animal visceral decidido a arrancarle la cabeza al rubio. Y aquello no estaba dentro de sus planes. Se suponía que debían actuar con mucha discreción, pero, si seguían así, despertarían la curiosidad de los que los rodeaban.
—Tenemos que ver con qué taxis trabaja. Vamos a controlar las matrículas. Ellos nos llevarán al siguiente destino. De abajo arriba, pasando por todos los escalones intermedios.
—Pero no tenemos por qué hacerlo así —apuntó Leslie más tranquila—. Tenemos un pasaje directo al vor. Y lo tienes delante de ti. ¡Moi! —Se señaló.
Markus la miró de reojo. Lo que había en la superficie de sus ojos no acabó de convencer a Leslie.
—Un momento, Lébedev. —Intentó detenerle, pero Markus iba más rápido—. No vamos a cambiar de planes, ¿verdad?
—No lo haremos. Vamos —respondió, y tiró de ella.
***
El chico rubio seguía a las pelirrojas de cerca. Cuando las dos jóvenes se pusieron a la cola de los black cab, el chico rubio las detuvo.
—Perdonad, chicas.
Las dos jóvenes se giraron. Cuando vieron al atractivo ejemplar que tenían en frente, se miraron la una a la otra y sonrieron.
—¿Sois de aquí?
—¿Nosotras? No —contestó la más alta de las dos.
—Ah… —El chico puso cara de circunstancias—. Lo siento. Pensaba que erais inglesas.
La más bajita sonrió.
—¿Por qué has pensado eso?
—El pelo… —señaló el chico rubio con una adorable vergonzosa sonrisa—. Inglaterra está llena de pelirrojas.
Las dos chicas se rieron, y el chico aprovechó para levantar la mirada azul y clara y buscar un taxi. Su taxi particular.
—Bueno, entonces, ¿no sois de aquí?
—No… Somos norteamericanas. ¿Y tú?
—Irlandés.
Las chicas volvieron a sonreírse con complicidad.
—Entonces, ¿no me podéis ayudar? Una lástima —chasqueó, coqueto.
—Depende —contestó la más bajita, flirteando abiertamente con él—. ¿En qué te podemos ayudar?
—Tal vez lo conozcáis. Mañana por la tarde he quedado en el The Church. Y no tengo ni idea de…
—¡El The Church! —exclamaron las dos.
Uno de ellas, la pequeña, con pecas en la nariz y unos ojos marrones y grandes, dijo:
—Nosotras también vamos mañana por la tarde. Es una prefiesta que han preparado los organizadores del concierto de Hyde Park para todos los asistentes. ¿Vas al concierto?
—Sí —contestó él, más relajado—. Pero me han dicho que tenemos que ir disfrazados, con conjuntos llamativos y ropa que no tengo…
—Ropa que no pegue ni con cola, sí —añadió la alta.
—El problema es que no dispongo de ropa de ese tipo y necesitaría ir a comprar algo de eso o no me dejarán entrar. Y no sé dónde conseguirla.
—Si quieres, podemos acompañarte. Me hablaron de un sitio, en Oxford Street. Nosotras nos hospedamos en el piso de una amiga allí mismo.
El rubio miró fijamente al taxi que giraba la curva y llegaba hasta donde estaban ellos.
—¿De verdad? Pues me haríais un gran favor. ¿No os importaría? —preguntó, acercándose a la acera y llamando al taxi.
—¡No! ¡Por supuesto que no! —contestaron ellas, confiadas.
—Os doy mi teléfono —dijo el joven, dándoles una tarjeta blanca y abriéndoles la puerta del taxi—. Cuando os apetezca, me llamáis, y vosotras decidís cuándo vamos, ¿de acuerdo? ¿Me llamaréis?
Las dos jóvenes sonrieron al leer la tarjeta.
—¿Te llamas Patrick?
—Sí.
—Te llamaremos, Patrick —dijo la más bajita mientras entraba al taxi.
El black cab se llevó a las jóvenes del aeropuerto, y el chico rubio, cuyo nombre real no era Patrick, se dio la vuelta y sacó su blackberry negra para volver a llamar a su contacto al otro lado de la línea.
—Segundo paquete del día preparado. Voy a por más.
***
Markus y Leslie dejaron que el chico pasara por su lado. Escucharon sus palabras a la perfección y fotografiaron el taxi en el que las jóvenes se fueron.
—Ese coche tiene que volver. Estaremos atentos —murmuró Markus sin dejar de mirar fijamente al rubio.
—¿Has visto la mano derecha del taxista? Tenía un dragón mordiéndose la cola —susurró Leslie, agrandando las imágenes que había tomado con su teléfono móvil—. Se las voy a enviar directamente a…
—No —le ordenó Markus. Sabía que Leslie estaba decidida a informar a Montgomery y a Spurs, pero él tenía otro plan. Un plan en el que no intervenían ni unos ni otros.
—¿No qué, Lébedev? —preguntó arqueando las cejas negras y mirando absorta la mano que cubría su móvil por completo—. He hecho fotos al contacto y al taxista.
—Suelta el teléfono. Dámelo.
Leslie frunció el ceño.
—¿Qué? No. Ni hablar.
—Suéltalo, Leslie.
—¿Por qué? Tenemos que informar a nuestros superiores, Lébedev. Es una misión internacional y debemos seguir los protocolos. Por eso tenemos estos móviles.
—Ya no, Leslie. —Le quitó el teléfono. Tomó una Coca-Cola del McDonalds de la mano de un adolescente rapero y, ante el pasmo del chico, la abrió y sumergió el teléfono en el líquido frío y gaseoso.
—¡Pero ¿te has vuelto loco o qué?! —gritó ella, histérica.
—Lo siento —dijo Markus disculpándose con el chico, que no salía de su asombro—. Toma —le dio dos libras—. Ve a comprarte otra.
—Ve tú, cabrón —le increpó el chico, alejándose de él y enviándolo con su madre una y cien veces.
—Toma. —Markus, impasible, le ofreció la bebida a Leslie—. Tu teléfono.
No se lo podía creer. El único medio de contacto con sus organizaciones nadaba sumergido en una improvisada bañera de Coca-Cola.
Ahora estaban más expuestos que nunca. No tendrían respaldo. ¿Cómo llamarían a los refuerzos cuando los necesitaran? No tenían contactos de la SOCA tampoco. Se habían quedado más solos que la una.
—¿Qué demonios tramas, Markus? —preguntó, irritada y ofendida—. No puedes hacer esto.
—Ya lo he hecho.
El ruso volvió a cogerla de la mano y tiró de ella, pero Leslie se liberó con un movimiento de su muñeca.
—Voy a denunciarte, cretino.
Markus se detuvo y la miró por encima del hombro.
—Si lo haces, nunca llegaremos al centro neurálgico de los traficantes de personas. Confía en mí. Sé de lo que hablo. —La poca conciencia que le quedaba sabía que se estaba comportando como un mezquino y que iba a ponerla en peligro de muerte. Pero no iba a permitir que le sucediera nada.
—Puede que tengas más experiencia en este tipo de casos, Markus. Pero hago lo mismo que tú y acabas de perderme el respeto.
—Leslie. —Markus se colocó cara a cara con ella y habló en voz baja, con toda la sinceridad que podía permitirse sin revelar demasiado—. Eres mi compañera.
—No lo soy. No cuentas conmigo.
—Lo que vas a ver, todo lo que vas a descubrir a mi lado, no lo ha visto casi nadie en el mundo. No quiero medallas. No quiero reconocimiento. Solo justicia. Si resolvemos el caso, llévate tú todas las felicitaciones. Yo no las necesito. Pero este es el único modo que conozco para llegar al fondo de la cuestión.
Leslie ya no le creía. Su sentido común le decía que cogiera un billete y se volviera a Estados Unidos. No podía trabajar con un hombre que iba por libre y que acababa de dejarlos incomunicados.
Su honor y su profesionalidad le recordaban que aquel era su trabajo y que le habían confiado una misión que no podía abandonar por un malentendido con su binomio.
Sin embargo, su intuición, a la que casi nunca escuchaba, pues ella era más empírica, le gritaba que se quedara y le siguiera. Algo que no podía ver, una fuerza que la atraía hacia él, la empujaba a seguirle la corriente.
¿Qué era lo que Markus tenía preparado?
—¿Qué modo conoces para continuar, Markus? ¿Cuál es tu plan? —preguntó después de un largo silencio en el que los dos se midieron como agentes y personas.
—Sin normas. Sin protocolos. Mi modo. Una misión exprés.
Markus no titubeaba en su respuesta. Parecía sereno como un comandante y fiable como un capitán.
—¿Una misión exprés?
—Después de lo que vamos a hacer, jugaremos con la improvisación y también con la sorpresa. No tendremos más de cuarenta y ocho horas para dar con el Drakon. Si se mete la SOCA, el FBI y el SVR de por medio, Leslie, perderemos la oportunidad que tenemos entre manos.
—Por Dios… ¿Cuánto hace que tenías planeado esto?
—Desde el mismo momento en el que salí del caso AyM y me adjudicaron compañero. Créeme. Es el único modo de que los dos nos mantengamos con vida. Esta gente te descubre si pasas demasiado tiempo en sus círculos. No puedes confiar en nadie.
—¡Pero mentiste! ¡Mentiste a Montgomery, a Spurs, me mentiste a mí y a tus superiores! Dijiste que me utilizarías como cebo y que nos infiltraríamos.
—¡Ya me infiltré una vez y no funcionó! —protestó él con gesto severo—. Infiltrarse no es seguro ¡y menos con esta gente! No volveré a lo mismo y no arriesgaré la vida de más personas —dijo, rotundo.
Leslie frunció el ceño. ¿De qué hablaba? ¿La vida de quién había arriesgado al infiltrarse?
—No podemos actuar a pecho descubierto —repuso ella, insegura—. Solo somos tú y yo. No tenemos cobertura de ningún tipo, Lébedev —musitó anonadada—. Esto es una locura… ¿No lo entiendes?
—Me han dicho que eres la mejor compañera que puedo tener. Y creo, Leslie, que no me han engañado. Pero todavía no me has demostrado que pueda confiar en ti. En mi tierra, la palabra «compañero» abarca mucho más que ser el binomio de trabajo.
—No tengo que demostrarte nada.
—Si me sigues, lo conseguiremos juntos, Connelly. Regresarás a tu país con más galones de los que tienes.
—No me mueven los galones. Lo hago porque es lo que debo de hacer y porque hay vidas en juego.
—Pero sí te gusta que te respeten. Nadie podrá toserte si cogemos a Drakon.
Leslie meditó sus palabras.
Tenía un contacto directo a tiro. Alguien que podría llevarle a la bratva principal de trata de personas sin necesidad de infiltrarse demasiado tiempo y de arriesgarse a que la descubrieran y le hicieran todo tipo de perrerías. ¿Arriesgaría su vida al lado de Markus?
—Eres valiente, Leslie. Sé que te gusta la acción. Te ofrezco cuarenta y ocho horas de pura adrenalina, Khamaleona. Delo? —Le ofreció la mano derecha—. ¿Trato hecho?
Leslie, increíble e irremediablemente, confió en él y aceptó su mano. No tenía nada que perder, ya estaba metida en el ajo y llena de barro hasta las rodillas.
—Delo.
Y confió del mismo modo en que las dos pelirrojas se habían fiado de la bondad de Patrick. Pero, lamentablemente, ellas se equivocaban.
La pregunta era: ¿también lo haría Leslie?
—Ponte la gorra negra que llevas en el bolsillo del pantalón —le ordenó Markus mientras él se cubría con la capucha oscura de su camiseta sin mangas y de algodón—. Vamos a por el rubio.
***
El chico rubio acababa de entrar en el baño.
Markus y Leslie lo habían seguido. Iban a dialogar con él.
En el argot policial de ella eso quería decir interrogarlo y coaccionarlo.
En el argot de él era algo completamente diferente.
Tenían idiomas distintos, pero se veían obligados a entenderse.
La joven vigiló que nadie entrara en el aseo de chicos y para ello se encargó de robar del carro de la mujer de la limpieza, que estaba trabajando en otros baños, un cartelito amarillo de fuera de servicio.
Patrick se metió en el aseo, seguido de Markus. Leslie colocó el cartel y cerró la puerta tras ella.
El rubio levantó la mirada a través del espejo. Se estaba lavando las manos y su rostro se mostró perplejo al ver a una mujer en las dependencias de los hombres.
—Se ha equivocado —dijo sin más.
Leslie se cubrió con la gorra negra y se cruzó de brazos, mientras seguía apoyada en la puerta.
Markus estaba al lado de Patrick, lavándose las manos. Patrick le miró.
—¿Qué hace una mujer aquí adentro?
Markus se secó las manos en el dispensador de aire caliente y se encogió de hombros sin mostrar su rostro ni una sola vez.
Se dio la vuelta y cuando se colocó detrás del individuo, lo agarró del cuello de la camiseta blanca y le estampó la cara en el cristal.
Al chico no le dio tiempo a reaccionar. Las lunas le cortaron la frente y un escandaloso chorro de sangre emanó de su herida.
—Pero, qué…
—¡Las cadenas! ¡Tira de las cadenas! —le urgió Markus a Leslie, mientras metía a Patrick en un baño.
Leslie no tardó en reaccionar. Le había sorprendido la improvisación de Markus y su violencia desmesurada, pero había tomado una decisión: le seguiría y vería hasta dónde llegaban según sus métodos.
Tiró de las cadenas de tres de los retretes.
Y Markus empezó a golpear a Patrick duramente. Sus gritos no se escuchaban debido al ruido que hacía el agua al correr y al sonido del extractor de aire caliente que todavía seguía funcionando.
Sentado en la taza, con el rostro cubierto de sangre, Patrick apenas se mantenía en pie. Había recibido una buena tanda de puñetazos. Cada vez más fuertes.
—¿Tengo tu atención? —le dio un cachete en la mejilla, amoratada—. ¿Eh, guaperas? ¿Tengo tu atención, Patrick?
El rubio parpadeó atónito y su rictus cambió de la estupefacción al terror.
—No… No me mates…
—Las chicas. Las chicas que has conocido. ¿Qué harán cuando se las lleven? —Le dio otro cachetazo—. ¡Contesta!
Leslie miraba la escena, impasible.
En realidad, si ese tipo que se hacía llamar Patrick hacía lo que hacía, no merecía ningún tipo de misericordia.
—¿Las chicas? —repitió escupiendo un diente.
—Sí, joder. No hagas que pierda el tiempo. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una navaja de doble filo, dentada—. Respóndeme o empiezo a convertirte el cuádriceps en una carnicería. Tú verás.
Patrick negó con la cabeza. No entendía cómo lo habían cazado.
—¡Respóndeme!
—¡No lo sé!
Markus apretó los dientes y miró a Leslie, indicándole con ese gesto lo que debía de hacer.
Leslie volvió a tirar de la cadena, y Markus procedió igual que antes.
Ella se dio cuenta de que era un torturador. Sabía dónde golpear para hacer sucumbir a un hombre por el dolor sin llegar a matarlo.
Sabía cómo mantenerlo consciente.
—El taxista —repitió Markus—. ¿Cuál es su número? —Metió su mano, con los nudillos ensangrentados, en el bolsillo del pantalón de pinzas de Patrick y sacó su móvil para mostrarle la pantalla a la altura de los ojos—. ¿Cómo se llama? —Ante el silencio del chico, Markus lo empezó a ahogar apretándole del pescuezo.
—¡Ye…! ¡Ye…!
—Déjalo hablar o le matarás. Está intentando decírtelo —intervino Leslie con calma.
¿A quién veía Markus cuando golpeaba a Patrick? ¿Qué era lo que registraban sus ojos? ¿Veía a ese hombre, a ese gancho? ¿Veía acaso a uno de sus fantasmas? ¿Quién era Markus y qué había perdido al infiltrarse, además de su alma?
Markus lo levantó de la taza del váter y lo sostuvo en el aire a un palmo del suelo. Que un hombre como él cogiera a otro que no era nada bajito y lo manipulara como una bolsa de gimnasio decía mucho de su fuerza bruta, y también de la adrenalina que recorría su sangre en aquel momento.
—La última vez que te lo pregunto, Patrick. ¿Cómo se llama tu contacto? ¿El taxista?
Patrick tosió e intentó abrir los ojos, pero los tenía hinchados y empezaban a amoratársele.
—Ye… Yegor.
—Perfecto. ¿Está con ese nombre en tu agenda?
—S…, sí.
—¿Has hablado alguna vez con él mediante mensaje de texto?
—Sí…, sí…
—¿Adónde se llevan a las chicas?
—No…, no lo sé… ¡No lo sé! ¡Lo juro! Yo so…, solo tengo que atraerlas al taxi y asegurarme de que co…, cogen el que tienen que coger.
—¿El de Yegor?
—Sí.
—¿Sabes por qué?
Patrick se calló y se echó a llorar como una niña pequeña que tuviera miedo de la oscuridad o que sabía que había hecho algo muy malo por lo que tendría que dar explicaciones.
—Lo sabe. Se lo imagina —dijo Leslie, asqueada con la realidad.
—A mí me pa…, pagan por esto… Yo no sé nada más —repuso el chico rubio.
—¿Te pagan por lucirte con las niñas, figurín? —Markus le increpó golpeándole en el estómago con la rodilla. Patrick era inglés. No irlandés. Se notaba en su acento, y también en su físico. Sabía que lo que hacía no estaba bien, pero continuaba cumpliendo su cometido, y eso enfurecía a Markus, que no odiaba nada tanto como la vida fácil que se labraban los mindundis como aquel.
—Me voy a asegurar de que pagues cara tu indiferencia. Nunca podrás volver a ser gancho de nada. —Acercó la hoja de la navaja a su mejilla y esperó a que Leslie tirase de nuevo de las cadenas.
Le hizo un corte en las comisuras de los labios, como si fuera un Joker al más puro estilo Batman.
El rubio cayó inconsciente en su propio charco de sangre, y Leslie aprovechó para sacar una pequeña jeringa de no más de cuatro centímetros de largo e inyectárselo en el cuello.
—¿Qué mierda le pones? —Markus se limpió la mejilla salpicada de sangre con el antebrazo.
—Rohypnol. —Leslie levantó la cabeza y lo miró—. Por el amor de Dios, lávate las manos. Tienes sangre hasta en los codos. Y remójate la camiseta.
Markus sacudió la cabeza con incredulidad. Se dirigió al lavamanos y se frotó con jabón. A través del espejo estudió a la morena, que llevaba la gorra colocada de manera impoluta y perfecta. La agente le estaba inyectando la droga de la amnesia: la que utilizaban los violadores para capturar a sus presas y aprovecharse de ellas.
—Cuando se despierte, no recordará lo que le ha pasado —explicó ella—. Solo se mirará en el espejo y se dará cuenta de que se ha convertido en un monstruo. No podrá delatarnos.
—¿Dónde demonios te metes todas esas cosas, mujer? —preguntó secándose las manos en el dispensador de aire por segunda vez.
—Utiliza tu imaginación, ruso. —Leslie se levantó la parte trasera de la camiseta negra de tirantes, que le quedaba algo ancha por detrás, y guardó la jeringa metálica vacía en una especie de faja negra con compartimentos—. ¿Cuántos agujeros tenemos?
Markus no podía creerse que Leslie utilizara el sarcasmo en un momento así. Pero era una mujer diferente a todas las que había conocido. Por eso lo turbaba.
—Larguémonos de aquí —dijo Markus abriendo el whatsapp de la Blackberry de Patrick—. Vamos a quedar con Yegor dentro de media hora.
Leslie pasó por delante de él y asintió.
—Tenemos que pasar por el hotel y recoger nuestras cosas.
—Coge lo justo.
—Mis armas, mis bragas y mi bolsa con juguetes… —dijo, tensa—. Tengo todo ahí. Ah, por cierto, Markus…
—¿Qué?
Leslie se dio la vuelta de golpe y le dio tal puñetazo en la barbilla que lo tumbó en el suelo.
El ruso se llevó la mano al mentón y la miró sin protestar.
—La primera y la última vez que me la juegas. —Le señaló con el dedo, desafiante e irascible—. ¿Entendido? Me has metido en un lío, capullo. Vuelve a hacerlo y te prometo que no lo contarás.
—Qué agresiva, Leslie… —La miró de arriba abajo y se lamió el labio inferior—. ¿Me matarás?
—No. Te arrancaré la lengua. Y no sería la primera vez que lo hago. —Sus ojos grises refulgieron, coléricos.
Salió del baño rabiosa y dio una patada al cartel de «Fuera de servicio».
La misión había cambiado por completo. Ahora, todo lo que habían planeado conseguir en meses se veía reducido a una persecución por tierras inglesas que no debía alargarse más de dos días.
Tal vez no sobrevivirían para contarlo.
Ni él ni ella.